SELECCION DE ESCRITOS

Miguel Samper

ISBN: No registra

Nota de Edición: Tomado de la Edición del Instituto Colombiano de Cultura. Subdirección de Comunicaciones Culturales Biblioteca Básica Colombiana. Bogotá, 1977.

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Datos biograficos del autor (pág, 7)
Prólogo, por Héctor Charry Samper (págs, 9-25)
Bibliografía de Miguel Samper (pág, 337)
Bibliografía sobre Miguel Samper (pág, 338)
Notas de pie de página
Lista con títulos de otros libros de la colección de la Biblioteca básica Colombiana (págs, 339-340)

Advertencia: El siguiente documento respeta la ortografía y tipografía original del texto.


TABLA DE CONTENIDO

LA MISERIA EN BOGOTA

   I
   II
   III
   IV
   V
   VI

LA PROTECCION

   I
   II
   III

LIBERTAD Y ORDEN

   I
   II
   III
   IV
   V
   VI
   VII
   VIII
   IX
   X
   XI
   XII

LAS REFORMAS Y EL CESARISMO

   I
   II
   III
   IV
   V
   VI
   VII
   VIII



LA MISERIA EN BOGOTA


I

   Al escribir el tema de estos estudios, comprendemos bien que él significa, más que un hecho o un fenómeno simple, la síntesis de una situación y aun de una época. Pretender describirlo con todos sus caracteres, encontrar sus verdaderas y múltiples causas, demostrar los efectos que produce, es una tarea que, por demasiado vasta y difícil, traspasaría los límites permitidos al periodismo y las fuerzas con que contamos. Nuestro propósito se reduce a la exposición de algunos de los hechos que caracterizan el estado de atraso y decadencia de esta sociedad, para que, conocidas las causas, se dirijan contra ellas las quejas que se oyen y los esfuerzos de todos; porque nada hay tan dañoso al hombre como atribuir los males que sufre a causas o hechos que no los producen, ni tan estéril como las lamentaciones que no van acompañadas de la voluntad y el esfuerzo necesarios para que aquellos desaparezcan.

   Al contraer a Bogotá nuestras reflexiones, y tratándose de hechos sociales y políticos, tenemos naturalmente que referirnos a muchos que le son comunes con toda la República, o con el radio natural de territorio en que la influencia recíproca es más directa.

   Si se examina la condición de las diversas clases sociales de que se compone Bogotá, el cuadro que resultará de esta descripción no podrá menos que abatir el ánimo de todos los que sientan interés por su propia suerte, la de sus familias, la de sus amigos y compatriotas. De todas las capitales de Sur América, Bogotá es la que más atrás se ha quedado, sin que le sea dado sostener la comparación con Caracas, Lima, Santiago y Buenos Aires.

   Veamos cómo se nos presenta esta ciudad:

   Los mendigos llenan calles y plazas, exhibiendo no tan solo su desamparo, sino una insolencia que debe dar mucho en qué pensar, pues la limosna se exige y, quien la rehúse, queda expuesto a insultos que nadie piensa en refrenar. La mendicidad en un país fértil, de benigno clima y en donde la industria apenas empieza a explotar los recursos con que le brinda la naturaleza; en un país cuyas instituciones abren la puerta a todas las voluntades, a todos los esfuerzos, para adquirir la riqueza; y en donde, delante de la ley escrita, todos los derechos son iguales y no hay derechos de que alguno esté destituido por la ley escrita; la mendicidad, decimos, desarrollada en grandes proporciones y con caracteres que le son extraños, es un hecho alarmante en más de un aspecto.

   Pero no todos los mendigos se exhiben en las calles. EL mayor número de los pobres de la ciudad, que conocemos con el nombre de vergonzantes, ocultan su miseria, se encierran con sus hijos en habitaciones desmanteladas, y sufren en ellas los horrores del hambre y la desnudez. Si se pudiera formar un censo de todas las personas a quienes es aplicable en Bogotá el nombre de vergonzantes —entre las cuales no faltan descendientes de proceres de la Patria—, el guarismo sería aterrador y el peligro se vería más inminente. Las escenas que pasan en esas familias a quienes el pudor mantiene encerradas, que se alimentan como por milagro, o que perecen de hambre, antes que salir a importunar en las calles, conmoverían el corazón de todos aquellos que directa o indirectamente han contribuído a crear esta situación ¡Cuánto no saben a este respecto las caritativas señoras y los que manejan los escasos fondos de la Sociedad de San Vicente de Paúl! Un rápido examen de sus cuentas nos ha permitido levantar en parte el velo que cubre tanta miseria; circunstancia que no es acaso extraña al propósito que nos ha puesto la pluma en la mano.

   La ley y las nuevas costumbres políticas han venido a aumentar el número de los vergonzantes. Las religiosas que fueron arrojadas a la calle en 1863, después de haber sido despojadas de cuanto tenían; los sacerdotes regulares y los que servían beneficios o fundaciones dotados con rentas de los bienes llamados desamortizados; los enfermos que en número de más de doscientos eran constantemente asistidos en el Hospital de la ciudad, y que no hallando el remedio de sus dolencias no pueden trabajar y se convierten con sus familias en mendigos; en fin, los numerosos empleados cesantes, así civiles como militares, a quienes el espíritu de partido arroja sin piedad de sus empleos; todas estas clases han venido, más o menos, a pesar con sus necesidades sobre los recursos de la sociedad en general.

   Tan grande es el desarrollo del parasitismo, que el contestar un saludo es hoy asunto de meditarse despacio; y el hacer uso de esos cumplimientos castellanos, como "estoy a sus órdenes", "mande usted", etc., constituye un verdadero peligro para el bolsillo. Poco a poco desaparecen de nuestro trato social aquellos semblantes risueños y abiertos, propios de nuestro clima, de nuestra raza y de nuestros antiguos y familiares hábitos, porque cada sonrisa es un estímulo, y cada estímulo trae una sangría. Hoy puede considerarse como una ocupación cotidiana el ramo de petardos. Esquelas nominativas, esquelas circulares, esquelas en verso que empiezan por la historia de los Persas o de los Asirios para terminar, como los avisos de Holloway, recomendando las pildoras; casualidades calculadas; discursos orales precedidos de larguísimo prólogo; mil rasgos de verdadero ingenio; invitaciones para rifas y aun para dar socorros; todo eso y mucho más se emplea para obtener limosna.

   Las calles y plazas de la ciudad están infestadas por rateros, ebrios, lazarinos, holgazanes y aun locos. Hay calles y sitios que hasta cierto punto les pertenecen como domicilio, y no falta entre ellos persona que, so pretexto de insensatez, vierta sin interrupción torrentes de palabras obscenas, que son otras tántas puñaladas dirigidas contra la inocencia del niño o el pudor de la mujer. La noche pone exclusivamente a la disposición del crimen o del vicio todo cuanto hay de sagrado. Escenas increíbles ocurren a pocos pasos de la puerta de la iglesia Catedral. Ya no es la seducción sino el asalto el medio que se emplea para saciar apetitos brutales. El hogar doméstico no tiene protección, desde las paredes, las vidrieras y las ventanas, hasta el descanso y el sueño de las familias.

   La podredumbre material corre parejas con la moral. El estado de las calles es propio para mantener la insalubridad con sus depósitos de inmundicias. favor de El servicio o abasto de aguas es tal, que las casas que deben recibirla bajarán pronto de precio como gravadas por un censo en los albañiles y del fontanero. El alumbrado, exceptuando las pocas calles del comercio, nos viene de la luna... En fin, la administración municipal de la ciudad es poco menos que nula, debido, en mucha parte, a que ella fue también despojada de sus cuantiosos bienes; y aunque parte de ellos se le han mandado devolver, no sabemos que haya empezado a percibir la renta. Mas ¿qué podrá agregarse cuando se sabe que las sesiones nocturnas de la Asamblea Constituyente del Estado corren riesgo de celebrarse a oscuras?

   Si de estos hechos que nos avergüenzan y que exigen valor para darlos a la publicidad, pasamos a considerar la condición de las clases trabajadoras, el cuadro no será menos sombrío. El obrero no halla constante ocupación, ni el jefe de taller expendio para su obra; el propietario no recibe arriendos ni alquileres; el tendero no vende, ni compra, ni paga, ni le pagan; el importador ve dormir sus mercancías en el almacén y sus pagarés en la cartera; el capitalista no recibe intereses, ni el empleado sueldo; los carros y las mulas andan vacíos; los edificios se quedan sin concluir; los cultivadores venden a vil precio sus papas, trigo, miel y demás productos; los ganados y caballos están escasos y a la vez baratos; no hay numerario, o a lo menos escasea el legítimo; el crédito ha desaparecido, porque no hay confianza, y los pocos capitales que pudieran circular, se ocultan; los acreedores públicos son calificados de agiotistas y no reciben su renta. No hay confianza en la administración de la justicia, y a la menor amenaza de pleito, el poseedor está pronto a dar rescate. Finalmente, la inseguridad ha llegado a tal punto, que se considera como acto de hostilidad el ser llamado rico. Las ideas sobre la propiedad se hallan tan pervertidas, que desde el gobierno hasta el mendigo son sus enemigos: el primero erigiendo en recurso legal la expropiación sin previa (ni posterior) indemnización, y el segundo haciéndose el eco de las doctrinas que se inculcan desde las cátedras, las asambleas y hasta desde el púlpito.

   El hábito de las cosas produce en el espíritu el mismo efecto que ciertas impresiones físicas en los sentidos cuando son prolongadas. Así como la vista se acostumbra a la oscuridad y el olfato a un mal olor, una situación constante de malestar embota las potencias del hombre y las enerva. Por esto quizá la fealdad de este cuadro, que en pocas líneas aglomera tánta miseria, aparecerá exagerada, aun a los que son actores, víctimas o testigos de los hechos; mas, pasada la primera impresión, se irá reconociendo la fidelidad con que está descrito.

   La miseria, como hemos dicho al principio, no es sino una resultante: procede de causas muy variadas que debemos buscar en las cosas que nos afectan. En la naturaleza física como en la acción recíproca de los hombres, deben buscarse las causas; porque esos son los hechos que ejercen influencia sobre nuestro ser; y para investigarlos es preciso despojarse de toda preocupación, de todo interés parcial, de todo lo que pueda quitar su independencia al juicio. ¿Es esto posible en el estado de incandescencia a que han llegado las pasiones? ¿Se prestará el espíritu de partido a que algunos de nosotros dejemos de ser sus poseídos y podamos elevarnos a más serenas regiones para observar, pensar, reflexionar y discurrir en calma? Esto es lo que nos proponemos al invitar cordialmente a los pensadores bogotanos a que nos acompañen en esta labor, resueltos a modificar nuestros juicios si estuviéremos errados. El asunto convida; y no solo convida, sino que apremia.


II

   "Nuestros medios de subsistencia, de bienestar, de desarrollo moral e intelectual, proceden en gran parte del trabajo y del ahorro; y la abundancia o la escasez de estas dos fuentes de bien dependen esencialmente del grado de seguridad que se disfrute".

A. Clement

   Los medios que Dios ha puesto a la disposición del hombre para llenar los fines con que fue creado, es decir, para desarrollar su ser en el sentido de la perfección, consisten en sus facultades físicas, intelectuales y morales como instrumento de acción, y en las cosas con que la naturaleza física le brinda, como materia sujeta a servir para la satisfacción de sus necesidades. El progreso del hombre, y por consiguiente el de las agrupaciones de hombres que se llaman nación, estado o ciudad, va en razón directa del desarrollo natural, es decir, fecundo y bueno, de sus facultades, y de la facilidad con que la naturaleza que lo rodea se presta a la acción de esas facultades.

   El problema de averiguar las causas que han debido producir una situación de miseria, en vez de una situación de progreso, no puede ser otro que el de averiguar los hechos a cuya influencia ha estado sometido el ejercicio de las facultades del hombre en la sociedad cuya condición se estudia. Esos hechos tienen que ser físicos, morales o industriales.

   Los hechos físicos que han podido influir o que influyen en la condición miserable de nuestra sociedad salen, hasta cierto punto, de nuestro propósito, porque aspiramos a sugerir el deseo de remediar la situación con medios que estén al alcance inmediato de nuestra voluntad; y ese orden de hechos, aunque no del todo independiente de ella, no puede modificarse sino con esfuerzos tenaces y prolongados, los que no pueden tener eficacia antes que sean atacadas las causas que debilitan aquí las facultades humanas y la acción que deben ejercer.

   Tampoco estamos en posesión de todos los conocimientos que presupone un juicio acertado sobre la mayor o menor aptitud de la naturaleza física de esta comarca para el desarrollo de la industria de sus moradores, y sobre los mejores medios que pudieran emplearse para modificarla o domarla.

   Hallamos como causas principales de atraso la configuración del territorio y el clima. Mientras que en las zonas templadas la población y la riqueza se han desarrollado principalmente hacia la desembocadura y las hoyas de los grandes ríos, en las costas de los golfos y por dondequiera que la topografía ha opuesto menos obstáculos a las comunicaciones, entre nosotros ha sucedido lo contrario. Los que descubrieron y conquistaron esta parte de la América, encontraron la barbarie más completa sobre las costas y en las hoyas de los ríos, en tanto que las faldas y mesas de nuestra cordillera servían de morada a pueblos relativamente adelantados en civilización. Cerca de cuatro siglos van transcurridos desde que ocurrió aquel hecho, y las cosas no han cambiado sensiblemente. Las costas y las hoyas de los ríos continúan brindándonos con la riqueza natural en todas sus formas las mayores facilidades para el cambio interior y exterior de los productos de la industria; pero la población no baja de las faldas y mesas de la cordillera sino con lentitud y precaución, porque allí donde está la riqueza fácil, la muerte ha establecido también su imperio. Nuestras cordilleras son verdaderas islas de salud rodeadas por un océano de miasmas.

   Si las tierras altas de la América intertropical tienen que ser la cuna y el asiento de su civilización, ésta tropieza desde su infancia con obstáculos iguales a los que ha dejado para lo último la vieja civilización europea, empeñada apenas hasta hoy en abrir paso a la locomotora al través de los Alpes y los Pirineos, después de haber aglomerado en las llanuras inmensos materiales en ciencia, artes, capital y seguridad. Los hijos de los Andes colombianos debiéramos nacer titanes o civilizados para empezar por romper sin tardanza los nudos y ligaduras que nos atan a nuestra grandiosa cuna.

   Y es vano intento dirigir nuestras miradas hacia el Viejo Mundo en busca de auxiliares. La emigración europea impone condiciones que no podemos ofrecerle: climas sanos, acceso fácil o barato y seguridad. No emigran los felices. Cuando el territorio de los Estados Unidos del Norte cuente sus habitantes por centenas de millones, las regiones del Plata serán el asiento de gobiernos regulares y la corriente de la emigración tomará ese camino, no el de Colombia.

   Nuestra suerte no es, a pesar de todo, desesperada. Razas sanas, robustas y valientes, que tienen a la mano, en abundancia, el hierro, el carbón de piedra, la sal y mil otros elementos de riqueza, pueden, con buena voluntad, elevarse a un alto grado de civilización. La Europa no nos enviará muchos brazos, pero sí nos puede prestar luces y capital, y la elevación misma de nuestras montañas, en el centro de los trópicos, dará nacimiento a producciones más variadas que en ningún otro clima, y a cambios más activos y multiplicados que en ningún otro país.

   Si la naturaleza nos ha impuesto más esfuerzos para dominarla ¡cuán grandes parecen ser las recompensas que promete! Al pueblo holandés le asignó su puesto en superficies cubiertas por el océano, sin más perspectiva que la lucha eterna con el hasta entonces indomable elemento, y la industria y la libertad han realizado allí una conquista de que el hombre debe enorgullecerse.

   Las cordilleras tienen que ser el criadero principal de donde han de partir, hacia las llanuras del Oriente y las bajas vegas del Magdalena y sus tributarios, los enjambres que recogerán tántos frutos allí latentes; mas para que esto suceda, es preciso que el orden, la armonía y la paz reinen en la colmena, y que sigamos también el ejemplo de la industriosa hormiga, abriendo primero los caminos que nos faciliten llegar hasta el árbol que debe alimentarnos.

   Vamos a penetrar, pues, en este antro de fieras que, en vez de la pacífica e industriosa mansión de la abeja, es la morada de seres racionales, que se dicen libres y cristianos, pero que se odian, se persiguen y se destruyen. Vamos a buscar las causas políticas, morales e industriales de tánta miseria, despojándonos, si es posible, de las pasiones maléficas, e implorando el auxilio de los buenos pensadores para que el análisis que iniciamos se perfeccione, se complete, dé las convicciones que deseamos producir, inspire los sentimientos porque anhelamos, y produzca como fruto la paz, el orden y la armonía entre los colombianos, para que puedan caminar con desembarazo por el sendero de la virtud y de la industria.

   Tenemos que repetir a nuestros lectores que no será posible contraer nuestras observaciones exclusivamente a Bogotá y su comarca adyacente, cuando ellas versen sobre hechos morales o políticos, y que aun los de carácter puramente industrial tendrán que aparecer relacionados con aquéllos, porque no es fácil aislar completamente, para la observación, una parte del sujeto que, en semejante caso, es todo el pueblo que se encuentra sometido a la acción de unos mismos hechos.

   Algo se nos dificulta encontrar el orden lógico de la generación de los hechos para ir remontando de los efectos a las causas; porque en la naturaleza es todo fecundo en bien o en mal, siendo las palabras causa y efecto, nombres aplicables a unos mismos hechos según el aspecto desde el cual se les observe. Más fácil nos parece proceder como el viajero que, para conocer una comarca parte desde las cabeceras de su principal corriente dejándose llevar por el curso de las aguas, para percibir la influencia de su fecundidad, los extragos de sus desbordes y los variados aspectos que ofrecen los accidentes del terreno.

   Bogotá fue la capital de un virreinato español. Esta sola circunstancia nos pone en posesión de algunos datos fundamentales para nuestro propósito. Apreciamos los bienes debidos a la civilización cristiana importada por los conquistadores españoles; y lo que digamos sobre el sistema empleado por la madre patria para gobernar estas comarcas, no podrá aplicarse a la esencia o índole de esa civilización sino al carácter de aquéllos. España fue, de todas las naciones europeas que buscaron la grandeza por medio del sistema colonial, la más fiel a los principios en que él se fundaba.

   La Europa salía apenas de la opresión y de la anarquía feudal. El sistema monárquico absoluto correspondía al anhelo de unidad de los pueblos y a la necesidad de protección de la clase media contra el poder de la nobleza, y fue el adoptado como mejor gobierno por aquellos países; pero al antiguo antagonismo de las clases sociales, se sustituyó el de los intereses de cada nación, de donde resultó su mutua ojeriza. Las guerras de religión y el espíritu compresor, exacerbado entre los españoles por la lucha secular contra los moros, y el odio de sus monarcas y sus monjes contra la reforma herética, y contra toda reforma, dieron el tono del carácter nacional. Y este conjunto de vicios y de ideas violentas, mezclados con algunas virtudes más heroicas que industriales, fue lo que trajeron a la América, a lo menos a la que llamamos latina, como elemento moral, nada a propósito para establecer una civilización fundada en la ley divina del amor.

   Así, los principios en que se apoyó la colonización en lo que hoy es Colombia, establecían: en industria y comercio, el monopolio, el privilegio y el provecho exclusivo de la madre patria; en política, la centralización absoluta y el predominio de la raza conquistadora; en ciencias y artes, la ignorancia; en filosofía, la abyección del espíritu, y en religión, la intolerancia y el fanatismo. Al desarrollo de las facultades físicas se atendió con el exceso del trabajo impuesto a los indígenas y a los desgraciados africanos; al de las facultades morales, con la división del rebaño humano en hatos, germen de todos los vicios para los amos y para los esclavos, y causa principal de la perversión de ideas y de sentimientos que aún nos aflige; al de las facultades intelectuales, con la represión o la prohibición de toda enseñanza que tendiese a disipar la ignorancia y las preocupaciones o a difundir nociones exactas sobre las ciencias y las artes. Finalmente, al desarrollo de las facultades industriales se atendió con el absoluto aislamiento del mundo civilizado, los privilegios comerciales en favor de ciertos puertos de la metrópoli, el monopolio de ciertas industrias, la prohibición de otras, el tributo y el impuesto en sus formas más opresoras, y cuanto pudiera realizar la explotación del suelo y de los hombres de América en provecho exclusivo de España. Con tales ingredientes para la crianza, Bogotá vino a ser una ciudad esencialmente parásita desde su origen, por ser el asiento de clases dominadoras, explotadoras o improductivamente consumidoras. La acción política del Virrey, de la Audiencia y de todo el tren gubernativo de una vasta colonia, se extendía a todo su territorio, abarcaba todos los intereses y todas las relaciones, haciendo de la capital un centro de poder y la residencia de un numeroso tren de empleados civiles y militares, de aspirantes, de cesantes, de pensionados, de abogados, de clientes y de aventureros de toda especie.

   Si la centralización política fue por sí sola un foco de atracción, la comercial, que le era consiguiente, en nada podía ceder a aquella. Como centro de consumos y con el carácter absorbente del régimen, Bogotá tenía que atraer y monopolizar el comercio. Los comerciantes de Sevilla, únicos que podían hacer expediciones a estas comarcas en épocas determinadas y en cantidades tasadas de antemano, enviaban a Cartagena, y después a Santafé, los cargamentos que la metrópoli colonial distribuía en todo el territorio. El valor de esas mercancías volvía representado en barras y polvo de oro a recibir en la casa de moneda la efigie de nuestros amos, como pasaporte indispensable para el viaje a España, porque en otra forma su exportación era prohibida y estaba erigida en delito. Mucho o poco, ese oro era siempre el equivalente de las importaciones; porque España tenía en las Antillas otras colonias cuyos frutos competían en baratura, o acaso más bien en carestía, con los de colonias extranjeras y rivales.

   La suerte de nuestra agricultura quedó sometida al interés que la metrópoli tenía en promover la de puntos mejor situados para el transporte de sus pesados productos, lo que a la vez daba al gobierno la ventaja de prescindir de la apertura de caminos en el continente. El impuesto y el monopolio se encargaban de matar los productos cuya aparición no impedía la incomunicación.

   Las ideas religiosas de aquellos tiempos, secundadas por el estado no muy tranquilo de las conciencias de gentes que vivían del despojo y la opresión del indígena y del negro, vinieron a vigorizar estas causas de atraso industrial, dando nacimiento a infinidad de fundaciones para ganar el cielo, que vinculaban la propiedad raíz y contribuían a paralizar el desarrollo de la industria. Los conventos, las capellanías, los patronatos de toda clase se propagaron con rapidez y aumentaron los moradores improductivos de la ciudad. Partidarios como somos de la libertad de conciencia, de la libertad de asociación, de toda libertad que no ofenda el derecho ajeno, estamos lejos de negar a esos fundadores el derecho con que aplicaron sus caudales a objetos que juzgaban saludables, puesto que creían de buena fe cambiar algunos patacones por días de descanso y de gloria eterna, rescatando sus gruesos pecados. Tampoco hallamos que objetar a los que se creyeran ineptos para ejercer en el mundo la acción fecunda que Dios señaló al hombre, ni mucho menos a los que realmente se sintieran poseídos del amor exclusivo a Dios y al prójimo y de la mansedumbre y caridad evangélicas; porque éstos desempeñan en la sociedad cristiana una misión sublime de paz y de fraternidad entre los hombres, y de amor, veneración y culto al Criador. En cuanto a los monasterios de religiosas, una sociedad que no brindaba a la mujer con otra carrera que la de la maternidad, carrera providencial y por consiguiente santa cuando la consagran los lazos del matrimonio, tenía que abrir asilos a la inocencia, a la debilidad, al desamparo, al entusiasmo del amor divino.

   Los conventos fueron inagotables fuentes de subsistencia para muchos pobres; y así como nada atrae tanto las moscas como la miel, la limosna distribuida sin discernimiento amamantó la mendicidad. Nos complace ver el espíritu de caridad que reina entre nosotros; pero no podemos aprobar, como productivo de buenos hábitos, el dar limosna a todo el que se disfraza de inválido para el trabajo. La limosna individual ha dejado de ser inofensiva por punto general desde que la mendicidad se ha organizado, haciéndose preciso que la caridad también se organice para vigorizar su acción y para defenderse del engaño. Detestamos la caridad oficial, pero reconocemos en la asociación voluntaria para socorrer al desgraciado los mismos elementos de fuerza que la industria ha derivado de aquel fecundo principio. Ojalá que las preocupaciones o la avaricia dejaran de ser obstáculos para el desarrollo y progreso de las sociedades de caridad recientemente organizadas en Bogotá, y que fuera un hábito arraigado en todas las familias el de estar suscritas a una o más sociedades de esta clase. Más de un falso mendigo dejaría el oficio, y los vicios de muchos de ellos serían corregidos.

   Presentamos al lector nuestras excusas por esta digresión, sin prometerle que nos corregiremos, porque las ocasiones de reincidir no faltarán.

   La presencia de tántas clases de gentes en la capital de una colonia tenía que dar nacimiento a muchos oficios; y desde muy temprano Bogotá se vio provista de talleres de sastrería, zapatería, talabartería, herrería y otros de esta naturaleza, que servían a las necesidades, no sólo de la ciudad, sino de la mayor parte del virreinato; porque en un estado social atrasado y sometido a la centralización política, comercial e industrial, las artes no podían desarrollarse en las pequeñas poblaciones, que naturalmente quedaron tributarias de la capital aun para proveerse de zapatos, sillas e instrumentos para la agricultura. Llámanos desde ahora la atención sobre este hecho, porque tendremos que reproducirlo cuando examinemos la suerte a que ha ido conduciendo la transformación política e industrial del país a las clases formadas al arrimo de una organización en gran parte artificial.

   Epilogando los elementos que concurrieron a formar la ciudad de Bogotá como capital del virreinato, y que conservó hasta la época de la Independencia, repetiremos que fueron: el haber radicado en ella un centro artificial de poder y de influencia política, religiosa, comercial e industrial, en cuya organización el parasitismo, más o menos disfrazado, hacía un papel considerable.

   En el artículo siguiente analizaremos las mudanzas de organización determinadas por las sucesivas transformaciones políticas, hasta acercarnos o llegar a la época actual.


III

   Emprendemos ahora la tarea de investigar la influencia que debía ejercer, y que ha ejercido, la revolución iniciada en 1810 sobre Bogotá como centro de acción política y social y como emporio del comercio.

   La conquista de la Independencia y la adquisición de la libertad han sido dos hechos distintos, aunque encadenados. El primero podía producir o no el segundo, según fuera la naturaleza de los poderes sociales que entrasen a recoger la herencia de España. El segundo pudo haberse presentado, aun bajo el sistema colonial, si aquella nación hubiera contado entre sus elementos propios la libertad y el self-government, y si su política hubiera permitido que esos elementos se infiltrasen en el estado social de sus colonias.

   Comparando las dificultades que ambos hechos han ofrecido, la Independencia puede considerarse como una empresa relativamente fácil y de corta duración. España debilitada materialmente, el océano de por medio, el clima, la pobreza y la extensión inmensa del teatro de la guerra, tenían que dar el triunfo a los patriotas. Así, el día en que terminó la lucha contra nuestros amos, empezó otra más gigantesca, más difícil y duradera para adquirir la libertad.

   Ingertar la República en la colonia, derribando el viejo edificio para levantar el de la libertad sobre sus ruinas, es un problema que se escribe en pocas líneas, pero que no se resuelve sino en muchos años. Cerca de cincuenta van transcurridos desde que el Congreso de Cúcuta describió una República en la Constitución que expidió, y a estas horas el pueblo que ha de servir para ella no está acabado de formar. Aquel memorable Cuerpo hizo apenas lo que el arquitecto que traza sobre el papel el plano del edificio que trata de levantar: expidió la Constitución política, suprimió la Inquisición, dio libertad a la prensa y al vientre de las esclavas, redimió al indio del tributo y a la propiedad raíz de las vinculaciones, y la sociedad colonial, sumergida en este baño de reformas, entró en maceración.

   Bogotá se ha visto sometida a dos tendencias cuyos efectos se confunden y se chocan en medio de la fermentación de tántos elementos de vida y de muerte que la dualidad de la colonia y la República ha puesto en acción. Por una parte la tendencia descentralizadora de la República, pugnando sordamente contra los intereses creados en el antiguo centro artificial. Por la otra el progreso en todos sentidos, desarrollado por el nuevo orden de cosas, que, naturalmente, pesó con mayor intensidad en los puntos donde aquellos intereses se hallaron más aglomerados.

   La Independencia trasladaba la residencia del poder soberano a Bogotá; y la presencia de los altos funcionarios tenía que ejercer una fuerza de atracción más intensa. La libertad, que había de ir dando satisfacción a todos los derechos, así de los individuos como de las diversas secciones del territorio, era la fuerza centrífuga con su tendencia natural a debilitar la del centro.

   La forma dada a la República desde 1821 hasta 1850, en que la descentralización empezó a prevalecer sobre el centralismo, y la natural complicación de rodajes que trae consigo aquella forma, aumentaron en Bogotá el número de los empleos, a lo que vino a coadyuvar el gran desarrollo del ejército durante la guerra, con su numeroso personal activo, y los militares pensionados. Además, la creación o el reconocimiento de las deudas interior y exterior, el pago de las rentas, los contratos a que dio origen el servicio público, y otras causas semejantes, radicaron en la Tesorería general una poderosa fuerza de atracción y dotaron a Bogotá con una nueva clase: los acreedores públicos.

   Las luces que podían bastar para gobernar la colonia eran insuficientes para dar a la república el personal que requería, no sólo para el desempeño de los altos poderes, sino para el de gran número de funciones en todo el territorio. Bogotá hubo de encargarse de satisfacer esta necesidad de instrucción, y los colegios aparecieron, los estudiantes llovieron de todas partes, y a poco tiempo la enseñanza así concentrada dio a la capital el brillante barniz que aún conserva. Por desgracia, el giro dado a los estudios sembró malos gérmenes, que al fin han venido a producir sus frutos. Natural era que la necesidad de conocer sus derechos fuese la primera que sintiera un pueblo de libertos; por lo que el aprendizaje de la jurisprudencia obtuvo entre todos la preferencia. El atraso completo de la industria, y la ignorancia de los recursos naturales del país, de los que más podían fomentar el desarrollo de la riqueza y del comercio interior; los obstáculos que esa misma ignorancia, la pobreza de los pueblos y la incomunicación oponían a las nuevas empresas; el excesivo desarrollo de los institutos religiosos, apoyado en el fanatismo de las masas, en las preocupaciones de la clase media y en el carácter de institución política que los españoles imprimieron al catolicismo, y que daban al estado sacerdotal las proporciones de carrera pública, no poco lucrativa; todas estas causas contribuyeron a circunscribir los estudios universitarios, a empujar la juventud en pos del título de doctor, y a desdeñar las ciencias naturales y la perfección de las artes.

   El naturalista, el químico, el ingeniero, estudian para dominar la naturaleza; el sacerdote y el letrado, naturalmente con muchas excepciones, estudiaban para dominar los pueblos. Contenidas ambas profesiones en los límites justos de las necesidades a que dan satisfacción, son útiles a la sociedad; pero llevadas al exceso se convierten en fuerzas dañinas y opresoras.

   Los jóvenes legistas se encontraban, al coronar sus estudios, con una profesión y con hábitos propios para retenerlos en la capital. La forma central, que atraía los pleitos de segunda instancia en un circuito judicial relativamente populoso y rico, y los de toda la República para ciertos recursos de que conocía la Corte Suprema de Justicia; la diversidad de empleos dentro y fuera de la capital, que generalmente recaían en habitantes de ella; las relaciones adquiridas, y las fruiciones naturales de un centro importante de población, eran causas poderosas para fijar en él a todo aspirante. Muchos sin duda regresaban al hogar; pero en lo general no era para suceder a sus padres en la modesta posición que ocupaban, ni para dedicarse a las faenas de la industria. Una exagerada idea de su importancia les hacía mirar el común trabajo con desprecio, y con horror el lento ahorro, fuente de las grandes como de las pequeñas fortunas, para dar la preferencia a la carrera pública, en que el honor y el provecho se encontraban reunidos. Surgió de esto un hecho de las más funestas consecuencias, pues saliendo los alumnos de entre familias acomodadas, que son las que desempeñan como empresarios de industria el papel más importante en la obra de la producción, los hábitos de rutina y la ignorancia se perpetuaron, y no sólo han continuado en atraso los cultivos y empresas ya establecidos, sino que se ha retardado la explotación de nuevos ramos de industria, tales como el cultivo del café, del añil y del nopal, que exigían empresarios algo atrevidos y preparados por la adquisición de nociones variadas sobre el comercio y la agricultura.El suelo de las faldas y mesas de la cordillera ha seguido produciendo solo papas, maíz, trigo y miel, que dan pérdida cuando las cosechas se pierden y arruinan cuando son muy abundantes. Entre tanto, en las poblaciones medianas y pequeñas, lo mismo que en las esferas inferiores de las grandes, los empleos no podían ser muy lucrativos ni corresponder a la categoría de los doctores.

   La ley creó los destinos onerosos y llamó a desempeñarlos a los labriegos acomodados, aunque no supieran leer ni escribir. Formóse pronto una nueva clase alrededor de las escribanías y de las secretarías de los juzgados inferiores, de los cabildos, de las alcaldías y aun de las jefaturas políticas. El rábula vino a ser una prolongación del doctor. Si la ley no daba sueldo al alcalde ni al juez, éstos sí tenían que darlo de su bolsillo al director privado que ordinariamente se revestía de las funciones de secretario. Tras de este parapeto, el rábula explotaba a su sabor todos los medios de opresión que la ley ponía en sus manos, y el reclutamiento, los procesos criminales, las sentencias, las rentas comunales, los resguardos de indígenas, eran inagotables tesoros para estos milanos del pueblo. Y como toda ocupación lucrativa trae consigo la competencia, entre los rábulas hubo también cesantes, aunque por la naturaleza múltiple de sus funciones no quedaban del todo inofensivos ni aun en esa condición.

   Los progresos de la igualdad, entendida como se ha predicado entre nosotros, y la rapidez impresa al movimiento descentralizador desde que se expidió la Ley de 20 de Abril de 1850, que terminó en la federación, han venido a dar fuerzas colosales a estos elementos, hasta llegar a convertirse ellos en irresistibles poderes sociales, capaces de sojuzgar los estados más civilizados. El nivel intelectual, y sobre todo el moral, de las clases dominantes, ha ido descendiendo a medida que la igualdad política se ha extendido. "Si a la vez que las condiciones se igualan, ha dicho Tocqueville, las luces quedan incompletas o los espíritus tímidos, o si el comercio y la industria, detenidos en su desarrollo, no ofrecen sino medios difíciles y lentos de hacer fortuna, los ciudadanos desesperan de mejorar por sí mismos su suerte y acuden tumultuosamente al Estado en busca de sostén. Vivir a expensas del tesoro público les parece ser, si no la única vía que tienen, a lo menos la más fácil y cómoda para salir de una situación que ha dejado de satisfacerlos: la caza de empleos se convierte en la más persistente de las industrias!". A esto pudiera agregarse que si el tesoro público no parece bien provisto, la caza de impuestos, de gages extraoficiales y del sufragio popular convenientemente falsificado, contribuirán a que la tal industria se conserve floreciente. No tan sólo se llama parásito el que se alimenta del trabajo ajeno transmitido por la donación: también lleva el nombre de PARASITISMO esta otra industria; parasitismo audaz, de animal carnívoro, que arrebata a todas uñas la presa.

   La combinación de este elemento civil, que se apoya en la astucia, y el militar, que se apoya en la fuerza, con la acción legítima de los partidos en la sucesión de los acontecimientos de nuestra historia, explicará más de una aberración y ayudará a encontrar la clave de la ferocidad creciente de las luchas civiles. Entre tanto, terminaremos esta digresión con los siguientes pensamientos de un economista: "La perversión de las costumbres, la destrucción o el abatimiento del sentido moral, es lo que engendra más parásitos. Un mal libro, un mal discurso, un hábil sofisma, un mal ejemplo, pueden crear más miseria que las heladas, el incendio o la peste. Así como los capitalistas y los obreros prosperan y sufren solidariamente y sería empujarlos al suicidio el suscitar entre ellos la rivalidad y la envidia; así también los parásitos deberían respetar a los propietarios y a los trabajadores, no sólo por obligación moral sino por cálculo".

   Vése, por lo que precede, cuán poco sólidos y fecundos fueron para Bogotá los resultados del cambio político traído por la Independencia. Exceso de empleados, de pensionados, militares, clérigos y letrados y cambio de sus capitales por títulos de la deuda pública, fueron los factores que hicieron de Bogotá una ciudad productora de sueldos, pensiones, rentas, lucros fiscales y honorarios.

   La tendencia natural de todos los pueblos hacia la descentralización administrativa primero, y más tarde hacia la del gobierno, tenía que ser hostil a ese foco de parasitismo; y al llegar la federación, un gran malestar tenía que producirse y se ha producido en Bogotá, en términos que ella puede considerarse, hasta cierto punto, como una ciudad de cesantes de todo género.

   Si de los hechos políticos pasamos a los industriales, la tendencia descentralizadora se hará también patente, y los comerciantes y artesanos de Bogotá podrán considerarse como relativamente cesantes.

   En efecto, de la hermosa herencia comercial que la colonia legó a Bogotá, muy poco es lo que conserva; y si pudiera prescindirse del aumento de producción que, a pesar de todo, se ha efectuado en la comarca que forma el radio natural de negocios cuyo centro es Bogotá, esta ciudad sería hoy poco más o menos lo que Tunja.

   Cortadas con la emigración española y los sentimientos engendrados por la guerra las relaciones comerciales con la madre patria, éstas se entablaron con los depósitos puestos por las potencias rivales en sus colonias de las Antillas, especialmente en Jamaica, donde el comercio inglés se había ido preparando para dar salida a la exhuberante producción de su país. Kingston reemplazó con ventajas a Sevilla, porque se evitaba a nuestro comercio el costoso medio de los galeones, convoyados por una flota que defendiese de los piratas sus tesoros, y la no menos onerosa seducción de los aduaneros españoles por los fabricantes extranjeros, que la decadencia fabril de España hacía indispensable, para surtirnos de telas y productos relativamente baratos. Esto era ya una gran facilidad y un paso importante hacia la descentralización comercial.

   Poco después se establecieron casas extranjeras en Cartagena y Bogotá, fundadas en relaciones directas con Europa y Norteamérica, haciéndose con esto palpables la posibilidad y las ventajas de ocurrir a las verdaderas fuentes de los productos fabriles, cuyo consumo aumentaba en razón de su baratura y de la animación industrial que la paz y el cambio de las instituciones estimulaban.

   Con todo, diversas causas contribuían a mantener a Bogotá como emporio comercial de la república, a donde concurrían los negociantes de Popayán, Cali, Medellín, Socorro y muchas otras plazas remotas.

   La producción de frutos exportables aún no había aparecido, ya por la pobreza y atraso del país y por efecto de la guerra, ya porque los monopolios la mataban en germen. La quina había empezado a ser en los últimos años de la colonia un ramo importante de comercio; pero la mala fe, adulterando esta corteza con otras, había dado en tierra con el crédito de ella. Sólo quedaba el oro como principal y casi único medio de pagar las importaciones, el cual siguió viniendo a Bogotá en busca del pasaporte, consistente no ya en la efigie de los Carlos, Felipes y Fernandos, sino en la de la Libertad y el escudo de armas de la República.

   Además, había causas poderosas para circunscribir a pocas manos la importación de mercancías. La navegación directa con Europa no existía, y era preciso hacer compras bastante considerables para cargar un buque a fletes elevadísimos, como que no podían contar con carga de regreso. La falta de relaciones y los pocos conocimientos que los comisionistas extranjeros tenían de nuestros gustos, exigían que el comerciante fuese en persona a comprar, arrostrando indecibles penalidades en época en que el Magdalena se navegaba en champanes y el viaje marítimo se hacía en buques de vela, que por causalidad venían a nuestras costas o que habían de ir a buscarse a las Antillas. No había crédito, ni letras, y era preciso cargar el equipaje de los viajeros con el oro, corriéndose todos los riesgos. Los gastos de transporte eran crecidísimos y la duración de una operación comercial, desde que se recogían las onzas para comprar hasta que se volvían a recoger después de la venta, era asunto de varios años.

   Muy lenta, pero progresivamente, todas estas causas de centralización comercial han ido cediendo al influjo de causas contrarias a las que daban a Bogotá una posición artificial. Las relaciones se fueron extendiendo. La navegación marítima se regularizó y se mejoró hasta venir a contarse hoy con comunicaciones semanales en el río y quincenales en el mar, servidas por buques de vapor. Crédito y toda clase de facilidades se ofrecieron por los negociantes europeos. El oro pudo exportarse en cualquiera forma. Aboliéronse los monopolios. Nuevos e importantes ramos de exportación aparecieron, tales como el tabaco, el café, los sombreros y los productos de los bosques, como la quina, el caucho, las maderas de tinte, el dividivi y tántos otros. La revolución industrial iniciada en 1850 y desarrollada hasta 1857 y 1858, dio expansión al espíritu de empresa, y vitalidad propia a nuevos centros importantes, que arrebataron salidas al comercio de Bogotá. Las operaciones de importación, que duraban, para sólo el transporte, cerca de dos años, se hallan reducidas a seis meses. El comercio se ha hecho accesible aun a los pequeños capitales, y la concurrencia ha reducido las ganancias a sus justos límites, a la vez que ha simplificado la distribución de los géneros, eliminando el rodaje de los grandes almacenistas que compraban por mayor para revender a los tenderos.

   El resultado de todos estos hechos ha sido benéfico en alto grado, porque los precios han bajado considerablemente, han extendido los consumos, difundido el bienestar y estimulado la producción. La medida de este progreso sería la comparación de los precios en 1824 y 1867: entre doce reales, valor de un pañuelo de rabo de gallo o una vara de fula en el primero de aquellos años, y dos reales, a que se ha reducido su precio en nuestros días.

   En medio de este movimiento, que por una parte arrebataba localidades al grande emporio, y por otra parte enriquecía a sus consumidores naturales, ya aumentando prodigiosamente el valor de sus rentas con la baja de los precios, ya estimulando sus instrumentos de producción con la la libertad de los cambios, Bogotá ha podido sostenerse y aun crecer. El fenómeno queda explicado, pero los resultados de la descentralización no son menos ciertos. La cuestión queda en pie si otras localidades, más libres del parasitismo, logran extirpar más pronto la miseria fundando una seguridad relativa, que deje ver la armonía natural entre las clases productoras, en vez de la hostilidad, la envidia y el odio; abriendo caminos hacia las grandes arterias fluviales de nuestro sistema orográfico al Oriente y al Occidente, y defendiendo de la voracidad fiscal los productos, sea en su totalidad, amenazada de expropiación, sea en su precio, artificialmente alzado por peajes que no se apliquen exclusivamente a los mismos caminos. Si esto llegare a suceder, Bogotá seguirá perdiendo cada día más terreno, o su progreso será tan lento que parecerá quietud delante de la creciente prosperidad del de sus nuevos rivales.

   Otros hechos son dignos de tenerse en cuenta al analizar los elementos industriales de Bogotá. La extinción del monopolio del tabaco desarrolló la vitalidad productiva de los antiguos distritos de siembras, especialmente el de Ambalema y los adyacentes, y fue tan vigorosa y rápida la acción, que en seis años se verificó una labor gigantesca, equivalente por sí sola, para estas comarcas, a la de los tres siglos anteriores. Los hechos que se presenciaron en aquella época tienen mucha analogía con los que produjo en California el descubrimiento de los placeres de oro. Esos hechos llamaron mucho nuestra atención y los dimos a conocer en el Neo-Granadino quince años ha. Desde entonces hemos consagrado nuestros esfuerzos a la defensa de los sanos principios económicos, especialmente al que reconoce en la propiedad uno de los elementos más antiguos, más tenaces y fecundos de cuantos sirven de base a la civilización. ¡Cuánto no debemos a la sana doctrina y al incansable celo del señor doctor Ezequiel Rojas, como profesor de economía política, todos los que hemos podido conservarnos siempre fieles a los verdaderos principios de libertad y a la causa del progreso!

   El movimiento que se verificó en Ambalema y sus contornos fue tan rápido como vigoroso y vivificante, sin que bastaran a detenerlo dos revoluciones, hasta que empezó esa lucha gigantesca de 1860, que dejará en nuestra historia una huella más honda que la de todas las precedentes. Los brazos que el monopolio del tabaco empleaba para su cultivo fueron desde luego insuficientes para la tarea de la libertad, y una gran corriente de jornaleros y trabajadores de toda clase y de toda categoría, partió de las faldas y mesas de la cordillera hacia las vegas del Alto Magdalena y sus afluentes. El hacha y la azada resonaron en todas las selvas; los pantanos se desecaron; prados artificiales de grande extensión aparecieron; los caneyes, las habitaciones, las plantaciones de tabaco y de toda clase de frutos se veían brotar en cada estación de siembras; las tactorías se levantaban y se llenaban de obreros de ambos sexos; las tiendas y los buhoneros se multiplicaban; todo era movimiento, acción, trabajo y progreso.

   La presencia de un número tan considerable de trabajadores, que tenían medios y hambre atrasada de consumir, estimuló la actividad de todos los servicios, la fecundidad de todos los capitales, la aptitud productiva de todas las tierras, no sólo en el teatro mismo de los sucesos, sino en toda la comarca que sentía el vacío dejado por la emigración y la demanda activa de todo cuanto podía satisfacer las nuevas y crecientes necesidades. Bogotá, su sabana y los demás pueblos circunvecinos sintieron pronto los efectos de este movimiento, y no quedó clase social que no se aprovechara de ellos. El propietario de la tierra vio elevarse los arriendos; el capitalista no tuvo bastante dinero para colocar; el joven pisaverde halló nuevos escritorios y colocaciones; el artesano tuvo que calzar, vestir y aperar al cosechero enriquecido; y el agricultor completar con carnes abundantes, papas, queso y legumbres, el apetito del nuevo sibarita que poco antes tenía de sobra con el plátano y el bagre.

   ¡Cuán legítimo orgullo no deberemos sentir todos los que empuñamos el hacha demoledora, aunque sólo fuera para hacer saltar una astilla del viejo tronco de la colonia! El día en que los verdaderos liberales quieran continuar la lucha contra los últimos reductos de la colonia, nos encontrarán a su lado dando golpes al monopolio de la sal, al reclutamiento y a la expropiación; formas de barbarie que aún nos carcomen.

   La decadencia del Norte del Tolima se atribuye como causa principal a la sequedad excesiva de los últimos años; pero sin negar al clima la acción que le corresponde, creemos que la más funesta y la más enérgica ha sido la guerra de 1860. Ella ahuyentó a los trabajadores; dejó los campos y las factorías sin brazos; detuvo la exportación; destruyó las cebas de ganado y aun los hatos, y empobreció de tal modo a los cultivadores, que hasta hoy no han podido reponer sus pérdidas. Para calcular los estragos bastará decir que no ha faltado curioso que calcule en cincuenta mil pesos el valor de las canoas destruidas para impedir el paso del Magdalena al Ejército de la Confederación, medida incomprensible si se considera que habría bastado hacerlas bajar el Salto de Honda para ponerlas en salvo.

   Y cuando la miseria consiguiente a la destrucción de la industria ha exacerbado las pasiones de los obreros de Bogotá, se les señala a los que llaman ricos como la causa de sus sufrimientos, y una protección ridícula, por medio de la tarifa de aduanas, como el remedio eficaz contra su malestar. ¡Pequeñeces de las banderías! Pero no anticipemos los hechos, que ellos encontrarán colocación en su respectivo lugar.

   La reducida producción del tabaco, por una parte, y la paralización de las importaciones durante la guerra, por otra, aceleraron la explosión de la crisis industrial y monetaria que nos oprime, agravada por el encarecimiento de las telas de algodón causado por la guerra de los Estados Unidos del Norte. El consumidor empobrecido y desnudo, y el productor arruinado; tal fue la situación que nos legó la guerra. Fue preciso, sin embargo, importar lo que nos faltaba, y el numerario hizo para la nación lo que ciertas alhajas para las familias: sacarnos del aprieto. Las transacciones se han resentido desde luego de la falta de ese intermediario indispensable de los cambios, que con tanto acierto comparan los economistas al aceite que da suavidad al movimiento de las máquinas. La miseria, en consecuencia, ha estallado por todas partes y en ninguna con más rigor que en Bogotá.

   Entre los buenos elementos de vida con que ha contado Bogotá, merecen un lugar distinguido dos clases de adquisiciones: la de los propietarios de la fértil sabana que lleva su nombre, y la de los hombres de otros lugares que, después de muchos años de trabajo, de economía y privaciones, adquieren un caudal que les permite fijar su residencia en un clima suave y en una ciudad que les brinda con empleo agradable para sus rentas y mediana seguridad. Con esas rentas se estimula el trabajo de muchas clases de artesanos, tales como los albañiles, carpinteros, herreros, pintores, ebanistas y tapiceros que se emplean en construir y adornar cómodas habitaciones; y el de los zapateros, talabarteros, costureras, sirvientes y todos los demás que contribuyen a crear los objetos y servicios que consumen los ricos y que no aparecerían si éstos faltaran. Los intrigantes y los declamadores, que han logrado extraviar el ánimo de algunos obreros, saben bien el inmenso daño que les hacen al promover en ellos la envidia, el odio y otros sentimientos bajos, indignos de un pueblo inteligente y laborioso; pero necesitan del engaño para ofuscar a las clases pobres a fin de que no comprendan que es la intranquilidad y la guerra, que su ambición les hace promover, lo que verdaderamente empobrece al artesano, privándolo del trabajo honrado y del goce de sus ahorros. Que expliquen esos falsos amigos los hechos que lo han privado de los auxilios del hospital, y los que dieron en tierra con la Caja de Ahorros, depositario de sus sudores y del patrimonio de las viudas y de los huérfanos pobres. ¡Cuán claro verían entonces, y de instrumentos ciegos de intrigantes desalmados, esos artesanos se convertirían en sólido sostén de la tranquilidad pública!

   Muchos de los llamados aquí ricos porque han acumulado un mediano capital que les permite vivir lejos de los empleos, han sido antes obreros infatigables, que se han impuesto duras privaciones, empezando su carrera desde legos de convento, cargueros y arrieros. Ellos han ganado sus grados en la milicia industrial como los hijos del pueblo que han llegado a generales, por rigurosa escala, desde soldados rasos. Y no faltan algunos, de esos ricos, que hayan arrostrado la influencia de mortíferos climas y desmontado y cultivado tierras, de cuyos productos subsisten muchas familias, antes de ingresar a este gremio aborrecido por los que se creen llamados a gozar sin trabajar y sin imponerse privaciones.

   Por imperfecto que sea el bosquejo que hemos hecho de la fisonomía social, moral e industrial de Bogotá, bastarán estos rasgos para darle el grado de semejanza a que aspiramos. Fáltanos ahora describir la influencia ejercida por las pasiones y los partidos políticos sobre los variados y contradictorios hechos que hemos ido presentando, para llegar a la demostración de que la grande obra común a esos partidos es LA INSEGURIDAD, fuente de todos los males que aparecen hoy concentrados en la miseria. No pretendemos escribir la historia política de la nación, sea porque la empresa traspasaría los límites que nos hemos trazado, sea porque nuestros actuales estudios son esencialmente sociales. Dejaremos a cada partido en posesión de los títulos y méritos con que se engalana y de las afrentas de que lo cubre o pretende cubrir su contrario, para dedicarnos únicamente a examinar la acción que los partidos políticos han ejercido sobre el desarrollo o la comprensión de los elementos buenos y malos que forman el modo de ser de nuestra sociedad, con relación a la riqueza.


IV

   Como el navegante que ve cada día presentarse nuevos horizontes, cuyos límites se amplían y se retiran a medida que la nave avanza, así vemos ensancharse indefinidamente el campo de nuestras investigaciones con riesgo de perder el rumbo. Nos proponemos en este artículo hacer ver que la inseguridad de la riqueza pública es causa principal de la miseria; porque al contemplar el espantoso cuadro que nos ofrece la actual situación, naturalmente el espíritu quiere investigar las causas que contribuyen a formarlo. Nuestra labor sería lógica al proceder así; pero se cortaría la cadena de los hechos tal como la exige el asunto a que, principalmente, hemos deseado contraernos. Esta consideración nos mueve a posponer el análisis de la composición, doctrinas y tendencias de los partidos políticos, para cuando hayamos concluido con el fenómeno de la miseria.

   La inseguridad ha venido a ser nuestra atmósfera política. Ella nos rodea y nos penetra, y ha pasado a ser uno de los elementos del clima, el molde de nuestros hábitos, costumbres e instituciones, y nos conducirá a una situación social más monstruosa que la de los Estados Berberiscos, en donde la barbarie siquiera no coexiste con las tradiciones de la civilización cristiana. La inseguridad es para la riqueza peor que los miasmas para la salud, y más vigorosa en su acción que la esterilidad del suelo. La industria, ayudada por la seguridad, ha domeñado las iras del océano, y hoy convierte en Argelia las arenas del desierto en campos cultivables, o exhuma en Suez los restos de una civilización que la inseguridad sepultó por muchos siglos. Los que quieran salvarse y salvar esta sociedad, deben apresurarse a levantar, como los romanos delante de Nápoles, muros que detengan o desvíen las corrientes de lava que descienden del Vesubio, dejando también inscrita sobre las columnas en que reposen los diques opuestos a la anarquía la voz de alerta: ¡Posteri, posteri, vestra res agitur!

   La guerra intermitente y a períodos cortos ha sido el estado normal de las Repúblicas de Hispanoamérica. Decir que la guerra es la causa principal de la inseguridad es enunciar un hecho evidente. Tomar uno de estos accesos febriles y describirlo, es describirlos todos; porque los nombres de los partidos, de los héroes y de las batallas no cambian la naturaleza de los hechos. Al bosquejar el cuadro hacemos las debidas reservas en favor de la porción sana de los partidos, que obra con desinterés personal, aunque, a menudo, se deje exaltar también por las pasiones. Tomaremos los sucesos desde que termina una de esas guerras, porque así se irán viendo los efectos convertidos en causas, formando esa cadena interminable que hasta hoy no se ha podido romper.

   El último cañonazo ha sonado. El orden reina en Babel, o la libertad en Varsovia, según el vencedor.

   Los vencidos se dispersan. Unos se esconden temporalmente; otros se expatrian; otros van a las cárceles; otros vuelven impunemente a los garitos, atrios, calles y antros de donde salieron; otros, en fin, escudados por su nulidad, vuelven a sus ocupaciones o aumentan el número de los holgazanes y de los viciosos.

   De los vencedores se forman dos grupos principales. El uno, aunque menos numeroso, tiene su gran núcleo de parásitos y cuenta en su seno la mayoría de los héroes y de los patriotas a cuyos esfuerzos se atribuye el triunfo: esos se dirigen al Capitolio, a los empleos y, por supuesto, a las tesorerías. El otro, compuesto casi todo de los que llaman hijos del pueblo, con algunos ilusos a quienes la candidez o el entusiasmo arrancaron de sus oficios o de sus labores, toma el camino del hogar. Los pobres regresan a pie, porque para ellos no hay ajustamientos ni bagajes. Se les había hablado de honor, de religión, de moral, de libertad y de igualdad... Ellos van a encontrar sus chozas quemadas o derrumbadas; sus sementeras destruidas; sus talleres desnudos; sus hijas seducidas; la holgazanería, el vicio y la rebelión de los hijos; las esposas . . . ¿Mas para qué proseguir?

   Pacificado el país se despierta al portero del templo de Jano para que cierre para siempre las puertas, y después de restregarse los ojos y dar vueltas en busca de las llaves, como éstas se hayan perdido, tiene que conformarse con ajustarías no más.

   La República vive del sufragio. Los buenos ocurren en tropel a las urnas y, como decía Breno: ¡Ay de los malos si se acercan! Se echa en ellas todo lo que se sabe para purificar esas fuentes de la voluntad popular, y se sacan nombres purificados como por encanto.

   El Congreso abre sus sesiones y los Diputados la boca para oír el Mensaje y los Informes. Leída la relación de todas las hazañas de los vencedores, de todas las fechorías de los vencidos, y dadas las debidas gracias a la Providencia, que se tomó la molestia de tener el dedo como puntero de reloj durante toda la lucha, marcando a los suyos, se procede a elaborar la felicidad de la patria. El método es bueno en todas las cosas.

   Lo primero es recompensar los heroicos sacrificios del patriotismo acrisolado; y como los más meritorios son los ofrendados por muchos de los señores votantes, ellos agregan aún otro, el que más cuesta al hombre digno. Los proyectos sobre honores y pensiones llenan el orden del día, y los bancos resuenan a compás como otras tántas baterías asestadas contra la Tesorería general. En los antiguos tiempos esta señora era aliviada con la lista de todos los borrados de la lista de pensionados: ¡quién sabe cómo le irá ahora con el sistema de tratados!

   Para que las pensiones sirvan de algo es menester que haya con qué pagarlas. La ley de arbitrios es de necesidad, y los cundinamarqueses y boyacenses están a la disposición de todo el país para pagar más cara la sal. Las aduanas también. Como el porvenir es muy taimado, se toman precauciones y se permite capitalizar y coger de una vez el todo.

   Pero ni las aduanas, ni las salinas dan lo suficiente, porque el tesoro está gravado con antiguas y nuevas deudas. Es preciso dar una ley de crédito público y otra de suministros. Algún financista bogotano, cuyo nombre sería lástima que no se transmitiese a la posteridad, tenía ideas fijas sobre el asunto: las deudas viejas no las pagaba, y las nuevas las dejaba envejecer. Los dos principios, que a la verdad no forman sino uno, sirven de base a nuestra legislación fiscal. Así se completan los recursos o arbitrios, ya que la miseria de los pueblos no permite crear nuevas contribuciones.

   Algo tranquilizada la conciencia en cuanto a los deberes de justicia impuestos por la situación, se procede a pensar en los medios de asegurarla. Una nueva constitución es, como quien dice, de tabla. Si el vencedor es A, procede a obrar con franqueza, porque sus principios lo permiten. Para él la libertad de un pueblo consiste en que se le permita hacer lo que desea y no se le obligue a ejecutar lo que repugna: es decir, en que las instituciones se amolden a las creencias, los hábitos y las costumbres, dando por sentado que no cambian. Si es B quien ha subido al poder, entonces los pueblos son libres y felices cuando las instituciones se apoyan en las teorías más adelantadas, o en las que están expuestas en la última edición del último libro de filosofía o de política. En el primer caso las leyes son francas y lógicas, pero en el segundo la Constitución, que debe consagrar todos los derechos, inclusive los de los vencidos, requiere leyes complementarias que aseguren el poder en manos de los vencedores, pues si éstos no han de ser los que plantean el sistema ¿cómo habrá de esperarse que los enemigos lo respeten? En ambos casos las garantías de la propiedad y de la libertad deben dejar abierta una puertecita por donde quepan la expropiación y el reclutamiento, cosas que vienen a parar en una sola: el despojo. Al que tiene propiedad se le despoja de ella, al pobre que no tiene más que su persona, se le expropia esa persona.

   Al leer tántas constituciones como las que se expiden en esta tierra, nos ocurre que en vez de tántos libros consultados para elaborarlas, convendría empapelar los salones de las Cámaras con los cartelones en que el doctor Brandreth recomendaba sus pildoras con un aforismo tamañote: "constitución es lo que constituye, y lo que constituye es la sangre"; sea la que se derrama a torrentes en la guerra, o la que queda en las venas de los señores que legislan, inficionada por los odios, la sed de venganzas y la vanidad.

   El Congreso cierra sus sesiones. En todos los empleos quedan instalados los verdaderos patriotas; y servidores leales, encanecidos muchos sobre el bufete, salen a vender las finquitas de la familia y a mendigar después. El servicio público está en manos nuevas, inexpertas, y anda como todo. Los papeles de la deuda empiezan a cotizarse en concurrencia con las órdenes de pago, y una verdadera plaga de libranzas, billetes, órdenes, certificados, vales y todas las sabandijas inventadas, acuden a las oficinas de recaudación y pago. El sofisma se descubre: créditos como mil pesan sobre fondos como diez, el descrédito aparece y la nueva deuda empieza a envejecer. Los agiotistas, que según la creencia general, se chupan la sangre del pueblo, por lo común se chupan los dedos como cuando se recibe una quemadura.

   La época de elegir el nuevo Presidente se acerca. Los partidos escogen por candidato al que sea más odioso a su contrario. La agitación empieza. Ya la prensa ha roto la mordaza y los escritores se lanzan a encomiar a los suyos y vilependiar a los adversarios. El partido de oposición aparece con nuevas fuerzas: a él se han pasado todos los chasqueados por el ministerio, y la masa de la nación, que empieza a desengañarse al ver que la dicha no asoma por ninguno de los puntos del horizonte, se reconcentra y deja a los gritones de cada partido que se avengan como puedan. Ella no ve en los gobiernos sino partidos, porque éstos, además de querer gobernar por sí solos, quieren gobernar para ellos solos. La oposición, como la defensa, es sistemática, apasionada y demente en lo general. El que tenga la ocurrencia de proponer medidas de avenimiento y de usar de un lenguaje reposado, es un híbrido, un cubiletero, un domingo siete.

   No hay remedio: es preciso romperse las cabezas. ¡La salvación de la patria lo exige! El partido-gobierno se alarma; se le pide energía y da violencia. La prensa oposicionista calla, porque los escritores son perseguidos, quedando la Gaceta con el privilegio exclusivo de mentir. La Constitución concede facultades extraordinarias o tiene su artículo 91, y aun cuando no lo tenga, hay uno para todos los gobiernos: el salus nostri suprema lex esto.

   La minoría, privada por las instituciones, o por los abusos de la mayoría, de una participación legítima en el manejo de los negocios, tiene también el artículo 91 de los pueblos: el santo derecho de insurrección.

   Llegadas las cosas a este estado, falta sólo saber quién empieza. El gobierno enviaba antes gobernadores e intendentes, a preparar los ánimos de sus contrarios; ahora envía emisarios y divisiones del ejército a recoger las armas en los Estados, casualmente al tiempo mismo en que una revolución local se prepara o estalla. Otra coincidencia es la de que sean las armas que más falta hacen las que se encuentran en aquellos Estados cuyos gobiernos no son adictos al partido que domina en la capital de la Unión. Si el gobierno resuelve quedarse a la defensiva, la oposición organiza sus guerrillas, o el Gobernador del Estado soberano tal, declara roto el pacto constitucional por setenta mil razones que sería largo enumerar.

   Desde los primeros anuncios del huracán, los negocios se resienten de la inseguridad. El importador suspende sus órdenes de compra y restringe los créditos; el vendedor de ropas al pormenor se siente apremiado, suspende compras y activa los cobros; el exportador compra con más cautela o suspende las compras; el agricultor no encuentra salida fácil para sus frutos y restringe sus siembras; el jornalero ve disminuir el jornal y a poco las ocasiones de ocuparse; el dueño de ganados quisiera comérselos, ya que no los puede esconder ni vender; el que tiene caballos y mulas les da pasto sólo por compasión, pues ya no se considera como dueño; todos, en fin, cobran a un tiempo, niegan a la vez el crédito, abren los escondites para sus ahorros y para sus personas, y preparan esas caras divididas en dos faces que les han de servir para salir a la calle a reír con el que ríe o llorar con el que llora, según las novedades del día.

   El gobierno siente el suelo como si fuera un mal andamio y allega materiales de toda clase para afirmarlo. Publica el bando de alistamiento y saca la bandera del orden, de la religión, de la libertad o de lo que fuere. Los ciudadanos ya saben lo que eso significa. Los amigos acuden a las filas, precedidos por todo lo que hay de hábil en el numeroso gremio de los parásitos, y los enemigos huyen o se ocultan, y si ni lo uno ni lo otro pueden hacer, se quedan a vivir como ilotas aguardando que salga la lista para el empréstito. Los parásitos, que madrugan a solicitar las comisiones más meritorias, arreglan a su sabor las cuentas viejas, abren nuevas, o castigan a los que en otros tiempos no se prestaron a abrirlas. Para ello cuentan con las órdenes para entregar caballos y monturas, para reclutar al criado si el patrón es inhábil para las armas, y con mil medios que se modifican según la categoría y negocios de las víctimas.

   Rebaños de aquellos ciudadanos a quienes tanto se halagaba alrededor de las urnas electorales, entran a los cuarteles bajo la garantía de la soga, dejando sus familias, sus talleres, sus labranzas bajo la garantía del tinterillo que ha empuñado el bastón de alcalde. Hay que vestirlos y equiparlos, lo que supone bayetas, lienzos, etc. etc. Se sale de la dificultad ya compensando empréstitos o emitiendo libranzas sobre las aduanas, ya procediendo conforme al respectivo artículo del decreto sobre suministros. Si el caso es muy apurado y los contrarios no han sabido madrugar, se abren las puertas del presidio y se organiza el batallón restaurador que, al grito de ¡mueran los ladrones! se abalanza en formación sobre la sociedad.

   Los rebeldes entre tanto han ido formando sus guerrillas después de llenar la formalidad del acta de pronunciamiento para nombrar el gobernador o jefe civil y militar provisional y hacer conocer del mundo que en la tierra clásica de los libres la tiranía es imposible. Las caballerizas y dehesas han amanecido vacías: este es el primer anuncio de que los defensores de la propiedad han partido y se dirigen al punto de reunión. Desgraciado el primer pueblo que escojan para proclamar los principios, porque los labriegos son arrastrados a la fuerza, los propietarios puestos a rescate, las rentas y edificios públicos saqueados; las cárceles vomitan sus bandidos y los pillos del lugar pasan a engrosar las filas. En los archivos de los juzgados, notarías y cabildos se buscan los procesos, las escrituras y todo cuanto documento pueda, con su ocultación, establecer la impunidad, cancelar las deudas o preparar albricias para más tarde, o se hace con ellos un auto de fe.

   La paz del hogar desaparece, los vínculos de la familia se relajan o se rompen porque la discordia penetra por donde quiera hasta dividir los esposos y hacer de la República un pueblo de atridas. Las relaciones sociales se saturan de cólera, y el sarcasmo, la ironía, el espionaje y la delación suceden a la franqueza y cortesanía de nuestro carácter.

   Los beligerantes están preparados y las campañas se abren. Cada batallón tiene a su cabeza dos o tres generales, un piquete le corresponde a un coronel, y aún sobran generales y coroneles. Los equipajes y avíos caben en las maletas que cada cual carga consigo mismo. El tren de hospitales y ambulancias es tan diminuto como exagerado el número de los jefes: un médico y un botiquín para todo el ejército. Con semejante tren se han de atravesar ríos caudalosos, páramos, ciénagas, climas ardientes y todo eso por caminos fangosos, muchos de ellos despoblados y sin recursos de ningún género. La fatiga, el hambre, el paso de unos climas a otros, el desabrigo, todo conspira a diezmar las tropas antes de que la peste estalle y los combates completen la obra de destrucción. Para calcular la mortalidad bastaría comparar la fuerza con que sale un batallón que se dirija de Bogotá a Honda o a la Costa, y la que trae a su regreso, aun sin haber combatido. En ningún país del mundo consume la guerra tántos hombres como en el nuestro; y como ellas son civiles, el consumo es por partida doble. Cuántos millones de pesos no importarán los jornales de todos los hombres que una revolución aniquila en un año! Cuántos millones continuarán perdiéndose hasta que la generación destruída sea reemplazada! Así los ejércitos andan en la continua tarea de reemplazar las bajas, y su paso es una verdadera cacería de hombres, caballos, ganados, gallinas y cuanto quede al alcance de su voracidad insaciable.

   Las partidas enemigas se cruzan por donde quiera, deteniéndose en los poblados el tiempo necesario para recoger los ganados y las bestias, deponer las autoridades, establecer otras, vejar a los neutrales, ultrajar y despojar a los del contrario bando. El gamonal o tinterillo A, es por la mañana alcalde y sirve de guía a los sabuesos para encontrar en sus escondites a sus enemigos personales, que califica de enemigos de la causa; por la tarde le llega el turno al compadre B, que es del otro partido y que no se queda atrás en punto a represalias.

   Los puentes, los caminos, las cercas y puertas de las heredades y las embarcaciones, se dañan, o se destruyen al paso de las tropas, y en las ciudades los edificios de los colegios se convierten en cárceles y cuarteles. Hemos visto hacer trincheras con volúmenes de las bibliotecas públicas, de las cuales y de los museos desaparecen preciosos documentos de la historia junto con los instrumentos y útiles traídos a gran costo para el estudio de las ciencias naturales. Ni aun los trofeos de nuestras verdaderas glorias escapan de este vandalaje, y hasta los retratos de nuestros hombres eminentes sufren el ultraje de la más vil canalla.

   Los barcos de vapor que por el proyecto de ley que presentamos en 1851 y que se sancionó en 1852, debían servir de vehículos neutrales al comercio y a las comunicaciones, estorbaban así, y poco a poco fueron despojados de sus prerrogativas hasta quedar convertidos en máquinas de guerra, al alcance del último jefe de partida. La expropiación de esos buques ha costado sumas relativamente fabulosas y nos expone a cuestiones internacionales. Abandonadas las antiguas embarcaciones, la incomunicación es completa para el tráfico; y si llega a durar algunos meses, los cargamentos se aglomeran en Honda y en Barranquilla, y pierde el país los intereses de gruesos capitales, o los capitales mismos.

   Las expropiaciones han de hacer frente no sólo a las necesidades reales de los ejércitos, sino al más estúpido despilfarro. Hatos y recuas enteras se arrean a la retaguardia, perdiéndose más de la mitad por muerte o extravío, y el resto de los ganados sirve para racionar la tropa sólo con carne, en cantidades que le permitan adquirir con el sobrante los objetos que le faltan. Los caballos y mulas de aprecio pasan al poder de muchos cuatreros divisados de jefes, y las bestias comunes sucumben a la fatiga, se venden a vil precio o desaparecen robadas. Al leer las leyes y decretos sobre expropiaciones y suministros se pudiera creer que van a abrirse libros y registros ordenados y que se darán documentos en debida forma, bastantes para que su presentación dé derecho al reconocimiento de los créditos. Mas no sucede así porque las cosas que se toman de prisa, de noche, en los corrales o en los caminos, no pueden figurar en libros. Agrégase a esto que cada bando expropia de preferencia a los partidarios de su contrario con el ánimo de arruinarlos, y mal pudiera esperarse el cumplimiento de la ley por tales gentes. A todo esto conducen las funestas teorías en que se pretende apoyar la expropiación sin previa y justa indemnización.

   Los ciudadanos despojados que logran algún simulacro de fórmulas, saben que sus créditos han de ser reconocidos con dificultades infinitas y que el gobierno les dará en pago documentos depreciados. Natural es que se esfuercen en obtener altos avalúos. Concluida la guerra se entablan las reclamaciones, y son tales las trabas opuestas a la comprobación de los créditos legítimos, que se hace más fácil la fabricación de expropiaciones ficticias. Este último oficio ha venido a ser uno de los más lucrativos, pues no pudiendo el gobierno encontrar en todas partes jueces probos y agentes fiscales activos y enérgicos, o viéndose éstos en la necesidad de aceptar los perjurios de los testigos por la dificultad de probarlos, los falsarios presentan completa la cantidad de prueba que la ley ha determinado para los pleitos en general, en el supuesto de que ambas partes desplegarán toda su energía para el ataque y la defensa. El resultado de esto es que el tesoro nacional tiene que reconocer millones de pesos por falsos suministros, que entrando en concurrencia con los legítimos, hacen sufrir a éstos una pérdida adicional.

   Entre los males que se sufren no es despreciable el de las reclamaciones de los extranjeros expropiados y la dureza con que algunos de ellos explotan la ventajosa posición que les da el miedo que inspiran sus gobiernos. Es un deber de justicia reconocer que la mayoría de los extranjeros residentes presta servicios generosos y oportunos a un gran número de personas, ya asilándolas en sus casas, ya cubriendo con su nombre las propiedades más amenazadas; pero no faltan algunos que compran a vil precio todo cuanto pueden, o que, expropiados también, formulan reclamaciones exageradas que las autoridades demoran y entorpecen por hábito, por desconfianza, o porque los oficinistas rutineros se apegan a las fórmulas complicadas y a veces ridículas de los procedimientos administrativos. Las reclamaciones vienen a parar en cuestiones internacionales cuyo resultado es que el gobierno tiene que aceptar los términos de arreglo que se le imponen. Clámase contra el abuso de la fuerza porque los Gobiernos de Europa y Norteamérica comprenden que su misión es dar seguridad a los derechos de sus súbditos, y porque dándola ellos también a los extranjeros en sus dominios, exigen que los Gobiernos de Suramérica obren como tales. La anarquía ha extraviado de tal modo nuestras ideas, que el odio que inspiran las reclamaciones no se dirige contra las causas que han venido a producir la vergonzosa distinción que se hace, aun en las leyes, entre los derechos de los nacionales y los derechos de los extranjeros; distinción inmoral que obra sobre el carácter humillándolo y abatiéndolo. Algunos abusos, como los hechos ejecutados recientemente por España, disculpan las antipatías creadas; pero además de que España es hasta cierto punto una nación suramericana con alguna fuerza, en la generalidad de los casos la razón no ha estado de parte de nuestros gobiernos.

   ¿Para qué hablar de la ferocidad que se despliega en los combates? Que otros la llamen valor y heroísmo: nosotros reservamos esos nombres para cuando la sangre de nuestros hermanos se derrame en defensa de la dignidad nacional, o para cuando, entrando los partidos en la vía de la moderación y la honradez, la creamos derramada en defensa del derecho. Conformémonos con decir que si la mortalidad en los combates que en otras partes se libran, hubiera de compararse con la que aquí sufrimos, habida consideración al número de los combatientes y a la calidad de las armas que se emplean, pocos pueblos podrían igualarnos: verdad es que ellos preferirían dejar a las fieras semejante emulación.

   Mucho más cumple a nuestra tarea seguir la suerte de los heridos y los prisioneros, que en cuanto a los combatientes ilesos, ellos cuidarán de consignar en los partes de la batalla las evoluciones de la táctica y las proezas de los héroes, bastándonos notar que no hay guerrero de éstos a cuyo nombre no precedan dos o tres adjetivos altisonantes. Los heridos de ambos bandos quedan sobre el campo de batalla expuestos a todos los horrores de su situación, bastando apenas el cirujano o curandero del ejército vencedor (el del vencido se guardaría bien de no huir) para atender a los notables, repartiendo al acaso uno que otro cuidado a los heridos pobres. Los verdaderos hospitales son las casas de los particulares en las ciudades y las chozas de algunos labradores en los campos, en donde se les atiende según los medios de que la caridad dispone; y apenas empieza la convalescencia, éstas víctimas salen a las calles o a los caminos a mendigar el pan exhibiendo sus cuerpos mutilados.

   Los prisioneros que hace el partido rebelde, cuando éste no tiene dominado un vasto territorio, ingresan a las filas del vencedor como soldados, o pagan su rescate; si no quieren pagarlo o si son peligrosos, visten la cachupina y siguen a las guerrillas en sus correrías hasta que el dolor del tormento los rinde y quedan inutilizados como enemigos y como hombres. Los prisioneros que hace el gobierno, si cuenta con la capital o con otras ciudades al abrigo de un golpe de mano, se amontonan en cárceles sin ventilación ni aseo y sufren los horrores del hambre, la fetidez de la habitación y las enfermedades consiguientes.

   Triunfa alguno de los bandos y el último cañonazo se oye. Lo demás como al principio.. .

   Al presentar en relieve los hechos que dan carácter a nuestra vida política, estamos lejos de pretender que la nación haya descendido tan abajo como los pocos pero audaces hombres que la agitan; ni de negar que entre los que toman las armas hay nobles caracteres y corazones que hacen latir el patriotismo y el sincero amor al orden y a la libertad. Nuestra labor habría sido interminable si no nos hubiésemos concretado a los hechos que dan realce a la fisonomía y que son comunes a todos los partidos, dejando a un lado las excepciones honrosas. Las doctrinas que los han caracterizado, sus tendencias y las huellas más duraderas que ha ido dejando su paso por el poder, serán materia de otro estudio.

   Ahora nos falta hacer resaltar en pocos rasgos los efectos de la inseguridad respecto de la riqueza en general, y los de la última guerra respecto de Bogotá en particular. Ante todo hay un hecho importantísimo, que apenas empieza a manifestarse, pero que amenaza tomar proporciones pavorosas. Me refiero a la soberanía que la forma federal ha trasladado a los Estados.

   La Constitución de 1863, que es a los ojos de muchos un verdadero logogrifo, organiza la anarquía. Los Estados están sometidos, para su vida propia, a las mismas influencias que la nación; y si el nivel moral de las clases influyentes en la política nacional ha descendido visiblemente en los últimos años, en el gobierno de los Estados empieza a llegar a cero. En cada uno de ellos, caudillos infatuados o corrompidos se disputan el poder y mantienen la sociedad en perpetua lucha, entregada al más desenfrenado vandalaje. Todo lo que hemos descrito tiene lugar hoy permanentemente en ciertos territorios con un aumento creciente de inmoralidad, porque se empiezan a explotar los odios de raza, los celos de localidad y la envidia, que se procura sembrar entre las clases pobres.

   Los Estados hacen también por su cuenta los reclutamientos y las expropiaciones, contraen deudas y disponen de la propiedad y de la vida de los ciudadanos en uso de la soberanía. A juzgar por el de Antioquia, en donde el orden se ha conservado y guardado mejor, esas deudas serían enormes si el latrocinio erigido en principio de finanzas permitiera averiguar las cifras; porque Antioquia ha reconocido más de un millón de pesos como deuda municipal. El nuevo derecho constitucional, que permite poner fin a las contiendas por medio de tratados o convenios, podrá conducir a la impunidad legal de toda clase de atentados si con tiempo no se pone remedio a las causas fundamentales de la anarquía. Las clases laboriosas serán la única víctima desde que las parásitas comprendan que pueden hacer su negocio sin matarse. Agréguese a esto que los dominadores de los Estados van ya comprendiendo lo inmenso del poder que tienen en sus manos, y se verá mejor la extensión y la inminencia del peligro. Hay Estados en donde se empieza a expedir leyes a que la opinión pública pone nombres propios, y puede llegar el caso en que no sólo sean socabadas las bases de la propiedad y de sus grantías, sino en que la familia misma, los dulces y sagrados vínculos que unen a los esposos y los hijos, o los cuidados y tutela con que se protegen los intereses del huérfano, sean materia de cálculos y de explotación para los parásitos.

   Para calcular los efectos de la guerra y de la inseguridad sobre la riqueza tomaremos por punto de partida las sumas que el gobierno nacional ha reconocido por suministros en la última guerra. Según el informe del Secretario del Tesoro y Crédito Nacional al presente Congreso, la deuda flotante reconocida desde 1862 y la que se calcula tener que reconocer según el monto aproximado de las reclamaciones pendientes, ascenderá a la suma de $ 12.702,505. Agréguense las deudas contraídas y pagadas en otras formas, y quizá no haya exageración en elevar la cifra a $ 15.000.000. Téngase ahora presente la enorme suma que sería reconocida si todas las expropiaciones hechas por el partido vencido se declarasen deuda nacional; toda la riqueza que se destruye inútilmente y que no puede figurar como suministro; la que los merodeadores de ambos bandos se apropian o consumen; la que los Estados y sus respectivos contrarios destruyen por su cuenta, y el guarismo total de esta adición nos dejaría asombrados. Y sin embargo, la riqueza que destruye la guerra es infinitamente menor que la que deja de orearse durante ella y mientras impera la inseguridad. Todo el capital de la nación queda inactivo; los brazos que toman el fusil y los que se cruzan por falta de trabajo, dejan de fecundar la tierra y de ejercitarse en las artes; la desaparición completa del ahorro detiene todo progreso, de modo que los fondos productivos se colocan a descuento compuesto, es decir a la destrucción progresiva, en vez de colocarse a interés compuesto, como sucede en todos los países cuya industria se desarrolla al amparo de la seguridad. Esta es la fórmula que mejor puede definir el grande azote de la industria en los países anarquizados.

   La guerra de 1860 ha traído consecuencias especiales para Bogotá por haber sido la primera que ha podido volcar en Nueva Granada el gobierno legítimo y presentado a uno de los libertadores la ocasión, por tanto tiempo deseada, de salvar a su modo la patria que ayudó a independizar. El General Mosquera, uno de los pocos grandes caudillos americanos en quienes se han reunido las dotes y la fortuna del guerrero con una instrucción tan variada cuanto poco profunda en muchos ramos, el General Mosquera, decimos, que se ha creído siempre llamado a fundar el crédito nacional, aprovechó la ocasión que le presentaron los sucesos de 1861 para imponer de hecho sus ideas, creyendo levantarse un monumento de gloria. La experiencia, que no adula, se ha encargado de probar, una vez más, que en crédito, como en todo, la verdad y el derecho son los únicos materiales con que se construyen los monumentos de gloria.

   En nuestro próximo artículo diremos cuál es la influencia que en nuestra opinión han ejercido sobre la riqueza o sobre la miseria los dos famosos decretos gemelos del 9 de Septiembre de 1861.


V

   Al empezar la guerra de 1860 la República estaba en vía de fundar definitivamente su crédito y establecer en sus presupuestos anuales el equilibrio entre las rentas y los gastos, equilibrio que habría sido un poderoso elemento de paz, porque devolvía al gobierno y a la autoridad una parte del prestigio y respeto que han ido perdiendo con la serie de atentados que forman la legislación sobre crédito nacional interior. El convenio, hoy vigente, con los acreedores extranjeros, estaba iniciado e iba a borrar de los presupuestos esos millones de pesos por intereses vencidos, que impedían el equilibrio deseado, con la simple operación de convertirlos en deuda consolidada. Además, aplicada al pago de los intereses y amortización del capital una cuota parte del producto de las aduanas, quedábamos perfectamente seguros de cumplir en adelante.

   En cuanto a la deuda doméstica, ella tendía hacia la extinción progresiva de la flotante, quedando la renta sobre el tesoro al 6 por 100 como la forma definitiva bajo la cual la República se prometía fundar y emplear su crédito. Y con razón podía prometérselo puesto que pagaba los intereses a la par y adelantados, y el precio de los vales era el 50 por 100, lo que se puede llamar la par en un país en donde el interés corriente es 12 por 100 al año. La deuda flotante había llegado casi a su máximum de valor porque los fondos de amortización, que eran cuotas fijas de los derechos de aduana, crecían a medida que aquella se efectuaba y se empezaban a respetar.

   El gobierno encontraba personas que por verdadero negocio y voluntariamente le dieran dinero prestado a una cuota que era el menor interés corriente. Cierto es que se exigieron prendas e hipotecas, porque la experiencia aún no había comprobado que los partidos políticos podían no ver en los contratos hechos con el gobierno, actos obligatorios para esa entidad moral, que no cambia con el personal de los que gobiernan.

   Bogotá tenía en aquella época más de dos millones de pesos invertidos en documentos de la deuda interior, pertenecientes no sólo a los capitalistas y comerciantes que hacían contratos y pagos a las aduanas, sino a la Caja de Ahorros, el Hospital, la Casa de Refugio, los colegios, las escuelas y muchas personas como viudas y menores, que en la renta sobre el Tesoro, buscaban una colocación segura y ventajosa.

   También pertenecían a Bogotá más de cinco millones de pesos en casas, tierras y acreencias, cuyos rendimientos disfrutaban las comunidades religiosas, los enfermos, los desamparados, los pobres, los maestros y catedráticos de las escuelas y colegios, los alumnos, los servidores públicos y los vecinos de la ciudad.

   El partido liberal había creído atacada la soberanía de los Estados y monopolizado el sufragio en provecho exclusivo del partido conservador, que gobernaba con el doctor Ospina en la Confederación. Encendióse la guerra y ambos bandos se llamaron defensores de la Constitución nacional, empeñándose, a cual más, en persuadir a los pueblos de la verdad y sinceridad de su misión. El 18 de Julio de 1861 dio el triunfo al partido liberal; y cuando se esperaba que ese triunfo consolidase el respeto a la Constitución, y afianzase la soberanía de los Estados y las doctrinas liberales sobre el sufragio, la autonomía municipal y otras que venía predicando desde tiempo atrás, la figura de un dictador se destacó de entre las ruinas de la patria y de en medio de la polvareda y el humo de los combates. Constitución y doctrinas se olvidaron, y sólo se habló en adelante de las conquistas de la revolución, que nadie definía, que todos los liberales fingían conocer, y que solo el cerebro de un hombre excitado por el vértigo del triunfo podía proclamar. Los fusilamientos del 19 de Julio dieron la señal de una nueva guerra, a la cual se arrojaron como combustibles derechos, creencias, dignidad, preocupaciones y todo cuanto pudiera alimentar la hoguera en que ardían las pasiones. El tiempo dirá cuáles de los liberales han sido fieles a la verdadera causa de la libertad y cuáles los que, conservando y aun monopolizando el nombre de liberales, se han pasado a las doctrinas enemigas del derecho humano.

   En tales circunstancias aparecieron los dos decretos de 9 de Septiembre destinados a fundar el crédito nacional, a desatar la propiedad y la industria paralizadas por las manos muertas, y a extirpar el fanatismo religioso. Los famosos gemelos formaron el sancta sanctorum de la revolución, que nadie, sin cometer delito de leso-liberalismo, podía atreverse a tocar. El de crédito público desconoció las condiciones con que se habían contraído las diferentes clases de deudas no consolidadas, para reducirlas al único tipo de los bonos flotantes con 3 por 100 de interés, y las consolidadas perdieron el carácter de billete al portador, admisible en pago de las contribuciones, que tenían sus cupones. El decreto sobre desamortización de bienes pertenecientes a las comunidades o entidades religiosas y municipales, y a los establecimientos de instrucción, beneficencia y caridad, no recaía sobre bienes que tuvieran el carácter de inenajenables, destruidos desde 1821, y fue tan solo una ocupación arbitraria y violenta de bienes y derechos poseídos legalmente.

   El decreto de crédito público se ha querido defender como la más sabia combinación financiera que se haya ejecutado en la República. Esta, se decía, iba a pagar a todos sus acreedores el 100 por 100 de sus créditos, puesto que destinaba la totalidad de los bienes desamortizados a ser rematados en pública subasta por documentos de la deuda pública. Objetábase que no era permitido al Gobierno alterar, como parte contratante, sus obligaciones, y que consistiendo los medios de pago en bienes que para la mayoría de las conciencias eran ajenos, los acreedores no podían, con justicia, ser obligados a recibir la ley de su deudor. Replicábase con la famosa teoría de que el Gobierno representa los derechos de la mayoría, delante de los cuales los derechos de la minoría no son derechos, o si lo son, su calidad es muy inferior. Así, la cuestión derechos es de pura aritmética; porque basta contar el número de los individuos que los alegan, y hecha la adición, allí donde haya más pares de puños habrá mayor o mejor derecho. De esta fuente salen también los derechos de muchos que van o que deben ir a los presidios.

   Hombres y escritores honrados han sido conducidos a emplear semejante principio de razonamiento porque han aceptado, sin bastante reflexión, la doctrina de que las leyes que rigen las sociedades humanas no son otra cosa que la expresión de la voluntad general, que los jurisconsultos consideran en seguida como la fuente de los derechos. El significado de las palabras ley, sanción y derecho queda así sometido a una lamentable confusión de ideas, de la cual han nacido los famosos cuanto deplorables sofismas de Rousseau, y los infinitos atentados cometidos de buena fe en los países republicanos, cuando para establecer el derecho no se tiene en cuenta la naturaleza buena o mala de los hechos en que se hace consistir. Pero dejemos a un lado esas cuestiones que hallarán mejor colocación en otra serie de estudios. Lo que por ahora nos compete examinar son las consecuencias del decreto antes citado, relativamente a la riqueza en Bogotá.

   A pesar de todas las esperanzas que se fundaron en la desamortización, sucedió, con los bienes que ella ocupó, algo parecido a lo que acontece cuando el diablo entra en tratos con los humanos, a quienes engaña con su oro, que, al llegar el alba, se convierte en carbón. Los bonos de 1861, que habían de dar a sus poseedores una cantidad en metálico o en bienes equivalente a su valor nominal, jamás subieron del 30 por 100, y han terminado por no levantar del 10 por 100. Al principio se llamaba la baja de los bonos alza del valor de los bienes, sofisma que habría aparecido descarnado si éstos se hubieran rematado por dinero y pagádose con él los bonos; pero al fin ya fue un escándalo que los bienes sólo produjesen el 500 por 100, y se mandó cotizar su valor corriente en el mercado para la admisión en los remates.

   La suerte de la deuda consolidada fue más definida, porque se suspendió casi absolutamente el pago de los intereses. El precio de los vales bajó del 50 por 100 al 20 por 100, y el de los cupones, de la par al 10 por 100.

   Con estos datos, y sin hacer cuenta alguna de las expropiaciones que correspondieron a Bogotá durante la guerra, en común con el resto de la República, la ciudad perdió más de un millón de pesos por la depreciación de la deuda. Si a esto se agrega que el Gobierno Provisorio puso en circulación enormes cantidades en billetes de tesorería que se daban en pago de servicios, la mayor parte prestados por personas residentes en Bogotá, y que esos billetes no pudieron jamás valer sino en razón de los insignificantes fondos aplicados para su rescate y de la ninguna confianza que se tenía en la estabilidad y en la probidad del gobierno, el daño infringido a esta ciudad aparecerá más grave y más excepcional.

   Los síndicos y tesoreros de los establecimientos públicos se vieron poseedores de gruesas sumas en billetes, a la vez que los enfermos se morían de hambre, los colegios se cerraban, los depositarios de la caja de ahorros gritaban: ¡robo!

   ¿No había de acelerarse la aparición de la miseria con tan grandes como inmerecidas pérdidas? ¿No había de cundir la inmoralidad cuando se daban órdenes para cancelar las hipotecas sin estar cubiertos los créditos que ellas aseguraban, y para no admitir los cupones de los vales dados en prenda?

   En las épocas calamitosas, y especialmente al terminar una guerra, cuando los capitales han sido consumidos improductivamente y la industria tiene que reorganizarse, los gobiernos no pueden fundar cálculos para cubrir sus deudas sino en el porvenir, que siempre promete la paz, aunque no sea muy fiel a sus promesas. El presente no ofrece en tales casos sino miseria. De aquí nace que los gobiernos que han querido tener crédito y dar buen ejemplo a sus súbditos se han esforzado en obtener la consolidación de sus deudas, y para conseguirlo, sin emplear la violencia, han empezado por asegurar el pago de los intereses. El capital produce al acreedor lo que legítimamente puede esperar de él como renta, y en cuanto al valor del fondo, la paz promete restablecerlo. Inglaterra pudo sostener con este sistema la guerra contra la independencia de los Estados Unidos, y en seguida contra la dictadura de Napoleón en Europa. William Pitt fue tan hábil financista como firme y enérgico político. La renta inglesa al 3 por 100 vale nueve veces tanto como nuestros bonos, a pesar de que ella se cuenta por miles de millones.

   Cuando se prefiere el sistema de flotantizar las deudas. ellas pesan sobre los recursos ordinarios e imposibilitan la acción del gobierno. Ningún servicio se paga con puntualidad ni se presta con gusto o con esmero, y todo se vuelve confusión, embrollo y descrédito. Este sistema está condenado entre nosotros por la experiencia desde 1840 hasta hoy; y es bien extraño que en una nación en que se ensayan todas las novedades, por extravagantes que sean, no se introduzca una práctica que se apoya en el buen sentido y en los buenos resultados. Pudiera aún creerse que los que preconizan semejante sistema son agiotistas interesados en hacer bajar el precio de los documentos para especular con ellos, si no fuera porque aquí se da esa calificación a las clases que precisamente están ahora excluidas de los Congresos y Legislaturas.

   Aun en las épocas en que la propiedad de las clases atacadas y vencidas por una revolución se arroja como botín de guerra a los vencedores para cambiarla por los títulos de la deuda pública, los bienes rematados no alcanzan a saciar los apetitos, y aquella se deprecia, llámense los documentos asignados, bonos o como se quiera. Y eso es natural. Sean cuales fueren los vicios que se aleguen contra la propiedad de los despojados, ésta, por lo menos, está aliada con principios de legítima adquisición y ofrece también riesgos a los compradores, porque las viejas instituciones, y los intereses que han creado, no mueren de repente ni sin resistencia. Los que tienen capitales disponibles buscan en su mayoría colocaciones sanas y seguras, y no entran a competir con aquellos en quienes el instinto de adquisición es menos escrupuloso y menos tímido; y puede asegurarse que la mayor masa de capital no está en las manos de estos últimos. Aun sin atender a estas circunstancias, debe reconocerse que la industria humana distribuye sus medios de conformidad con sus necesidades; de manera que cierta masa de capitales está fijada en objetos determinados, y otra circula para atender a la movilidad incesante de la riqueza durante su distribución, consumo y reproducción. No puede una sociedad sustraer de repente una gran masa de capitales de sus naturales y acostumbradas aplicaciones; y cuando eso llega a verificarse, aparecen las crisis de diversas especies como castigo impuesto a la imprudencia o a la violencia de las leyes industriales.

   Si el actual Congreso expidiera una ley para ofrecer, bajo condiciones razonables, vales de renta sobre el Tesoro al 6 por 100 en cambio de todos los documentos de la deuda flotante vieja y nueva, de los cupones de la renta no pagados y de toda la deuda de Tesorería, creemos que el monto total de la deuda consolidada no alcanzaría a $ 12.000.000, comprendidas varias reparaciones imprescindibles, tales como la devolución de las dotes de las religiosas exclaustradas. Ese capital, concluidos que fueran los remates de la existencia en bienes desamortizados, y hechas las compensaciones a que da lugar la subrogación del Tesoro en los censos que se ha apropiado, podría quedar reducido dentro de un año a seis u ocho millones de pesos, cuyo interés no alcanzaría a $ 500.000.

   Limpiada la situación de todas las deudas que serían consolidadas, el servicio de la Deuda Nacional interior y exterior se haría con $ 1.000.000, y el de los demás departamentos de gastos, inclusive $ 400.000 para el Ejército y $ 250.000 (!) para las pensiones, no pasaría de $1.500. 000. Esto se podría demostrar.

   El presupuesto de Rentas, calculando el producto de las aduanas, desde 1868 en $ 1.500.000 y sólo en $ 600.000 el de las salinas, cubriría todos los gastos.

   Asegurado así el equilibrio, no habría el menor riesgo en devolver a los cupones de la renta al portador las mismas ventajas que se le dieron cuando se creó. Aun entra en nuestros cálculos la reducción gradual del precio de venta de la sal, partiendo del de cincuenta centavos arroba, hasta que, reducido al que tendría en libre competencia bajo un régimen de libertad, se pueda extinguir el monopolio sin inconveniente alguno. Dos causas hay para esperar que esa reducción no turbará el equilibrio de los presupuestos. La primera es el aumento natural de los consumos, que estimularía la baja del precio; pues aunque no podamos aumentar la sal que condimenta nuestros alimentos, tenemos centenas de miles de animales que la tomarían con provecho, y muchos otros usos que darle en la agricultura, las minas y las artes. La segunda es el aumento de lo que producirán las aduanas a medida que el comercio se desarrolle y se moralice. A los que duden de esto nos bastará llamarles la atención a los efectos instantáneos que produjo la reforma que con otros amigos elaboramos y sostuvimos en 1864, la cual, adoptada por el Congreso y planteada con celo por la administración Murillo y por buenos empleados, empezó a producir $ 500.000 más por año. Cesando las causas que han abatido nuestra exportación y mantenido elevado el precio de las telas de algodón, que forman la base principal de nuestras compras en el exterior, las aduanas producirán fácilmente $ 2.000.000 no muy tarde.

   El monopolio de la sal debe caer. El hacha volverá a penetrar pronto en el viejo tronco de la colonia. No perdemos la esperanza de descolgar otra vez la nuestra, y entre tanto le untamos de cuando en cuando aceite.

   La desamortización es el hecho que ofrece más variados aspectos para los que quieran estudiarlo. Cuestiones de legislación universal, cuestiones sociales, religiosas, morales, políticas y financieras surgen de ese hecho con sólo enunciarlo. El General Mosquera, ansioso más de fama que de gloria, quiso asociar su nombre a esa medida, sin pararse en cuál de las dos cosas le atraerían los medios que empleara y las circunstancias en que debía verificarse.

   Aquí debemos concretarnos a los hechos más ligados con nuestro tema, prescindiendo de las cuestiones de propiedad, sucesiones, derecho de asociación, libertad de cultos y otras que sólo se relacionan con la causa de las víctimas, que deben conformarse con la famosa y lacónica teoría de Brenna. Con todo, no podemos vencer el antojo de comparar el espíritu del Decreto de 9 de septiembre con las palabras libertad y soberanía de los Estados que hasta el 18 de Julio por la mañana se alcanzaban a ver escritas en la bandera triunfante.

   Los Estados tenían a su cargo la legislación civil. Ella es la que determina cómo se pueden adquirir y poseer bienes; cómo se transmiten éstos por sucesión; cuándo, cómo y para qué pueden asociarse los ciudadanos; qué facultades tienen los municipios, etc., etc., etc. El partido liberal estaba ronco de proclamar en alta voz que las libertades comunales y municipales son una buena base para fundar gobiernos libres, y había arrancado, una a una, esas libertades al centralismo, hasta consignarlas en la Constitución de 1853, que dio nacimiento a la federación cinco años después.

   El decreto fue dictado por un hombre que ejercía de hecho el poder supremo de la nación, y declaró que las entidades llamadas manos muertas, los distritos, las ciudades, etc., quedaban separados de la posesión de sus bienes por ser inhábiles para manejarlos. La renta que se les ofrecía no se fijó por el avalúo de sus bienes, ni mucho menos por su producto en venta, sino sobre la base de los arrendamientos y demás contratos existentes. Las comunidades religiosas fueron después suprimidas por el delito de no confesar que estaban bien ocupados sus bienes. El producto de éstos se aplicó a la amortización de la deuda nacional.

   Considerada la desamortización como negocio, ella presenta dos fases:

   1a La relación entre los beneficios obtenidos por haber pasado a manos de particulares los bienes de las comunidades y los sacrificios que ha impuesto a la riqueza pública la guerra que se originó por la persecución contra el Clero y los católicos exaltados. Si los bienes valían diez millones y por estar en manos inhábiles sólo rendían el 4 por 100 anual, al duplicarse por efecto del poseedor, las ventajas de la operación quedarían reducidas a una renta adicional de $ 400.000. Mas habiéndose destruído varios millones por la guerra, los cuales también producían renta, las dos rentas, cuando menos, se compensan y queda sólo la pérdida del capital destruído.

   2a La proporción en que vino a repartirse el gravamen entre los Estados. Los bienes se han destinado a amortizar la deuda: luego en realidad sólo se trata de saber en qué proporción ha contribuido la riqueza de los diferentes Estados a la amortización de una deuda que les era común. La responsabilidad de los Estados para con los acreedores es proporcional a su riqueza y población, en tanto que la cantidad de bienes y valores desamortizados no estaba sujeta a los mismos términos de comparación, pues ella dependía de causas enteramente extrañas a ellos, llámense fanatismo, preocupaciones o como se quiera. La Constitución no estableció la responsabilidad en proporción al mayor o menor grado de devoción que hubiera habido o que existiera en los Estados. Con todo, esa fue la base adoptada, como lo demuestra el siguiente cuadro del valor de los bienes inscritos en el registro de la desamortización, deducidos los que, por diversos motivos, han sido devueltos:

Ciudad de
Estado de








Bogotá
Antioquia
Bolívar
Boyacá
Cauca
Cundinamarca
Magdalena
Panamá
Santander
Tolima
$ 4.036.617
776,199
555,402
1.033,530
1.525,355
619,920
85,962
625,634
482,804
511,585

   Véase con qué desigualdad ha pesado la expropiación decretada sobre los Estados: Bogotá ha pagado casi tanto como toda la República. ¿Cómo se atreven, pues, los intrigantes a persuadir a los incautos obreros de la ciudad que es el General Mosquera quien más ha hecho y se propone hacer por su bien? ¿No es evidente que Bogotá ha tenido que invertir más de cinco millones de pesos en comprarle al Gobierno todo eso que era de bogotanos? ¿De dónde, si no es del capital circulante bogotano, han salido esos cinco millones? La credulidad de los pueblos ha sido en todo tiempo la más rica mina de los parásitos.

   Al enorme desembolso hecho por los habitantes de la ciudad, para recuperar las propiedades que pertenecían a los vecinos despojados, debe agregarse más de un millón de pesos invertido, desde 1863, en mejoras, casi todas urbanas y de lujo o de comodidad. Los tontos ven tan sólo las casas refeccionadas y se complacen en contemplar la simetría que ha reemplazado al mal gusto de la arquitectura morisca, alabando la sabiduría de una medida que ha embellecido la ciudad; mas no ven los gruesos capitales que se han sustraído de la circulación, y aunque muchos sienten los efectos en el estómago y en los remiendos del vestido y del calzado, se hallan bien lejos de comprender los efectos de la prestidigitación aplicada a las finanzas. La sustracción de un capital relativamente enorme, no ha podido efectuarse sin restringir la actividad de las industrias y la consiguiente ocupación de los obreros.

   Consuélame muchos con la idea de que se ha postrado al Clero y dádose al fanatismo el golpe de gracia. Mas, suponiendo que tales resultados se hubieran alcanzado, ¿ cuánto no ha perdido la causa liberal en todos los corazones rectos y humanos, cuando se traen a la memoria los medios inícuos que se han empleado para llegar a los fines? Aquellas escenas de Febrero de 1863, en que se veían salir las religiosas de sus tranquilos claustros casi a culatazos, ¿podrán afirmar las doctrinas que predican la libertad y la tolerancia? Esa obstinación en negar a la desgracia de tantas señoras algún ligero alivio para sus necesidades físicas, ¿podrá inculcar en los pueblos el sentimiento humanitario? Los que votan grados militares y pensiones como quien tiene a la mano los tesoros de la Providencia, ¿han, siquiera, averiguado a qué extremo llega la miseria de las señoras a quienes niegan la devolución de sus dotes y un asilo para llorar?

   Sin duda que los resultados de la última guerra dejarán una lección útil al Clero católico. Gordo es el pecado que llevan a cuesta los que pusieron El Catolicismo y la influencia de los curas al servicio de un partido. El Clero está llamado a suavizar con las doctrinas del Evangelio las asperezas de una civilización que brota al empuje de fuerzas múltiples, en apariencia desordenadas, pero en definitiva fecundas. Para esto necesita extender algo más sus estudios, y dotar su espíritu con los instrumentos propios para el combate diario que se libran las creencias y las ideas. Si de algún púlpito han bajado las doctrinas que cierran al rico las puertas del cielo, y las que responden al pobre del sustento que la Providencia prepara gratis a sus criaturas, necesario es que las nociones económicas, que difunden el conocimiento de las leyes dictadas por Dios a la industria, bajen también de allá a restablecer la buena armonía entre las clases de la sociedad, hoy agitadas por la envidia y la desconfianza. Que vean los proletarios extraviados que los preceptos séptimo y décimo del Decálogo presuponen riqueza creada por el trabajo, y que mal podrían avenirse el hurto y la codicia con el calificativo de pecado si éste fuera también la fuente de los bienes de fortuna. Que los curas enseñan al labriego ignorante, al obrero informal, al pobre desaseado, al gamonal egoísta, que no se llega a la perfección moral y física, si se descuidan la limpieza y el orden en las habitaciones y en las personas, la mejora de los cultivos, la puntualidad y constancia en el trabajo, el fomento de las escuelas, la composición de los caminos, y tántas otras cosas que salen en apariencia, de los límites del catecismo. Esa y no la de amplificar antievangélicamente la parábola del camello y el ojo de la aguja, es la verdadera, la cristiana obligación del Clero.

   La civilización y el catolicismo, la libertad humana y la fraternidad cristiana no son antagonistas: lo decimos con todo lo que hay en nosotros de fe en la verdad.

   En el siguiente artículo procuraremos epilogar lo que llevamos dicho, para que los efectos y las causas de la miseria puedan sugerir a nuestros conciudadanos el deseo, la voluntad, y los medios de remediarla.


VI

   Hemos revisado los principales accidentes a que el desarrollo de las facultades humanas ha estado sometido en esta sociedad, hasta llegar a su situación actual, que es la miseria. La guerra intermitente y la permanente inseguridad, son los dos hechos más característicos de esa situación, que es la obra común de los partidos políticos, sean cuales fueren los títulos que cada uno de ellos alegue para eximirse de la responsabilidad que le corresponde. Nuestro ánimo ha sido proceder científicamente, esforzándonos en no ver sino los hechos tales como son, y en averiguar sus causas y sus efectos, sin cuidarnos de la impresión favorable o desfavorable que el resultado del análisis haya de producir en los actores políticos. Tanto peor para ellos, si, en las causas del mal, reconocen su intervención; tanto mejor para la sociedad si, conociendo esas causas, se esfuerza en no dar el apoyo de la opinión sino a las que deben producir el bien. Tal ha sido nuestro objeto.

   De 1810 a 1821 se trató únicamente de conquistar la Independencia. En 1821 se empezó, o se quiso empezar, la transformación de la colonia en República; pero la guerra había creado la arbitrariedad, encarnada en los libertadores, y la mancomunidad del peligro nos llevó a lidiar por la causa común más allá de las fronteras de la vieja Colombia. Los nuevos laureles y la guerra que nos hicieron los aliados, apenas el español dejó de oprimir con su planta la tierra americana, fortificaron el poder del militarismo, y los libertadores quisieron convertirse en opresores. Las primeras luchas intestinas tuvieron por principal objeto combatir la arbitrariedad y establecer la legalidad. Bolívar y Santander descuellan en esa primera época de verdadera regeneración, que terminó en 1840. El primero debió la grandeza a su genio: el segundo, a sus principios. Y como el mérito de los hombres no se mide por la grita de los partidos que los apoyan, sino por la magnitud de la obra que cumplen, Bolívar tuvo el de simbolizar la Independencia, Santander el de simbolizar la legalidad. Después de ellos, y sin querer ofender la modestia de nadie, nada ha habido aquí de verdaderamente grande sino las ambiciones y el flujo por hacer viso.

   Hasta 1840 se buscó en la legalidad una valla que oponer a las pretensiones del militarismo. Desde que terminó aquella lucha, casi anónima, las verdaderas cuestiones sociales y políticas aparecieron, y los partidos, naturalmente emanados de la situación, se organizaron formulando sus programas.

   El conservador, que duró diez años buscando su nombre, enunció las doctrinas que iba a profesar, al iniciarse la administración Herrán. El Secretario de lo Interior decía en su informe de 1842 al Congreso, poco más o menos lo siguiente:

   "El objeto de la revolución fue conquistar la Independencia y fundar la libertad. La libertad no es inherente a las formas. Un pueblo es libre cuando se le permite hacer lo que apetece y no se le obliga a ejecutar lo que le repugna, es decir, cuando las reglas que lo rigen se conforman a sus necesidades, sus hábitos y sus deseos. Las instituciones libres de otros pueblos, trasplantadas al nuestro, no tienen enlace con sus costumbres, sus creencias y sus ideas: en realidad las han contrariado y las violentan. Esas instituciones las han juzgado buenas los reformadores por estar de acuerdo con las opiniones de los sabios; pero el pueblo las ve con indiferencia o con repugnancia, de lo que provienen su inercia y su sordera al llamamiento de los gobiernos cuando luchan con las sublevaciones"

   Estas doctrinas, entendidas literalmente, tenían que conducir al partido que las adoptase a servir de remora en la marcha de la colonia hacia la República, sin ofrecer las ventajas de una resistencia moderada y saludable a las reformas, que habían de surgir necesariamente en cierto desorden y con no poca precipitación en ocasiones. Esto no permitió que las reformas se efectuasen por transacciones, fruto de la tolerancia, en que la libertad va siempre ganando terreno, y que permiten a los partidos funcionar en medio de la paz, como en Inglaterra, en Bélgica y en los Estados Unidos.

   Decir que un pueblo es libre cuando puede ejecutar lo que apetece y no se le obliga a ejecutar lo que le repugna, es presentar incompleta la cuestión, Si los hábitos son inmorales, las creencias erróneas o supersticiosas, o los deseos inmoderados, la libertad de semejante pueblo podría ser la de los antropófagos. Las instituciones no deben poner la fuerza de la sociedad sino al servicio de creencias, hábitos, necesidades, y deseos buenos, es decir, conformes con el derecho que Dios ha concedido a todos los hombres para ejercitar sus facultades en el sentido del bien.

   La colonia comprendía muchos de los buenos elementos de la civilización cristiana; pero con ellos estaban confundidas no pocas instituciones opuestas al derecho humano, las que, forzosamente, debían extirparse para fundar la libertad sobre el derecho de todos. Resistir las reformas que hubieran de afectar los elementos buenos, era, sin duda, la misión natural del partido que quería ser conservador; como atacar la existencia de los hechos malos, es decir, los que limitaban o destruían derechos, era la del partido que quería merecer el nombre de liberal.

   La influencia recíproca de las leyes en las costumbres y de las costumbres en las instituciones, ha sido siempre, y continúa siendo, lo que desorienta a todos los partidos políticos, que, olvidando con frecuencia que la raíz de los males sociales ha sido la ignorancia de los pueblos, explotada por la fuerza de los privilegiados, han solido olvidar también que el progreso en la civilización no consiste, en definitiva, sino en la extensión de las luces y de los derechos. En cualquiera época en que se quiera formar el inventario de la civilización, sea de un siglo o de un pueblo, se encontrarán muchas verdades y muchos errores dominando los espíritus, y numerosos intereses parásitos o despojadores adheridos todavía a los derechos conquistados, formando el conjunto heterogéneo de las costumbres y las leyes. Las leyes son siempre el resultado de las creencias y de las costumbres, porque los hábitos morales de que éstas se componen, apoyados en las creencias que los justifican, o que los disimulan, desarrollan intereses que buscan en las instituciones la aquiescencia y la sanción popular. Para reformar las instituciones, es decir, para luchar con los intereses dominantes, es preciso crear primero el convencimiento de que los hábitos en que ellos se fundan, son malos; porque sin esto, continuarán sobreponiéndose como sagrada herencia del pasado, como verdad comprobada por la experiencia. Implantar nuevas instituciones, por buenas que sean, en una sociedad cuyas creencias y cuyos hábitos no están preparados para apoyarlas con la sanción popular o con la fuerza de una opinión poderosa, es tarea vana y relativamente perjudicial; porque la tentativa, una vez frustrada, desacredita, en cierto modo, las reformas y los reformadores.

   Es también necesario distinguir entre los reformadores y los liberales. No toda reforma es un progreso. Este consiste siempre en extender el dominio del bien, mientras que la reforma puede tender a la extensión o a la creación del mal. Si la reforma no cuenta con el apoyo de la opinión, si choca con intereses todavía predominantes, entonces hay que emplear la violencia para plantearla y pueden justificarse las opiniones de la Memoria de 1842. El tino del reformador está en escoger el momento en que los intereses atacados están minados en las creencias y en los hábitos, sin dejarse alucinar por la gritería de los privilegiados. Las instituciones pasan en seguida a fortalecer los hábitos y las creencias, dándoles el apoyo material del gobierno.

   Esto explica por qué el partido liberal ha sido tan irresistible cuando ha atacado las instituciones coloniales que estaban en pugna con las creencias y costumbres nuevas, y por qué ha encallado cuando sus doctrinas han estado en oposición con aquéllas. Los monopolios y la intolerancia religiosa cayeron para siempre, de manera que la libertad de industria y de conciencia son hechos casi umversalmente aceptados, elementos nuevos de paz, en tanto que las doctrinas socialistas, enemigas de la propiedad, que algunos utopistas han querido convertir en instituciones, no han producido sino la guerra, la descomposición del partido liberal y su inminente descrédito si no vuelve sobre sus pasos.

   El contrario proceder, es decir, la resistencia tenaz a las reformas, fundada en un respeto exagerado a las creencias, hábitos e instituciones de la colonia, han convertido al partido conservador en testigo actuario de la obra del progreso, que dice a todo ¡nó! para acabar aceptando la mayor parte de los hechos de su contrario. La historia de Colombia será la del liberalismo.

   Si esta diversidad de ideas y de tendencias conduce naturalmente al antagonismo, los malos elementos cuyo desarrollo hemos ido presentando en los anteriores artículos, han conducido a la guerra. El militarismo, la empleomanía, la ignorancia y los errores populares, la estrechez artificial de las sendas de la industria, etc., obrando con la fuerza de un cuerpo que se lanza por un plano inclinado, han ingresado en la formación de los partidos junto con las aspiraciones y tendencias naturales que la situación les dictaba. Nuevos hábitos han aparecido, y con ellos nuevas costumbres. El sufragio ha sido una mentira y una arma envenenada de que todos los partidos se han servido. De aquí el que no haya una opinión bastante vigorosa que se atreva a condenar y a llamar por sus nombres las fechorías de los intrigantes y las inconsecuencias de los hombres y de los partidos. El interés de éstos se ha sustituido al de la patria, cuyos intereses permanentes desaparecen ante las pretensiones de los bandos.

   La impunidad ha venido a dar su máximun de fuerza a las pasiones desenfrenadas, habiéndose llegado hasta el extremo de que la Legislatura de un Estado, a la vez que abolía la pena de muerte, expedía un indulto general para todos los delitos comunes. Los parásitos han concluido por supeditar a los hombres laboriosos de todas las clases y de todos los partidos en la dirección de los negocios públicos, y, reducida para ellos la patria y los empleos, a las tesorerías y a las sentencias obtenidas por la mancomunidad de los intereses de bandería, su base de razonamiento ha dejado de ser la moral para sentar con impudencia la máxima de apoyar cada cual a su partido con razón o sin ella.

   ¿Qué hacer para que la paz surja de la actual situación, de manera que sea sólida y durable? Aquí nos aguardarán la mayor parte de los lectores que hayan tenido la paciencia de seguirnos por el laberinto de los hechos que hemos ido presentando, y no faltarán, acaso, algunos que esperen una de esas panaceas con que los empíricos pretenden curar todos los males. Si esto sucediere, indudablemente habremos encallado en nuestro camino: no habremos sabido presentar en toda su verdad, en toda su extensión y su terrible intensidad, las causas que nos hacen profundamente miserables. El mal es moral, social y político: la capacidad del médico tendría que igualar con el tamaño de las dolencias que abruman a esta postrada sociedad.

   Si la guerra ha sido obra de los partidos, preciso es procurar que ellos se organicen y obren para producir la paz. Los partidos son necesarios, naturales en la vida de las sociedades, y cuando saben desempeñar su legítima misión, evitan que los intereses oprimidos estallen produciendo revoluciones. Mas ¡cuán lejos están nuestros partidos de desempeñar las funciones de válvulas en estas grandes máquinas productoras de seguridad, que se llaman gobiernos!

   Los sufrimientos sociales no pueden venir sino de los malos hábitos morales y de las malas doctrinas que la opinión tolera y deja permanecer en las costumbres o en las instituciones; culpable tolerancia, que es también el origen de los partidos bárbaros y de la influencia de los hombres corrompidos. Condenar esos hábitos y esas doctrinas, haciendo sentir sobre los hombres que los tienen y profesan el peso de una sanción moral inexorable, vigorizada con la sanción legal, es el medio infalible de extirparlos y de hacer que aparezcan y dominen los hábitos y doctrinas que les son contrarios.

   No basta que uno de los partidos se llame defensor de la moral, si abriga en su seno infinidad de hombres que desmienten con sus hechos las doctrinas que predican. Lo indispensable es que los partidos se regeneren, y esta no es obra de ellos sino de la sociedad entera. Es ella la que se divide en hombres malos y hombres buenos; y aunque aquellos siempre se agregarán a los partidos, éstos son los más en una sociedad aún no degradada, y estarán en mayoría.

   El hábito no hace al monje. El partido defensor de una institución que limite algún derecho, que consagre algún abuso, atacará en definitiva la moral, aunque esta palabra esté inscrita en su bandera. El partido que prive de hecho a su adversario de las garantías constitucionales, podrá decirse liberal, mas todo hombre que sepa el significado de esa palabra, lo llamará opresor.

   Entre las causas de la perversión de nuestros partidos deben contarse los fraudes electorales y la aplicación al manejo de los negocios públicos de doctrinas y prácticas que nadie confesaría aplicar a sus asuntos privados. El hecho de adulterar el sufragio popular se ha considerado como un mérito para con los partidos, como prueba de entusiasmo por la causa, o cuando menos, como una viveza y una jugarreta hecha al enemigo. La tolerancia o el disimulo de la sociedad y el aplauso de los respectivos interesados, no sólo han propagado el hábito de cometer fraudes en el sufragio, sino que ese hábito se ha convertido en oficio o profesión. Cada pueblo tiene una media docena de fabricantes de votos falsos o de registros nulos, de manera que los directores de los partidos acuden a ellos como quien va al zapatero por zapatos. La moneda que tales hombres suelen exigir en pago de sus servicios, consiste en obtener la absolución en los procesos criminales que alguna vez se les siguen, o a falta de esto, en adquirir la alcaldía de su pueblo. Hoy la profesión ha hecho progresos en el lucro, y ya asoman en destinos de importancia los falsarios.

   Llamar las cosas por sus nombres y hacer sentir a los que las practican el peso de la execración pública, es, sin disputa, el medio más eficaz para remediar el mal. Los hombres realmente pervertidos difícilmente volverán al buen camino; pero una infinidad de personas, especialmente los jóvenes, a quienes la opinión pública no ha sabido hacer comprender su extravío, volverán sobre sus pasos. El fraude electoral debe atraer a quien lo perpetra el renombre de FALSARIO, y como el crimen de falsedad, debe conducir al presidio: lo que se ha de ver, en vez del entusiasta y el vivo, es el PRESIDIARIO, sea que entre a una tertulia, a un taller, a un juzgado, a una tienda o se arrime a un corrillo. Si uno de esos presidiarios impunes invita a una señorita a danzar, debe ella saber que danzará con un presidiario, y que los circunstantes, entre quienes estarán sus padres y hermanos, la verán danzando con un presidiario.

   Del mismo modo, el hombre que como legislador, administrador o funcionario se conduzca en el manejo de los negocios públicos por doctrinas o principios, que no se atrevería a confesar en sus negocios privados, debe llevar el nombre que merece. Negar las deudas, desconocer los títulos con que éstas se acreditan, alterar las estipulaciones, son hechos que tienen diversos nombres en el lenguaje común, pero que podrían comprenderse todos en el de TRAMPOSO. El legislador a quien la nación encarga de arbitrar los medios de llenar sus compromisos de crédito debe buscar esos medios de la misma manera que los solicita para sus negocios privados, si en ellos se guía por los principios de la moral. Al adoptar medios opuestos a la moral como legislador, preciso es inferir que esos son los que está inclinado a preferir para sus propios negocios, o que mira con desprecio la honra de su comitente. Pudiéramos seguir la nomenclatura de todos los hábitos morales (inmorales) que se han ido introduciendo en nuestras costumbres políticas, que son, por sus efectos, esencialmente malos, y aplicarles los nombres que les corresponden; pero cada cual los conoce y nos extenderíamos demasiado.

   Además de la sanción social se necesita que todas las clases trabajadoras se persuadan de la necesidad de ocurrir a las votaciones públicas, sin desalentarse por los primeros fraudes de que sean víctimas, porque es seguro que esos serán los últimos. Cuando la opinión pública se compacta y obra, su fuerza es irresistible, y, por lo mismo, rara vez tiene que emplear la violencia.

   Las clases parásitas, apoderadas del sufragio, tendrían que ceder el puesto a las trabajadoras, y éstas empezarían la regeneración de los partidos llevando a los puestos públicos hombres honrados ante todo. Con hombres honrados, aunque tengan creencias o profesen doctrinas erróneas en una que otra cuestión, hay esperanza de avenimiento por medio de la discusión. La tolerancia de opiniones podrá ser un hecho, y las discordancias de los partidos se arreglarán por transacción. Los partidos plantearán fielmente sus doctrinas, y las instituciones quedarán de acuerdo con los programas. Verán los pueblos que no toda política es un engaño, y sentirán la necesidad de apoyar a los gobiernos contra las sublevaciones, las cuales morirán en germen; porque la impunidad que establecen la debilidad de la ley y la mala fe de los gobernantes, es lo que les permite adquirir fuerza y extensión.

   Seguiráse necesariamente que no sólo el Gobierno sino los partidos mismos quedarán bien organizados, pues se hallarán a su cabeza los hombres más respetables. La prensa dejará de ser violenta y embustera, o por lo menos tendrá órganos que las clases trabajadoras acatarán, dejando sin suscriptores las publicaciones de los parásitos. Es cosa graciosa que siendo la prensa uno de los medios más poderosos que estos emplean para preparar los transtornos, el gasto lo sufraguen voluntariamente los que han de ser víctimas. En vez de cometer esa tontería, es tiempo de promover la creación de periódicos que sean órgano de los intereses industriales, que a la vez sostengan las doctrinas verdaderamente progresistas, y que apoyen con sus aplausos y con sus oportunas y moderadas censuras al gobierno que se establezca, sin pararse en nombres.

   Sin duda que las instituciones políticas son el complemento necesario de las civiles. Nuestras Constituciones, dando por sentado que se hayan dictado todas con buena fe por los partidos dominantes al tiempo de su expedición, contienen casi todas las conquistas hechas por la causa del derecho, y bastaría que fueran ejecutadas con honradez para que produjesen el bien. Aun la de 1863, que sea por falta de claridad en muchos casos, o porque toda institución nueva, como sucede con la federación, tiene que luchar largo tiempo antes de adaptarse a los hábitos ya creados o de completar la fuerza que aún falta a los que la han producido; aun la Constitución de 1863, decimos, puede servirnos por largos años si, en la práctica, las relaciones de los Estados entre sí y con el Gobierno general se dirigen por la buena fe y el patriotismo. Las leyes pueden corregir muchos de sus defectos, especialmente los que permiten la expropiación de las personas y de los bienes por actos especiales, no aplicables a la vez a todos los Estados y a todas las clases de la sociedad. La expropiación para empresas u obras de utilidad pública, no considerando como empresa u obra útil el levantamiento armado del Gobierno contra los ciudadanos (violación de la Constitución y de las leyes) o el de éstos contra el Gobierno, es la única que se puede aplicar a casos especiales. Al impuesto y al empréstito voluntario corresponde proveer a las demás necesidades.

   Cualquiera época es buena para empezar una obra tal como la regeneración de los partidos; pero la presente es la más oportuna. El 23 de Mayo ha puesto fin a la revolución, no a la que viene desarrollándose desde 1810 en el sentido de la libertad, sino a la de 1860, que ha obtenido su objeto confesado y confesable: la soberanía de los Estados, definida, como se deseaba, en la Constitución. La persona que más obstáculos oponía a la acción expedita de las instituciones, responde hoy de su conducta ante la nación representada por sus jueces. Los partidos andan desorientados y entran en descomposición. Dos hombres de bien son los candidatos entre quienes van a dividirse los votos para Presidente de la República, y cualquiera de esos dos hombres que se sienta apoyado por la parte sana de la sociedad, que es la mayor, y rodeado por los mejores hombres de su partido, contribuirá poderosamente a cimentar la paz. Se puede asegurar que el General Acosta entregará este tesoro a la administración que sucederá a la suya, si todos los que se interesan por el bien permanente de la patria lo apoyan eficazmente, como la única esperanza de salvación que nos queda después de un viaje por mares agitados por la tempestad, y con un piloto que ha sido preciso bajar a la cala del buque para escapar del naufragio.

   Se debe producir la paz para restablecer la seguridad. Bajo su égida desaparecerá la miseria al empuje de las fuerzas unidas y armónicas de la inteligencia, el capital y el trabajo.

   Si el lector lo permite concluiremos a estilo de proclama:

   ¡TRABAJADORES! Defendeos de los parásitos; pesad con vuestra sanción sobre el fraude y los malos hábitos políticos; no alimentéis con vuestras suscripciones el periodismo inmundo; regenerad los partidos con vuestra acción directa; haced que ellos purifiquen sus doctrinas; ocurrid a las urnas del sufragio; asead todas las asambleas, magistraturas y oficinas públicas de toda clase; unios en torno del DERECHO y defendedlo.

   ¡PARASITOS! "Respetad a los trabajadores, no sólo por obligación moral sino por cálculo"; acordaos de la gallina de los huevos de oro.

   ¡COLOMBIANOS! La anarquía nos invade; ella arroja sobre los pueblos las pasiones desencadenadas, más destructoras que las lavas de nuestros volcanes; ¡salvaos!

   ¡CIVI, CIVI, VESTRA RES AGITUR!

   Aquí debiéramos terminar; más, habiendo querido contraernos en lo posible a la suerte de Bogotá, nos falta hablar algo sobre los sentimientos y aspiraciones de muchos individuos de las clases trabajadoras, que se han querido hasta hoy llamar pueblo, y a quienes conviene decir la verdad tal como es, para que vean claro en su situación y no confíen en promesas engañosas, siempre fallidas, sino en la paz fundada en la libertad y el orden, que abre campo al trabajo y asegura sus frutos.

    CONCLUSION

   Al estudiar las manifestaciones y causas de la miseria en Bogotá, no se puede prescindir de prestar seria atención a la parte que en ella corresponde a varias clases de artesanos, sea como primeras víctimas de la pobreza que ha sobrevenido, sea como agentes auxiliares de la inseguridad, que con sus opiniones y sus actos vienen a reforzar.

   En muchos de los obreros de ciertos oficios, principalmente los de sastrería, zapatería y talabartería, predomina una fuerte antipatía contra las clases más acomodadas, a cuyo egoísmo atribuyen la penosa situación en que se encuentran, y un odio reconcentrado contra todo el que se llame gólgota o radical, porque el partido que lleva ese nombre luchó contra la dictadura de Meló en 1854 y se opone a las ideas de protección en favor de los artefactos nacionales. La palabra rico, gólgota y protección, se han convertido en un talismán que en manos de los ambiciosos les permite disponer a su antojo de centenares de hombres valientes y aguerridos, a quienes sacrifican sin piedad y de cuyas esperanzas se burlan apenas han logrado sus fines.

   La cuestión que llamaremos ARTESANOS DE BOGOTA, no se ha tratado jamás con franqueza, porque los hombres de partido han hablado de ellos sólo para satisfacer ambiciones o ejercer venganzas, nunca movidos por el deseo sincero de ilustrarlos sobre sus verdaderos intereses. El lenguaje de la verdad no halaga las pasiones, ni hace concebir esperanzas que no puedan realizarse por medios lícitos y duraderos: en cambio él presienta los hechos tales como son, y si no siempre logra corregir las malas pasiones, quita a los intereses perturbadores de la armonía el disfraz del derecho o del bien público con que a menudo se revisten.

   Para lograr este objeto nos proponemos averiguar el origen de las ideas y de los sentimientos inspirados a los artesanos, el valor que pueda tener la esperanza de una protección especial de la ley, los efectos que estos hechos producen sobre la riqueza de la ciudad y sobre la condición de los obreros en particular, y, finalmente, cuáles son los verdaderos elementos de progreso con que podemos contar. Se comprenderá fácilmente que el espacio de que disponemos en el periódico que da a nuestras ideas una generosa hospitalidad no permite que entremos en largos desarrollos.

   Nuestros partidos han sido siempre implacables y engreídos cuando triunfan, y la vara con que miden es la misma con que son medidos. Las reacciones son por eso violentas, y se suceden sin intermisión porque se engendran recíprocamente, sin dejar nunca a las minorías la representación e influencia legítimas que dan satisfacción a los intereses de que son órgano. La paz es imposible sin la tolerancia.

   La reacción conservadora en 1841 quiso desembarazar la autoridad de fórmulas que creía inútiles o que servían de parapeto a las facciones, y fundar en la moral el prestigio de que deseaba rodearla. La ley de 28 de abril de 1842 fue una verdadera traición a la República, porque so pretexto de traer misioneros para reducir las tribus salvajes, se propuso entregar la instrucción de la juventud y el hogar de las familias a la influencia del jesuitismo. Pronto quedó éste instalado, y con raras excepciones, cada familia tuvo su director espiritual erigido en árbitro del hogar por la delación de los sentimientos íntimos, la desconfianza y la disolución de los afectos; las mujeres entraron a formar sociedades y los hombres congregaciones.

   El partido liberal comprendió el peligro y se apercibió al combate. Este ha durado veinte años, y las ruinas del 9 de septiembre de 1861 son trofeos que con igual derecho pueden disputarse uno y otro adversario.

   En una lucha con el jesuitismo se corre el peligro de que las armas no sean todas leales, y por aquel tiempo las doctrinas de los nuevos socialistas franceses vertían su veneno en libros de toda clase, desde el romance hasta la historia. EL JUDIO ERRANTE de Sue, que asestaba contra el jesuitismo el entusiasmo y el odio que inspiraban los héroes del romance, circuló con profusión y dejó inoculado en los espíritus el virus del socialismo, especialmente en la juventud, siempre más entusiasta que reflexiva.

   La necesidad más premiosa fue arrancar las masas populares a los garfios de ese terrible bonete que invade y domina las casas y los pueblos desde el clavo donde una vez llega a colgarse. Demasiadas armas daba a la propaganda liberal el arsenal de la colonia, para que fuera necesario ocurrir a las prohibidas del sofisma. La esclavitud, la intolerancia religiosa, las trabas a la libertad de la prensa y a la del trabajo, la centralización administrativa, el reclutamiento y cien abusos más, que aun subsistían, bastaban para mostrar a los pueblos en dónde estaban sus verdaderos amigos y cuáles eran sus verdaderos enemigos. Mas por desgracia los programas, las profesiones de fe en que se anunciaba la buena nueva estaban plagados de doctrinas disociadoras, que los especuladores políticos se proponían aprovechar para el logro de sus aspiraciones.

   A las congregaciones jesuíticas se opusieron las sociedades democráticas, y las ideas y los sentimientos de las clases trabajadoras, que hasta entonces no habían dado abrigo al odio ni a la envidia contra el rico, ni a la esperanza de medrar al amparo de otra protección que la de su trabajo, fueron nutridos con las doctrinas que no dan al derecho otra fuente que la fuerza como atributo de las mayorías. La igualdad, según ellas, no consiste en el reconocimiento y la defensa de todos los derechos, sin distinción de clases ni de personas, sino en suprimir las superioridades que nacen del trabajo, de la economía, del buen cálculo, de la inteligencia y de las demás fuerzas naturales que tienden a elevar las condiciones. La igualdad de derechos ha de ser la igualdad de goces; en el banquete de la civilización nadie tiene derecho a lo supérfluo mientras alguno carezca de lo necesario: tal es el resumen del evangelio socialista, no obstante que nadie como sus apóstoles busque con tanto ahinco las fruiciones del lujo, sin cuidarse de averiguar lo que les pasa a los catecúmenos.

   El Partido Liberal triunfó en 1849. Lo bueno que contenía su programa pudo plantearse, como era natural; pero las doctrinas socialistas y las promesas hechas a las democráticas no podían cumplirse. Las disensiones estallaron; los jóvenes alucinados comprendieron que su generosidad y su entusiasmo habían estado en parte al servicio de errores y quimeras; los conatos para obtener una ley agraria sólo atrajeron confusión; la protección no aparecía; los artesanos se creyeron chasqueados, y los ambiciosos comprendieron el partido que podían sacar de su despecho. La guerra de 1854 fue el resultado de la parte podrida de tantos programas en que la verdad se había querido amalgamar con la perversión de las ideas.

   El triunfo fue entonces para la legalidad. Bello habría sido el sol del 4 de Diciembre, si él hubiese alumbrado los corazones como hacía brillar las bayonetas de los vencedores. Tanta fuerza moral y física reunidas en un solo día no pudieron inspirar la magnanimidad, y centenas de obreros fueron trasladados del suave clima de nuestra ciudad a las mortíferas riberas del Chagres, dejando sus familias en la orfandad y el desamparo. Los partidos triunfantes se disputaron los prisioneros, y aquel que los pedía para perdonarlos y que a poco fundó un periódico en que defendía su causa con fervor, quedó a los ojos de los artesanos como el único responsable de sus desgracias. ¡Cruel ironía de la fortuna! Los gólgotas son todavía la bestia negra de aquellas víctimas de la persecución; y quien quiso apropiarse el triunfo del 4 de Diciembre ha venido a ser su ídolo...

   Veinte años van transcurridos desde que se anunció la buena-nueva. Los partidos han triunfado y sucumbido a su turno. Los artesanos han derramado su sangre en todos los combates y nadie les ha decretado honores, ni grados, ni pensiones, ni ha elevado la tarifa, y ellos, sin embargo, persisten en sus antipatías contra los ricos, en su odio contra los gólgotas y en su adhesión a todo el que quiera especular con su credulidad, ofreciéndoles la protección. ¿No será tiempo de que abran los ojos? ¿Irán a considerar como enemigo a quien les demuestre que andan en pos de una quimera o de una injusticia?

   En el curso de estos estudios se ha visto que Bogotá ha ido perdiendo muchas de las ventajas que derivaba de la centralización y el atraso de la colonia, entre otras la clientela de un extenso radio de consumidores para sus artefactos. No sólo se han aclimatado las artes manuales en un gran número de poblaciones, sino que el comercio se ha encargado de suplir, con los productos de fabricación extranjera, la necesidad que de ellos se siente en las localidades en que el trabajo se emplea, casi exclusivamente, en la producción de artículos exportables. Aún en Bogotá los artefactos extranjeros, a pesar de los crecidos gastos de transporte y de los derechos que perciben las aduanas, hacen competencia a los productos de nuestros talleres. En tal situación la idea de elevar la tarifa es el medio que se ocurre a los empíricos para promover el desarrollo de las artes o para defender el trabajo nacional contra el extranjero, y los que tales ideas defienden pretenden llamarse liberales a la faz del mundo ilustrado, cada día más sometido al influjo irresistible de la doctrina del libre cambio. Da vergüenza emprender a estas horas la demostración de una vejez tal como la de que la protección es una quimera o una injusticia, cuando en ninguna otra parte se le consagran, lo mismo que a su padre el socialismo, más honores que la oración fúnebre y el epitafio.

   La tarifa actual exige treinta y cuatro y medio centavos por cada kilogramo bruto de una caja de calzado o de galápagos, y sólo tres y medio centavos por pieles curtidas. El derecho medio de una caja de esos artefactos es veintidós pesos, y el de una de materias primeras dos pesos, de modo que hay veinte pesos para proteger el trabajo nacional si éste quiere ponerse en capacidad de luchar con el extranjero. Aún podrían darse libres sin inconveniente las materias primeras, toda vez que el derecho que las grava es tan insignificante. ¿Qué más podría apetecerse de un régimen liberal?

   Para plantear las ideas del Mensaje y del Informe de Hacienda del 1° de Febrero de este año, que, sea dicho en confianza, no hablaron seriamente sino que tan sólo buscaron reclutas para la barra del Congreso, sería preciso volver al sistema llamado de arancel, que grava las mercancías por su valor aproximado y consulta en apariencia la justicia, pero que en realidad fomenta el fraude, que hace nugatorio el exceso del gravamen. El sistema actual, aunque ciego por su naturaleza y merecedor de su nombre (peso bruto) tiene que durar hasta que el comercio acabe de moralizarse y la paz se consolide en los Estados de la Costa, en donde la acción del Gobierno general debe hacerse sentir eficazmente, no por medio de fuerzas enviadas a derribar los gobiernos, sino por la represión vigorosa de los apetitos que abren las cajas de las aduanas y el contrabando. La nación ha ganado más de quinientos mil pesos anuales con el orden que ha llegado a introducirse en el sistema aduanero, y cambiar éste sería exponerse a perder ese aumento de rentas sólo por complacer a algunas centenas de obreros de la capital. Mejor sería asignar a cada uno de ellos una pensión de mil pesos al año, porque así se les otorgaría la protección sin los peores inconvenientes que ella trae para la industria. Nos parece que esto es claro.

   Al adoptarse en principio la protección, el gravamen sería incalculable, pues si los zapateros y los talabarteros la llegasen a obtener, también la pedirían los curtidores contra las pieles curtidas, y los tejedores de lienzos, mantas, frisa, ruanas y sombreros contra todos los productos análogos de fabricación extranjera. Muy patriótico sería quizás eso según las ideas de los proteccionistas, pero se convendrá también en que sería muy feo. Una Casaca de manta... un manto chileno de frisa... Los sastres y las modistas serían los primeros en protestar. ¿Y qué dirían los albañiles y los carpinteros, a quienes no perjudican las casas ni los portones extranjeros, y que, sin embargo, quedarían obligados a privarse de una camisa de calicó y a no ver sobre el pecho de la esposa o de la hija un lindo pañuelo de seda o de algodón?

   Convengamos en que si debe haber libertad de producir, también debe haberla para consumir. La ley no está llamada a intervenir en la producción ni en los cambios, sino para el único efecto de asegurar al productor el fruto de su trabajo, y para hacer que la transmisión de la riqueza se verifique de unas manos a otras por medio de los contratos y las sucesiones.

   Las verdaderas causas generales del atraso de las artes y de la pobreza de los artesanos son las que hemos asignado a la pobreza de toda la Nación y en particular de Bogotá. Búsquese la seguridad para encontrar la paz y con ella la riqueza. Cuando la industria vuelva a ser lo que fue en 1856, habrá muchas gentes a quienes vestir y calzar, y si, a pesar de esto, los artefactos extranjeros no permitieren la admisión indefinida de aprendices, a éstos, a los obreros y aun a los maestros les sobrarán carreras, porque en un país nuevo, que del atraso marcha con paso firme al progreso, el trabajo que más se estimula y que más pronto enriquece es el manual, siempre que vaya acompañado de la frugalidad, la economía, el ahorro y todos los hábitos que favorecen la creación de capitales y la de hogares en donde vínculos legítimos unen a los esposos y a los hijos. A estos resultados no conducen jamás la informalidad para el trabajo, la insubordinación, las pendencias, la asistencia a los garitos y a las tabernas, las pasiones sensuales, las disputas sobre política, la credulidad para con los intrigantes, los tumultos en las asambleas, ni los viajes a Guasca o a otros puntos de reunión de guerrilleros.

   Un taller florece cuando el jefe no se ha atraído la desconfianza o la antipatía de los clientes por su conducta turbulenta, cuando se consagra con ahínco al trabajo, a perfeccionar su obra para que el botín no críe callos, ni la silla mate, ni el vestido tenga arrugas; cuando emplea sus ahorros en mejorar sus útiles, en adquirir nuevos materiales y en escogerlos de buena calidad; cuando su conducta inspira confianza y le facilita crédito para proveerse de materias primeras a buenos precios, o de medios para pagar a los obreros mientras la obra se realiza; cuando, en fin, todos, maestros y obreros, viven persuadidos de que la paz es la primera necesidad del pobre como del rico, y que entre unos y otros debe reinar la armonía, que sólo pueden turbar los parásitos.

   Cuando el rico se siente amenazado por el odio o la envidia del pobre, restringe sus consumos y oculta o exporta sus capitales. Ambos hechos son fatales para la industria, y en especial para el pobre. Los consumos del rico son los que alimentan la industria del pobre, porque es él quien gasta más calzado, vestidos y monturas, de tal manera que si el miedo inspirase el deseo de emigrar, las casas se cerrarían al mismo tiempo que los talleres. Los capitales tampoco pueden producir sin que el trabajo los fecunde. Sin ellos no podrían venir a Bogotá las pieles de becerro y de marrano, las cabritillas, los paños, el resorte, etc. etc., ni tendrían empleo sin los obreros que convierten esos artículos en artefactos.

   Hay causas especiales que influyen en la decadencia de ciertas artes en Bogotá. Ellas son las que deben estudiarse para encontrar el remedio, y si éste no puede ser eficaz, para advertir a los trabajadores que es tiempo de suspender la admisión de nuevos aprendices, porque la adopción de un oficio que no puede sostenerse naturalmente, priva a los jóvenes de carreras verdaderamente lucrativas y hace a los obreros antiguos un grave daño con su concurrencia.

   Se ha visto que la ley favorece los artefactos nacionales con un derecho de veinte pesos por cada caja, y, a pesar de esto, los obreros se quejan de la baratura de esos artefactos. Diversas causas concurren a este resultado. Las obras que se llaman de confección se ejecutan en Europa por grandes talleres, que emplean toda clase de máquinas, compran fuertes cantidades de materias primeras y hacen infinidad de economías por la extensión de los negocios y la variedad del surtido, de manera que hay en todas las operaciones y gastos la mayor economía posible. En Bogotá se trabaja en pequeños talleres y con materiales casi todos extranjeros. Esos materiales son de calidad inferior y la obra no puede resultar durable; se compran en pequeñas cantidades y a precios altos, porque ningún taller puede importarlos por su cuenta; no se emplean máquinas a pesar de la baratura relativa a que han llegado las que sirven para coser telas y pieles. Agrégase a esto que la obra se ejecuta con poca puntualidad y no muy perfecta por lo general.

   Para que la talabartería y la zapatería puedan quedar al abrigo de la concurrencia extranjera, sería preciso que se establecieran tenerías bien montadas, cuyos productos mejorasen notablemente respecto de los que se obtienen en la actualidad. Para adquirir una copiosa provisión de pieles de marrano, habría que abandonar la costumbre de desperdiciarlas en trozos que se venden junto con la grasa y abolir el popular chicharrón. Las pieles de becerro son muy escasas en un país donde los hatos no son abundantes y no se podan, permítasenos la expresión, con la venta y consumo de crías pequeñas. Los pastos de los prados son incomparablemente superiores al consumo que hacen los ganados, y de aquí que los criadores no se vean apremiados por falta de espacio y dejen crecer los terneros.

   Muchos de estos inconvenientes allanaría la paz, y sobre todo el restablecimiento de la confianza entre obreros y capitalistas, pues a pesar de todo, algunos grandes talleres, provistos de capital suficiente para importar las materias primeras y para ayudarse con máquinas y buenos útiles, podrían prosperar. El jornal tiene que ser más barato en Bogotá que en cualquiera ciudad europea, pues el obrero no sufre aquí las necesidades y los gastos que imponen los cambios de estaciones, cuenta durante todo el año con doce horas de luz gratuita el clima le permite todos los días la misma actitud para el trabajo, y las distancias entre las habitaciones y los talleres son insignificantes.

   Si a estas consideraciones se agregan otras de más extenso y permanente origen, fácil será comprender que el porvenir de Bogotá ha de ser esencialmente fabril, y que acaso no terminará el presente siglo sin que una activa producción suceda al actual marasmo. Un gran centro de población que no sabe cómo emplear sus brazos, y una acumulación de capitales relativamente considerables y sin colocación determinada, son elementos que naturalmente convidan a la industria fabril, y que, ayudados por el natural ingenio que se nos reconoce, y por las ventajas climatéricas a que arriba hemos aludido, adquirirían una poderosa fecundidad. Agrégase a esto que las materias primeras están a la mano por efecto de la diversidad de climas que establecen la latitud y la elevación de las montañas y de la riqueza mineral del suelo, especialmente el hierro y el carbón de piedra, que son a la industria lo que la carne y el pan a la alimentación.

   Con frecuencia nos sucede permitir a nuestra fantasía que vaya a viajar por estas comarcas en el siglo XX, cuando todas ellas estén consagradas por la mano y el genio del hombre a fecundar la industria, esa varilla mágica dada, en vez de cetro, al virrey de la creación. Evocamos entonces la imagen de Caldas, la más simpática para nuestra alma de todas cuantas han alumbrado con los rayos de la ciencia las bellezas físicas de una patria que amó más que la vida, para que nos guíe en la contemplación de los cuadros que se ofrecen a nuestras miradas. Mas ¿qué utilidad podrían sacar nuestros lectores de los ensueños de un visionario platónico? Volvamos, pues, al año de gracia de 1867...

   Si aquí se quisiera proceder con método en industria, lo primero debiera ser producir fierro barato y bueno, y dar a la enseñanza y a los viajes, por objeto principal, la adquisición de conocimientos teóricos y prácticos en ciencias naturales, mecánica, artes e industria agrícola y fabril. Los jóvenes que pueden educarse en el extranjero, harían mucho por ellos mismos, sus familias y la patria, fijándose en los Estados Unidos como la mejor escuela para adquirir profesiones de seguro provecho. Allí podrían permanecer en las granjas y en las fábricas hasta adquirir no solamente los conocimientos técnicos y los métodos y procedimientos del cultivo y la fabricación, sino esos hábitos americanos, y ese genio para los negocios, que les dan en todo tiempo y en todo lugar la posesión de sí mismos, e inspira ese go-ahead! con el cual se allanan las montañas, se salvan los abismos y se opera ese progreso que asombra e intimida al viejo mundo.

   Con fierro barato y algunos hombres que tengan los medios de montar talleres y fábricas y los conocimientos necesarios para dirigir a los obreros, y aun para enseñarlos en caso necesario, Bogotá sería dentro de pocos años el teatro de una actividad fabril poderosa. Los alambres, clavazón, azadones, hachas, machetes, arados, bisagras, tornillos, cerraduras, frenos, garlanchas, hoces, espuelas, argollas y muchos otros artefactos de producción bogotana, estarían defendidos por el 300 por 100 a que ascienden los gastos causados por estos artículos cuando se traen de Europa. Luego vendrían las máquinas rudimentarias, como las de trillar, desgranar y aventar, que irían a desarrollar las fuerzas productivas del suelo y los tesoros de la minería, los útiles y objetos de mayor finura, y, al fin, las máquinas de vapor. Él cobre, el plomo y las aleaciones de éstos con otros metales, darían nacimiento a nuevas industrias, y quien sabe si la cercanía de las materias textiles, ayudada por la apertura y mejora de los caminos, no nos permitirían llegar por el de la libertad al punto de que sin duda alguna nos alejaría la protección.

   Calcúlense las proporciones a que puede llegar la producción del fierro con sólo parar la atención en dos artículos: el tubo y el riel. La municipalidad de Bogotá no permite el tránsito de carros por las calles de la ciudad, temerosa de que se rompan los atanores de barro cocido de las cañerías, de modo que ella es quizá la única en el mundo que con una población de 60.000 habitantes no ve ni oye jamás la rueda, trono de la industria. Las ciudades modernas tienen bajo del suelo una red inmensa de tubos para conducir el agua y el gas a todos los sitios públicos y a todas las habitaciones: son como una floresta, que ostenta sobre la superficie las ramas y las hojas de los árboles, cuyos troncos sostienen millones de venas subterráneas por donde circulan, como la savia, el agua y la luz. El riel y el hilo del telégrafo arrebatan al tiempo sus alas y las fijan en la tierra para acrecentar la vida con la celeridad del movimiento, y cuando ellos empiecen a extenderse por nuestras llanuras y a penetrar por las arrugas de las cordilleras, mil hornos encendidos día y noche darán testimonio, como en las cercanías de Birmingham, de Lieja y de Glasgow, de que la industria del hierro no puede jamás descansar.

   Concluímos recordando a los artesanos un antiguo adagio español que dice: "padre pulpero, hijo caballero y nieto pordiosero", para significar que esa clase llamada en Francia burguesa, que entre nosotros se traduce por clase media, aquella que goza de las comodidades de la vida sin el fastidio del ocio, no tiene otras barreras que la protejan contra la invasión de la pobreza, sino la previsión, la economía, el ahorro y la frugalidad, que, unidos al trabajo, dan el capital. Buscad, les diremos, esa clase privilegiada en que creéis que están los ricos, y hallaréis que el caballero, el sabio, el capitalista, han nacido todos del humilde pulpero, del trabajador honrado que acumuló para sus hijos. Ahora buscad entre los pordioseros, ved esos niños que venden cajetillas de fósforos por las calles, y hallaréis muchos retoños de las familias que en un tiempo se llamaron nobles y grandes, a las que el juego y la holgazanería condujeron a ruina. Creednos: la paz pública, la armonía entre las clases trabajadoras, y los buenos hábitos morales e industriales, son los únicos correctivos de la pobreza y las verdaderas fuentes del progreso y de la libertad.


LA PROTECCION
(1880)


I

   El señor Presidente de la Unión, en su discurso del 8 del presente, llama la atención del Congreso hacia la decadencia del trabajo nacional como causa de la deficiencia que se observa en nuestras exportaciones comparadas con las importaciones. Para remediar tan grave situación indica un plan de medidas destinadas a promover el desenvolvimiento de la producción doméstica, plan que deberá comprender la adopción de un sistema de enseñanza; del fomento de las artes por medio de una reforma en la tarifa aduanera; la construcción de un Ferrocarril en los Estados del centro, y la terminación de los ya empezados; la mejora de los puertos del Atlántico y la creación de un Banco Nacional.

   Hemos combatido resueltamente la idea del Banco y apoyado con entusiasmo la del Ferrocarril central, pues deseamos con toda sinceridad que la Administración del señor Núñez coopere al bien del país por medios eficaces para lograr el objeto, sin emplear los que sólo servirían para entorpecer o desacreditar su acción. Si nuestra voz llegare a hacerse oír en medio de los tumultuosos aplausos y de las apasionadas censuras de que son objeto nuestros gobernantes, esa voz, así lo esperamos, tendrá el acento de la imparcialidad y el desinterés: si ella también llevare a los debates un contingente de verdad y de luz, nuestra aspiración quedará satisfecha.

   Algunas palabras sobre las mejoras materiales y sobre el problema de la paz, nos permitirán pasar al estudio de la protección aduanera como medio de fecundar la producción doméstica.

   Las ideas que emitimos en el número 159 de La Reforma no son favorables a los ferrocarriles emprendidos en territorios desiertos. Con todo, estamos de acuerdo con el señor Núñez en que se debe proseguir la construcción de los del Cauca y Antioquia, pues respecto de ambos median compromisos solemnes del Gobierno de la Unión, que deben cumplirse. Además, el ferrocarril de Antioquia cuenta como base principal el auxilio del Gobierno local, y ese Gobierno, tan luego como deje de ser el juguete de los elementos extraños que ha legado la conquista de 1877, contará con recursos cuantiosos, que la energía y espíritu de empresa del pueblo antioqueño harán que sean capaces de coronar la obra. Importa, por otra parte, abrirle una brecha a esa fortaleza de montañas que mantiene aislado al pueblo de Antioquia y que imprime a su carácter cierto sello de egoísmo que no lo hace simpático. Mientras que el habitante de cualquiera de los otros Estados a quien se le pregunte en país extranjero cuál es su nacionalidad, se llama colombiano, el antioqueño contesta que es antioqueño. Por aquella brecha entrarán a Antioquia los productos y los habitantes del Tolima, la Costa, Cundinamarca, Boyacá y Santander, no sólo a extender y activar los cambios, sino a fortalecer el vínculo fraternal de la nacionalidad, vínculo que hasta hoy no ha hecho simpático la hostilidad entre Antioquia y el Cauca, cuyas relaciones en lo colectivo casi no han sido sino de guerra con recíprocas invasiones.

   El ferrocarril del Cauca es necesario para que ese pueblo se detenga en su marcha hacia la barbarie y consagre su incuestionable energía a las fecundas labores de la civilización. La guerra ha fundado allí el máximum posible de inseguridad, y empieza a producir el máximum de miseria. Los capitales y los industriales han emigrado en masa, dejando en ese fértil territorio el vacío para el trabajo fecundo. A las causas que en el resto de la República producen esta anarquía que nos devora, se agregan en el Cauca odios de raza que dan a la lucha el carácter de social, mucho más que de política. El mal crece hasta el punto de que, como lo dice el Secretario de Hacienda en su Informe del presente año, al comercio del Cauca se le está cerrando el crédito en el exterior, como lo tiene casi cerrado en Bogotá. Pierde, pues, ese desgraciado pueblo sus propios capitales, que emigran o que la guerra destruye, y se ve privado de los que podría procurarle el crédito. Los que lo adulan, para sacar provecho de su credulidad y de los sanguinarios instintos que le ha dado la anarquía, lo llaman heróico, y altivo y generoso, cuando, para decirle la verdad, sería preciso llamarlo bárbaro. Y esto no para insultarlo, sino para dejarle ver el abismo a cuyo borde se encuentra; para que deje regresar a sus hogares a innumerables hermanos, hoy en el destierro y la desgracia; para que se restituya a sus dueños la propiedad de que han sido despojados; para que existan la libertad y la tolerancia de cultos; para que se calmen las pasiones ardientes por las cuales se convierte en volcán el más bello territorio del globo; y para que las sociedades democráticas dejen de sustituir su acción irresponsable y exaltada, a la de la autoridad constituída por el voto de todos y para el bien de todos. Verdades amargas son éstas que dicta un amor fraternal bien entendido, a hermanos extraviados, de cuyo viril carácter debe esperarse que las acojan con resignada aquiescencia.

   El Cauca debe abrir sus puertas a la inmigración para que en las venas de sus moradores se inyecte sangre no inficionada por la fiebre, y para que entren capitales a recoger de su suelo feraz los abundantes frutos que promete el trabajo. Esas puertas deben dar salida al fruto de ese trabajo, empezando por suministrar parte de la subsistencia que demandarán 20.000 obreros que acaso no tarden en empezar a excavar el Canal de Panamá, por el cual pasarán después al Atlántico los sobrantes de una producción que no alcancen a absorber los pueblos del Pacífico.

   Dos millones cuesta ya a la República la simple tentativa de construir un camino de ruedas de Cali a la Buenaventura, caudal sacado del bolsillo de los consumidores de sal en Cundinamarca y Boyacá principalmente; y a pesar de esto no se ha oído una sola queja por tal motivo. Nuevos sacrificios, que para el ferrocarril se imponga la Nación, no serán para nosotros materia de cálculos egoístas sobre lo que tal clase de empresas rindan o dejen de rendir por lo despoblado del terreno. No: se trata de intereses más grandes, se trata de la barbarie o de la civilización de todo un pueblo, de uno de los más grandes Estados de Colombia, y ante semejantes intereses no se puede vacilar.

   La mejora de los puertos del Atlántico es también otra indicación acertada del señor Núñez, pues es el complemento de la obra de su predecesor con el establecimiento de la navegación en el alto Magdalena, y de la idea presentada por un modesto ciudadano, el señor Segundo Gutiérrez, para no continuar con el abandono de su cauce, que amenazaba quedar del todo inútil para la navegación.

   La bahía de Cartagena ha dejado de ser frecuentada por los grandes vapores, que son los que emplea el tráfico exterior de Colombia, y la de Sabanilla no le ofrece fondeadero sino a gran distancia del pequeño muelle de la estación Salgar. Esos vapores tienen itinerarios fijos, que les hacen sumamente gravosas las operaciones de carga y descarga, por la pérdida de tiempo, y esas operaciones son además costosas en sí mismas y peligrosas, pues se hacen con embarcaciones pequeñas. Los puertos de Santa Marta y Riohacha no exigen por ahora obras para mejorarlos. Al primero lo que le falta es alimento, tráfico. El de los Estados del interior abandonó aquel puerto desde que se concluyó el ferrocarril de Bolívar, que suprime la navegación entre Santa Marta y el Magdalena por las ciénagas o por la boca del río. En Riohacha también hace más falta lo que se ha de cargar y descargar que los medios de hacerlo más fácilmente. La decadencia de su comercio con la Goajira es un hecho de alta gravedad comercial y política. Desde este último aspecto deben los gobiernos de la Unión y del Estado del Magdalena prestar muy seria atención al asunto, pues si fuere cierto que los Goajiros se inclinan más hoy a traficar con Maracaibo que con Riohacha, ese cambio no está exento de peligros para esa parte de nuestra frontera. En otro tiempo, no remoto, aquel territorio podía considerarse como una importante base de defensa, y no vemos que haya dificultad en que así continúe sucediendo si se adoptan medios adecuados al objeto.

   La decadencia del puerto de Santa Marta no puede ser sino transitorio. El fondeadero es bueno y la rada segura durante casi todo el año, pudiéndose hacer la carga y descarga desde el muelle. La vida comercial del puerto procedía casi enteramente del tráfico de los Estados del interior, pero el porvenir le reserva otra enteramente propia y de incalculable vigor. No hay en el globo ninguna región que, a las orillas del mar y en el centro casi de la zona tórrida, tenga un grupo aislado de montañas como el de la Sierra Nevada, que brinde en su base los frutos de las tierras ardientes y en sus faldas los de las zonas templadas. Imposible es formarse idea de la futura belleza de aquel inmenso obelisco natural, en que la industria esculpirá su propia historia con todas las producciones del genio del hombre. Por hoy su buril es el rémington, y sus cosechas, hecatombes de hermanos ofrendadas a la diosa Anarquía. Ya es tiempo de que la industria samaria, con D. Manuel Julián de Mier de portabandera del progreso, siga levantando ingenios movidos por el vapor, como el de Papares, y tenga preparados los fértiles terrenos de la Ciénaga para hacer frente a la demanda que hagan de sus frutos los excavadores del Canal de Panamá. Poco a poco acudirán brazos y capitales que irán escalando el obelisco, hasta que llegue a ser éste el más bello y noble ornamento del planeta. Entre tanto, lo que el Gobierno de la Unión puede hacer es continuar con la subvención que da al Estado del Magdalena, como base para mantener su gobierno. Si los hombres políticos de aquella región se obstinaren por más tiempo en desterrar de allí la seguridad y el orden, sobre ellos pesará el resultado fatal, irremediable, de que ese Estado desaparezca como entidad autonómica y descienda a la categoría de territorio o a la de provincia del vecino Estado de Bolívar. Verdades amargas, repetimos, son las que nos vemos obligados a decir a nuestros compatriotas. La independencia de nuestra posición nos permite pensar y hablar a manera de un corresponsal del Times, con la diferencia de que la crítica empieza por afligir nuestro propio corazón.

   Aquí termina la revista de las mejoras materiales indicadas por el señor Núñez. No será su Administración la llamada a verlas todas realizadas, ni el país debe esperarlo, pues, aparte de ser tan corto el período, los obstáculos creados por la anarquía, y los que todavía pueden surgir de ella, requieren que la atención se consagre con patriótica intensidad al problema de la paz, y pueden hacer desviar hacia la guerra los deficientes recursos disponibles para tales mejoras. Si la paz se establece, se podrá ver inmediatamente que el trabajo nacional no ha decaído, y que la protección que le hace falta es la que asegura la libertad, síntesis del goce de todos los derechos. El desequilibrio entre las exportaciones y las importaciones viene de que una parte considerable del trabajo nacional se consagra al cultivo de la guerra, y a impedir que el resto se dedique al cultivo del tabaco y del café, o a la extracción de quina, tagua y caucho. Ahora bien, la guerra destruye capital y vidas, emplea brazos, crea el despojo y la inseguridad, de modo que con la exportación de cadáveres, reclutas y rapiña no se podrían cubrir las importaciones por el ningún valor de esas mercancías en los mercados extranjeros.

   El Secretario de Hacienda de la Administración Mallarino es el mejor calificado para inspirarse en una política de tolerancia y de concordia, que sea el punto de partida de una época de paz, a cuyo amparo la Res-pública signifique la cosa de todos, la patria común, que exige el sacrificio de nuestros odios y venganzas. Sin la paz no podrá haber mejoras materiales, ni enseñanza pública, ni cosa alguna de las que nos prometen los bellos discursos pronunciados por los señores Payán y Núñez el 8 del presente. La paz no será obra de los buenos deseos y propósitos del Presidente, si los partidos políticos, que son las únicas fuerzas sociales organizadas, no le ayudan con una conducta moderada, que respete y haga respetables las instituciones y los gobiernos establecidos.

   Al partido independiente le toca obrar de modo que los Gobiernos nacional y de los Estados no sean los que elijan el sucesor del señor Núñez, a fin de que vuelvan a ser los ciudadanos los electores. En la capital de la Unión hay actualmente tendencia a fundar la oclocracia con irrespetos y coacción al Congreso. Esa tendencia es necesario combatirla a todo trance, porque ella nos conduciría a la disolución. En vez de halagar intereses lugareños de clases sociales con promesas de especial protección, que en la práctica ha de resultar ineficaz, como esperamos demostrarlo, lo que conviene es rodear de respeto a los altos poderes federales, y dejarlos obrar con libertad para que cada uno llene sus funciones en beneficio de toda la Nación. Al señor Núñez no se le habría obligado a borrar con una frase de su discurso muchas y muy bellas páginas, que su luminosa inteligencia consagró en otras épocas a la causa de la verdad, si erradamente no se hubiera creído necesario allegar fuerzas tumultuosas, de cuya acción el país acaba de presenciar ejemplos de luto y de ignominia. Para quien estudie a fondo la situación del país, es evidente que el vínculo federal no es otro, actualmente, que la cólera de los partidos y el presupuesto. Si la cohesión de ellos, impuesta por el peligro, llegase a relajarse, se vería con claridad que la nacionalidad está casi disuelta, puesto que los intereses comunes, que el gobierno general debe atender, no son el objeto real de las leyes ni de los actos de verdadero gobierno. La Corte Suprema es la única entidad que hoy queda en pie ante el respeto del público y de los partidos.

   El hecho de que la conquista de los gobiernos seccionales sea el objetivo de los partidos en las luchas que, en gracia de discusión, llamaremos electorales, es la prueba palpable de que con tales gobiernos se tiene supeditado al pueblo elector, pues es claro que de otro modo los esfuerzos serían dirigidos a obtener su sufragio. Los gobiernos seccionales, en sus mayorías, si no en la totalidad, están organizados bajo el más rígido centralismo, para hacer de ellos máquinas de elegir presidentes, gobernadores, congresos y legislaturas. En el Estado de Cundinamarca no hay vida ni libertad municipal, y si hay ramos de la administración general del Estado que parecen descentralizados, como los de la hacienda y los caminos, es porque la oligarquía de los rábulas se ha reservado la administración directa desde los bancos de la Asamblea legislativa, de donde no se la ha podido desalojar, dejando al Gobernador destituído de toda acción eficaz, porque se ha visto que el pueblo a veces se ha ensañado contra esta sombra del poder que lo explota. El partido independiente, el más débil de los tres que nos dividen, está en el poder en todos los gobiernos, menos el del Tolima. El puede tomar fuerza preponderante únicamente en la justicia y la honradez con que proceda, y la Regeneración será una labor fácil por ese camino: por el camino contrario está la catástrofe.

   El partido radical, que sin duda es la más fuerte sección del liberal, se ha gastado con el largo ejercicio del poder. El carga hoy con la responsabilidad que corresponde a ambas secciones por los actos ejecutados desde 1860, y se resigna a entrar en un período de recogimiento, a semejanza de las naciones vencidas en lucha mortal. La palabra más visible en su bandera es Paz, palabra que pueden haber escrito el patriotismo y el talento, o solamente uno de los dos; pero que, de todos modos, ha de pasar por la prueba del tiempo. Ese partido tiene que empezar por llamar a formación y revisar su programa, como sabiamente lo ha hecho el conservador. Las filas, rebosantes en el tiempo de la prosperidad, dejarán ver muchos claros, y la bandera no pocos rotos y jirones. Lo primero que se debe hacer es depurar las doctrinas y formar la resolución de ser fiel a ellas. Si la paz es la primera, que se obre en todo y por todo con esa tendencia para que la fe entre en todos los espíritus, y para que acudan a las filas nuevos reclutas. Esto último es de necesidad; pero requiere que los demás principios del credo se formulen de manera que sirvan a los objetos prácticos de un partido político, no de una secta filosófica. Las tendencias de las sectas, su campo de acción, buscan el dominio en los espíritus y el simple triunfo de la verdad: los partidos van en pos de intereses de actualidad, y su medio principal es la acción inmediata. Para que el partido radical pueda llenar sus filas y obrar con honradez, practicando sus doctrinas, debe hacer campo a los hombres de toda escuela filosófica, a los creyentes de toda religión, contrayendo sus miras a objetos que se puedan consignar en leyes justas y ser realizados por ellas. Que vuelva la vista a los pueblos anglosajones, en los cuales el partido liberal admite en su seno católicos y protestantes, libres pensadores, espiritualistas, positivistas, eclécticos, etc. etc., con tal que estén de acuerdo en que el pueblo debe gozar de todos los derechos ya adquiridos; en arrancar al gobierno los que aún no haya reconocido, y en extender el goce de toda conquista a las clases sociales que aún no lo disfrutan. En la defensa del Estado contra la teocracia entra por mucho el temor a peligros imaginarios. En todo caso esa defensa debe ser prudente y justa.

   En materia de cultos lo que el liberal tiene que hacer es trabajar por que se respete en todos el derecho de tributar homenaje a Dios, de acuerdo con sus creencias. Atacar éstas, cuando se juzguen erróneas, es tarea del filósofo, tarea que a ningún partido político conviene, y menos que a todos al liberal, para el cual debe ser dogma la tolerancia. En un país católico, como el nuestro, la lucha religiosa se convierte fácilmente en lucha política, si no se cuida de hacer la debida separación entre el creyente y el filósofo y el hombre de partido. Por desgracia, en los pueblos latinos no es esto lo que sucede. Es menester trabajar por que sean aplicables a Colombia las siguientes palabras, tomadas de La Estrella de Panamá, referentes al Times de Londres: "Respondiendo el Papa a la petición de los ingleses católicos para que se establecieran relaciones diplomáticas entre el Vaticano y la Gran Bretaña, dijo que la Iglesia disfrutaba de tal libertad en Inglaterra, que son innecesarias las expresadas relaciones". Este ejemplo nos lo da una nación cuya mayoría es protestante. Debe cuidarse mucho de que los órganos de la prensa puedan penetrar en todos los hogares, sin lastimar las creencias ni las bases de la familia. Inútil es escribir si no ha de haber abundancia de lectores.

   El partido conservador ha comprendido, después de la última guerra, que le era necesaria una liquidación. Adoptó e hizo suscribir por todos los hombres de acción de ese partido, en toda la República, un programa que le da el carácter de partido netamente político, con fines del mismo orden y con medios bien adecuados. Se reconoce que la fuente del poder público es la soberanía nacional, con el sufragio libre y respetado por instrumento. Su aspiración doctrinaria es la efectividad de los derechos como consecuencia del cumplimiento del deber. En religión y en cultos no pide intolerancia, limitándose a reclamar el cumplimiento de las promesas constitucionales que aseguran la libertad. Pide reformas a la Constitución, pero no en su estructura republicana. Debemos confesar que ese programa sería hoy el de Caldas, Camilo Torres y Nariño, y que del credo radical tendrían ellos mucho que recortar. La liquidación de que hemos hablado deja a La Caridad como órgano meramente religioso, respetable por la persona de su redactor, y más aún por los intereses que representa, que son las creencias de la gran masa nacional. Su celo ardiente y la severidad de la lógica, hacen dudar de que entre la República y la teocracia se decidiera por la primera. La teocracia, sin embargo, fue un hecho necesario al desmoronarse el Imperio romano, de modo que la religión cristiana, sin transformarse, quedó aliada al elemento temporal. Si esta alianza salvó la civilización, no hay por qué proceder con odio, ni emplear el vilipendio, al proseguirse en la obra de desagregar los dos elementos de aquella alianza, con el fin de que el gobierno de la Iglesia se desprenda de lo temporal. Tiempo llegará en que el catolicismo habrá de reconocer que la pureza del dogma y la armonía de la disciplina, quedarán realmente vencedores en la actual lucha, más invulnerables en su esfera de acción propia, y más aptos para ganar a la adoración de nuestro Creador las almas generosas que en el cristianismo hallan el punto de partida de la libertad.

   La conducta del partido conservador nos parece tan hábil como patriótica, y debemos decir con entera franqueza que quisiéramos verlo a la cabeza del Estado de Antioquia, aunque no fuera sino para poder palpar hasta qué grado podría plantear con libertad su programa civil. Además, estamos convencidos de que el partido liberal es allí impotente para gobernar de acuerdo con la democracia, que es el gobierno de las mayorías, las cuales en Antioquia son conservadoras. No es posible que los verdaderos republicanos convengan en que aquel Estado deba vivir en perpetua agonía consumiendo sus fuerzas en estériles luchas, y manteniendo al señor Cisneros atado a un principio de ferrocarril, que no se podrá terminar sino con rentas abundantes. Estas ideas podrán desagradar a los liberales exaltados, pero apelamos al testimonio de su propia conciencia. Digamos todos honradamente lo que sentimos, que si lo que es justo no nos agradare, por desgracia, nos aprovechará irremediablemente. No quieras para otro lo que para ti no apetezcas.

   Lo que forma, en resumen, nuestra aspiración política, se reduce a que el partido liberal deje funcionar la República. Para conseguirlo, debe unirse, depurar sus doctrinas y esperar el poder del sufragio libre de las mayorías, o resignarse cuando ellas quieran transmitirlo a su adversario.


II

   La industria, o el empleo del trabajo humano, están bajo el imperio de leyes dictadas por el Creador del hombre. Este se halla sujeto a necesidades y dotado de los medios de satisfacerlas. Esos medios son sus fuerzas físicas e intelectuales, a cuya acción están sometidas todas las cosas de la naturaleza. La industria es, pues, un motor; pero no un motor que dicta a las cosas su modo de ser, su naturaleza, sino que se vale de ella, que la emplea, tal como es, para transformar la materia. El modo de ser de las cosas se conoce estudiando los efectos que ellas producen y las causas de que proceden tales efectos. La conexión entre la causa y el efecto es el resultado de una fuerza natural, de acción constante, invencible, que se llama ley, porque es la expresión de una voluntad soberana, la de Dios. Un motor hidráulico no puede imponer al agua tendencias opuestas al nivel que ella busca, a la gravedad a que está sometida: lo que él hace es poner esas tendencias, esas fuerzas, al servicio del hombre, para que ellas trabajen por él y produzcan el movimiento que desea. Mover contra la corriente es convertir aquellas fuerzas en enemigas, es renunciar al movimiento que se deseaba obtener para ahorrar trabajo, y emplear éste estérilmente en luchar contra las fuerzas del agua. Si un Congreso expidiere una ley que ordenara el empleo de las ruedas hidráulicas en este sentido, el absurdo se vería fácilmente.

   El objeto del presente estudio es demostrar que la creación de la riqueza también está sometida a leyes naturales, de acción infalible, y que la tendencia de los cambios a que ella da lugar es una fuerza tan persistente como la del agua que busca su nivel. Los caminos, los ferrocarriles, los barcos de vapor, los telégrafos, los correos, los bancos, no son ruedas hidráulicas montadas para rechazar la impetuosa corriente de los cambios. Las montañas y los istmos no se perforan para atajar esos cambios, para devolver los productos de la industria humana hacia la fuente de donde han partido. Esa clase de ruedas son las aduanas, cuando con ellas no se propone el legislador gravar la renta de los ciudadanos sino dar dirección a su trabajo; y cuando esa dirección es contraria a la tendencia natural de éste, el resultado es el mismo que en el ejemplo arriba presentado. Para ver claro en estas cuestiones, es preciso quitarse los anteojos del interés personal o del interés de partido: es menester observar, analizar, razonar; no declamar. Declamar es fácil y aun cómodo, pero no es ventajoso ni para el pueblo ni para el mismo declamador. El error o el sofisma se descubren, se gastan y desaparecen: la verdad queda. Es gloriola el aura popular, fugitiva, del presente, y gloria permanente, u honra, a lo menos, la defensa de la verdad.

   Al entrar en materia empezaremos por analizar el trabajo nacional. Después veremos si sus resultados conducen a la adopción de medidas legislativas que tengan por objeto darle mejor dirección.

   La estadística sirve para estudiar la naturaleza y la cuantía de los cambios internacionales. La importación da a conocer los consumos, y la exportación los ramos de industria a que se consagra el trabajo nacional. La comparación de los resultados en una serie de años hace conocer los cambios que sufren la dirección y el desarrollo o la decadencia de ese trabajo, y el estudio de sus causas y de sus efectos es, o debe ser, uno de los objetos más importantes de meditación para el estadista.

   Desgraciadamente, la estadística apenas empieza a formarse entre nosotros. El gobierno general presenta algunos cuadros en el Informe anual del Secretario de Hacienda, de los cuales, en lo general, apenas se obtienen datos sobre el importe total de las importaciones y de las exportaciones, y sobre los productos y gastos de las oficinas de recaudación. El pormenor de los objetos importados y exportados se empezó a compilar y a clasificar durante la administración Salgar, porque el Secretario de Hacienda, señor Salvador Camacho Roldán, ha sabido dar a la estadística la grande importancia que merece, y cuyos gérmenes fueron depositados en el Código de aduanas que el señor Núñez, Secretario de Hacienda de la Administración Mallarino, presentó al Congreso de 1857. Aquella práctica ha cesado en los últimos años, así es que respecto del de 1878-79 sólo sabemos que los efectos exportados valían $ 13.711,511, y los importados, $ 10.787,954. La diferencia de $ 2. 923,857 cree el señor Wilson que representa el mayor valor de los productos nacionales sobre los extranjeros destinados al consumo, lo que tiene su significación económica muy consoladora.

   No es de esta opinión el señor Núñez, para quien "los cuadros estadísticos revelan el hecho desconsolador de que hace ya algunos años que no exportamos lo necesario para pagar todo lo que importamos". Los últimos cuadros estadísticos revelan lo contrario, según lo demuestra el que publica el informe citado; pero nos inclinamos a la opinión del señor Núñez, a lo menos respecto de los Estados cuyo movimiento comercial se hace por el puerto de Sabanilla, que es el que podemos estudiar con datos. De algunos años a esta parte las letras sobre el exterior tienen premio sobre la par en Barranquilla, Medellín y Bogotá, y este hecho indica, en lo general, deficiencia en la exportación. Posible es que en ese premio influya, en parte, la abundancia de la moneda de baja ley, que es con la que se pagan aquí letras que han de cubrirse en oro, pues que tal moneda no se puede exportar para hacer concurrencia a las letras, ni es su equivalente, porque no se estima por su valor intrínseco. La prueba de ello es que la moneda de plata de 0,900 sólo tiene medio por ciento de premio sobre las de 0,666 y 0,835, cuando éste debiera ser del siete al veintiseis por ciento.

   Sea de esto lo que fuere, nos permitiremos hacer unas ligeras observaciones a las que hace el señor Wilson sobre los resultados generales del comercio exterior, en su Memoria del presente año. Las exportaciones de metales preciosos, tanto de oro y plata amonedados, como de oro en polvo y en barras, importaron $ 3.647,411, suma de la cual no se puede considerar como obra del trabajo nacional sino la parte representada en oro no amonedado. Los metales amonedados deben deducirse del total de nuestras exportaciones para obtener el valor líquido de los resultados de ese trabajo. A falta de datos a este respecto, y debiendo más adelante hacer comparaciones entre los años 1870-71 y 1878-79, diremos que el oro en polvo y en barras exportado en el primero de estos períodos fiscales importo $ 1.655,773; y como no es de suponerse que las minas de Antioquia hayan rendido más oro en 1878-79 que en 1870-71, por las circunstancias políticas a que ese Estado se ha visto sometido, creemos no ser aventurado suponer que la exportación en 1878-79, no habrá excedido de la de 1870-71. En consecuencia, podemos admitir que la exportación de monedas alcanzaría en 1878-79 a $ 2.000,000, quedando así el sobrante arriba aludido, en poco más de $ 900,000. Pero este sobrante es ilusorio, pues por la aduana de Cúcuta se exportaron valores por unos $ 1.984,549, y sólo se importaron por $ 831,212, lo que da una diferencia de más de un millón de pesos, la cual, a nuestro juicio, representa importaciones de que no ha tenido conocimiento la aduana. Si de los $ 13.711,000 exportados, se deducen $ 2.000,000, correspondientes a la moneda, el saldo de $ 11.711,000 quedará igual a $11.787,000 de la importación, incluso el millón de pesos que ha faltado en Cúcuta.

   A pesar de esta demostración, oreemos con el señor Núñez que el país, o una parte de él, no produce tanto como consume. Los valores declarados en las facturas que se importan son, por lo general, deficientes, y hay otros hechos que nos inducen a creer en el desequilibrio. De 1850 a 1860, el país importó crecidas cantidades de moneda, lo que significaba rápido progreso en la producción y en los cambios, y desequilibrio favorable a nuestra exportación. El hecho lo explica el crecimiento prodigioso del cultivo y exportación del tabaco. Creemos que la decadencia en este ramo está ya compensada con el progreso en otros; pero hay otro hecho persistente, que no decae, y es la extensión de los consumos. El bienestar empezó a crecer desde la época citada, y se ha podido observar que hay, en casi todas las clases sociales, una marcada tendencia a gastar tanto como se gana, y aun más. Sin duda se hacen ahorros, pero no creemos que se pueda asegurar que hoy se economiza, relativamente, tanto como treinta años atrás. El problema que tenemos entre manos no es, quizás, económico, sino moral. Restablecer el equilibrio entre los apetitos y los medios de satisfacerlos es, con toda probabilidad, cosa más urgente que restablecerlo entre lo que compramos y vendemos al extranjero. Por desgracia, los hechos sociales están sujetos a leyes cuya acción es muy compleja y difícil de combatir. El sacerdote, el padre y la madre de familias, y la escuela, son los agentes que más deben combatir las malas inclinaciones de esta clase.

   En los pueblos democráticos la irresistible tendencia a la igualdad conduce a los hombres a creer que ella da derechos fuera del campo de la política, o que por medio de ella y de las leyes las condiciones deben igualarse. Entre nosotros no hay clases sociales ni políticas. La Constitución nos hace a todos iguales en derechos; la ley ha quitado toda traba a la adquisición y a la transmisión de la riqueza, y los baldíos que se brindan de balde a todo brazo que quiera fecundarlos, quitan todo pretexto de queja. Tampoco hay castas sociales, ni por las instituciones ni por las costumbres. En Francia, en donde la nobleza subsiste sin privilegio alguno político, quedan rezagos de aristocracia; y aunque la propiedad raíz fue organizada democráticamente por la gran revolución, la industria fabril tiende a establecer la aristocracia monetaria. La compañía anónima, especialmente en Bélgica, es el correctivo que la libertad, los progresos de la ciencia y de la industria misma, empiezan a ofrecer contra esa tendencia. Esa organización del trabajo irá, poco a poco, reduciendo a $ 10 el capital de las acciones de toda grande empresa fabril, y convirtiendo al obrero en partícipe de los provechos, a la vez como socio industrial y como capitalista. Tal evolución será, sin embargo, lenta, como lo ha sido la de los gremios industriales hacia la libertad. Entre tanto, la gran cuestión es que todos trabajemos y ahorremos. No hay otro medio lícito y honroso de entrar en las clases llamadas ricas, del mismo modo que la ociosidad y la disipación son las que hacen salir de aquellas, sin que basten a impedirlo antiguos pergaminos.

   El título de Don no está ya vinculado, entre nosotros, a la casa solariega del estirado hidalgo manchego. Cualquier arriero que, a fuerza de trabajo y de economía, adquiera una partida de mulas y un potrero, obtiene de hecho el título de Don.

   Volvemos a seguir el hilo de nuestras observaciones, pero haremos notar antes que hay en el informe del señor Wilson un dato que nos llama en sumo grado la atención, y es la introducción por la aduana de Buenaventura de 25.265 kilogramos de metales preciosos, pues, aun suponiéndolos de sólo plata, valdrían un millón de pesos, suma que el Cauca, en evidente decadencia, no ha podido necesitar para aumentar la actividad de sus cambios, ni podido pagarla con su exportación de $ 542.121.

   Faltando los cuadros estadísticos del pormenor de las exportaciones en 1878-79, no podemos apreciar la importancia del trabao nacional en toda la Nación con relación a ellas. Por casualidad encontramos en la edición semanal de La Estrella de Panamá, de 11 de Marzo próximo pasado, algunos datos comunicados por el señor Strunz, referentes a la exportación por la aduana de Barranquilla en 1879. Haremos uso de ellos para compararlos con los de 1870-71, a fin de que se puedan percibir los cambios en un período de siete años.

   Tenemos que unir los datos relativos a las aduanas de Santamarta y Sabanilla, porque, si bien la primera ha dejado de ser el puerto principal para el comercio del interior, lo era en 1870-71. En ese año la exportación por
Santa Marta alcanzó a....................$ 4.449.629
         Por Sabanilla, a.....................   1.550.894
               Total...............................$ 6.000.523

         En 1878-79:

         Santa Marta...............................$ 44.166
         Sabanilla...............................   9.944.500
               Total..............................$  9.988.666

Diferencia en favor de 1878-79 ......$ 3.988.143

   Esta diferencia debiera representar el progreso del trabajo nacional en las poblaciones de las riberas del Magdalena, en Antioquia, los departamentos de Ocaña y Soto de Santander, Cundinamarca y Tolima; pero hay un elemento que no está determinado en la estadística de 187879, que es la moneda exportada, que no representa trabajo en ese año. Para determinarlo aproximadamente, y poderlo excluir de nuestros cálculos, deduciremos el oro y plata amonedados y el oro en polvo y en barras, con lo que el Estado de Antioquia quedará también excluido, puesto que sólo él exporta metales por el Magdalena.

   Las exportaciones de esta clase, en 1878-79, importaron $ 3.598.069 y en 1870-71 $1.757.712, quedando una diferencia de $ 1.840.357 para deducir de los $ 3.988.143 del superávit arriba indicado, que da por resultado la suma de $ 2.147.786 como sobrante de producción en 1878-79 en los pueblos que pertenecen a la hoya del Magdalena, menos Antioquia. Esto demuestra que no hay decadencia sino progreso, en el trabajo de esa comarca, no obstante que sí puede existir decadencia en los hábitos de frugalidad, y progreso en la disipación.

   Los datos del señor Strunz con respecto al pormenor de las exportaciones, comparados con la estadística de 1870-71, dan los resultados siguientes, en números redondos, que comprenden las dos aduanas citadas:

 
 
Bálsamos............................$
Quinas.................................
Café....................................
Algodón..............................
Cueros de res......................
Añil.....................................
Tagua..................................
Minerales............................
Sombreros..........................

Plata en barras ...................
1870-71
         
7.000
666.000
331.000
288.000
224.000
518.000
32.000
80.000
418.000
1.290.000
207.000
1878-79
         
$            50.000
2.810.000
1.390.000
85.000
537.000
16.000
143.000
207.000
122.000
600.000
——   

   Estos resultados se pueden comparar, por grupos de industrias, así:

         
         
Industria agrícola.................$
      —      fabril...................
      —      de extracción .....
1870-71
         
2.651.000
418.000
992.000
1878-79
         
$        2.628.000
122.000
3.210.000

   Dejemos la palabra a los hechos, aplicándoles el criterio económico para saber si el trabajo nacional debe dejarse en libertad entregado a su desarrollo natural, o si el gobierno debe intervenir para proteger la industria fabril para restablecer el equilibrio, si es que éste no existe.

   La industria agrícola, compuesta del café, el algodón, los cueros de res, el añil y el tabaco, ha mantenido su nivel como prueba de la energía del trabajo que a ella se consagra, energía tanto más honrosa para el país, cuanto ha tenido que luchar con verdaderos desastres.

   El algodón se producía casi exclusivamente cerca de Barranquilla, y ha decaído a la tercera parte. El alza de precio del algodón, causado por la guerra de los Estados Unidos, desarrolló esta industria, que tal vez no fue prudente acometer en nuestro clima ni con nuestros medios, y no se pudo sostener la competencia con el algodón norteamericano, ni por su calidad y preparación, ni por su precio, luego que el trabajo se reorganizó en aquel país. El precio ha bajado de seis reales la libra a poco más de un real, y no puede remunerar entre nosotros el trabajo de nuestros muy escasos brazos en la Costa, que tampoco es ayudado eficazmente por las máquinas, ni por la baratura de los embarques y de los transportes marítimos.

   El tabaco exportado llegó a valer más de 5.000.000 de pesos, y para quedar reducido casi a la décima parte, ha sido preciso pasar por una terrible catástrofe. Ambalema, El Carmen, Palmira, Girón, fueron, hace apenas 20 años, teatro de prosperidad, particularmente la primera de estas ciudades, en donde los fenómenos económicos, estudiados y descritos por nosotros en aquella época, se asemejaron algo a los de California. Un misterioso cambio climatérico nos trajo la enfermedad de la planta, que la mataba casi en germen y que empeoraba su calidad. La cantidad de tabaco de Ambalema, obtenida de un millar de matas, bajó de 20 arrobas a casi nada; y la calidad, que en el mercado de Bremen ocupaba el lugar inmediato al superior de Cuba, bajó también hasta quedar muy atrás de otras clases que antes le eran inferiores. Igual cosa sucedió con los del Carmen, Palmira y Girón. En Ambalema hubo terrenos por los cuales se rehusaron $ 40.000 de arriendo anual, y los edificios de la ciudad se alquilaban a precios no menos fabulosos. Las estaciones lluviosas vuelven a ser favorables al cultivo, y nos prometen otra vez ricas cosechas en cantidad y en calidad. Desgraciadamente el año de 1879 fue todo de intranquilidad para el Tolima, y los productores no pudieron hacer el esfuerzo a que hoy los invita el cambio mencionado. Que se deje en paz a los pueblos, y pronto veremos renacer la prosperidad en aquellas comarcas del Tolima, Cauca, Bolívar y Santander.

   El añil se creyó ser el producto llamado a reemplazar el tabaco en Cundinamarca y Tolima. A su cultivo acudieron en tropel hombres de buena voluntad, empresarios enérgicos y capitales cuantiosos. En poco tiempo quedaron fundados estanques y plantaciones, y la exportación pasó de $ 500.000. A pesar de la excelente calidad de nuestro añil, la producción decayó rápidamente, en parte porque los terrenos carecían tal vez de la fecundidad de la tierra exigida por la planta, en parte también porque, suprimidas las causas que habían disminuido la producción en las Indias Orientales, nuestro trabajo no pudo sostener en ese ramo la competencia con el de aquel país, como no pudo sostenerla con los Estados Unidos respecto del algodón.

   A pesar de estos contratiempos, el trabajo nacional no se ha desalentado, ni se ha desviado de la agricultura. El persiste en seguir esa dirección, impulsado por tendencias naturales que se la imprimen invenciblemente, con esa tenacidad propia de toda fuerza natural. Acaso inconscientemente para los individuos, pero sin duda alguna obedeciendo a aquellos impulsos, el cuerpo social se ha elegido el café como producto más adecuado para llenar los huecos que dejan sus dos predecesores. En nuestro concepto, se está ya en la verdadera vía del progreso, porque se va a trabajar en las condiciones más naturales. El cultivo del algodón y del añil nos daban por competidores territorios densamente poblados por hombres nacidos en el teatro mismo del trabajo, y nosotros tenemos aglomerada nuestra población en las faldas y las mesas de las cordilleras. Para cultivar aquellos frutos nuestros obreros tenían que emigrar y aclimatarse, dos operaciones previas y costosas, que eran por sí solas una gran desventaja. En la costa los brazos son sumamente escasos, y aunque transitoriamente, su principal industria natural es la que hemos llamado de extracción. En las hoyas del Magdalena y sus afluentes hay que hacer del hombre mismo una especie de producto previo, es decir, hay que aclimatarlo. Naturales son, sin duda alguna, aquellos cultivos, propios de la zona tórrida, en dichas regiones, pero tenemos otros aun más naturales, que debemos preferir. Estos son los que se encuentran más inmediatos, al alcance de la población ya establecida, y el café llena esta condición. Las faldas de nuestras cordilleras producen, en virtud de la temperatura, un café superior al de los climas menos templados.

   En siete años la exportación del café por el río Magdalena se ha cuadruplicado, y aunque este progreso, en la mayor parte, corresponde a los departamentos de Ocaña y Soto del Estado de Santander, es de notarse que la exportación de Cundinamarca y Tolima figura ya por 6.000 cargas al año, cuando ayer no más empezaron las siembras. El café de Sasaima ha obtenido en Londres precios que sólo ceden el paso al de Moka, en medio de la fuerte baja de los últimos cinco años. Este resultado, prescindiendo de la influencia del clima y del terreno, se debe en gran parte a que el movimiento ha sido iniciado por el señor Tyrrel Moore, hombre científico, que ha fundado un establecimiento modelo, desde la siembra hasta el empaque, en el cual se han podido ver y aprender todas las operaciones a que se debe sujetar el grano para enviarlo a su destino en la forma más apetecida por los consumidores. Aparte de los beneficios pecuniarios que ya el señor Tyrrel recibe en recompensa de sus esfuerzos, la posteridad asociará su nombre al del señor Francisco Montoya para impartirles el honor que merecen los verdaderos bienhechores del pueblo.

   Toda la hoya del alto Magdalena, o sea la inmensa herradura que forman las cordilleras oriental y central, partiendo desde la embocadura de los ríos Negro y Guarinó, con las hoyas secundarias de éstos y del Bogotá y Fusagasugá, será dentro de pocos años el teatro de una producción de $ 5.000.000 en café, de calidad superior. La producción del Brasil, Java, Centro-América y Venezuela podrá crecer cuanto se quiera, sin influir notablemente en el precio del café de Cundinamarca, destinado al consumo de clases que no se privarán de él por ninguna fluctuación de precios.

   Los terrenos propios para este cultivo son de temperatura benigna, de clima sano y están densamente poblados, a lo que se agrega la buena voluntad con que los capitalistas de Bogotá hacen colocaciones en tierras que pueden visitar con facilidad y sin peligro para la salud. Si en la cordillera central no existen aún bastante población y capitales, es un hecho consolador que la colonización antioqueña se esté desarrollando allí en escala considerable, y lo es también que en Chaparral, Ibagué y otros puntos, propietarios inteligentes estén dando el ejemplo de consagrarse al cultivo del café. Este fruto tiene la ventaja de ser una plantación permanente, que aumenta el valor de la finca, y de que la pérdida de una cosecha no es pérdida del capital sino de una parte de la renta anual, en tanto que esa pérdida, en añil o en tabaco, lo es de capital y de renta. Préstase este cultivo a una separación de ocupaciones favorables en sumo grado al bienestar del pobre, pues éste puede ser cultivador en pequeño, aun de un solo millar de matas alrededor de su casita, y llevar el fruto de su cosecha al establecimiento de un propietario vecino, que comprará en fresco los granos y les hará sufrir, en sus máquinas y aparatos, todas las operaciones que exige hasta su empaque. El señor Marcelino Murillo, sucesor del señor doctor Manuel Murillo en la bella plantación de Túsculo, en Guaduas, montó en el poblado su establecimiento, al cual acuden con su grano fresco los pequeños cultivadores de las cercanías.

   La precedente apreciación de la marcha de la agricultura en relación con el comercio exterior, que es el que puede darle indefinido desarrollo, prueba que el capital y los brazos buscan en ella su colocación, de preferencia a las artes, pues que no se desalientan ni aun con desastres como los que hemos recordado. A nadie se oculta que una parte de los capitales perdidos en las empresas de añil habría bastado para montar tenerías, zapaterías, talabarterías, carpinterías y sastrerías, dotadas con instrumentos y elementos capaces de producir grandes cantidades de artefactos. El hecho de retraerse los capitales de esa clase de empresas, prueba evidentemente que ellas no prometen sólidos y naturales beneficios; más no anticipemos reflexiones que corresponden a otro lugar de este escrito. Aquí solamente diremos que la única fabricación que desde hace muchos años figura en nuestras exportaciones, es la del sombrero de paja. Ella es también producción natural en el Ecuador, que se halla en condiciones industriales idénticas a las nuestras.

   El sombrero de que tratamos corresponde a una necesidad en los climas cálidos. El Sur de los Estados Unidos, la Isla de Cuba y las demás Antillas, han demandado este artículo, con preferencia al sombrero europeo de paja, que en lo general es propio más bien para el uso de señoras y de niños. El sombrero colombiano se hace con un producto espontáneo de los bosques, y si en algunas partes hay que sembrar la palma, ésta crece con rapidez y no exige gasto alguno de cultivo. La materia primera es, pues, sumamente barata, y el trabajo es el factor principal del precio. Ese factor lo da la mujer generalmente, quien le consagra las horas en que puede vacar a las ocupaciones domésticas. El valor de un fardo de sombreros es muy crecido, de manera que el recargo del flete apenas se hace sentir. Los $ 122.000, valor de los sombreros exportados en 1878-79 iban en 132 bultos.

   Se ha visto arriba que la exportación de sombreros ha decaído en pocos años de $ 418.000 a $ 122.000, hecho en extremo lastimoso, pues que se verifica en el trabajo de nuestras mujeres, tan poco remunerado en todos los ramos a que él puede concurrir. El sombrero del departamento de Soto era el principal componente de la exportación, pues servía, por su extrema baratura, para el consumo de los negros del Sur de los Estados Unidos. En Curazao y otros puntos se empezó a fabricar una clase aun más barata, y el sombrero de Soto tuvo que buscar en Cuba consumidores menos pobres, y aun fue preciso mejorar su calidad para que se introdujera su uso en el ejército español. Terminada la guerra en aquella isla, y disminuido considerablemente ese ejército, el sombrero de Soto casi no tiene ya salida, y la miseria ha venido a caer sobre los desgraciados tejedores de aquella comarca. A esa decadencia sucede la prosperidad en la fabricación del sombrero de Suaza, el cual, por la mejor calidad de la paja, está apoderado de todo el consumo nacional y sale para las Antillas a satisfacer el de las clases acomodadas.

   Pasaremos ahora a tratar de las industrias de extracción. De $ 992.000 que produjeron en 1870-71, han llegado a $ 3.210.000 en 1878-79. Aquí también hablan muy alto los hechos en la gran cuestión de la dirección que toma el trabajo nacional, cuando está sometido solamente a las leyes de la naturaleza de las cosas. Los principales artículos exportados son quina, tagua y mineral de plata.

   Sabemos que las observaciones relativas a esta clase de hechos son pesadas y fastidiosas para los que desean que las cuestiones se resuelvan a su agrado, pero también sabemos que contamos con gran número de lectores simpáticos. Si las verdades que exponemos pertenecen individualmente a la clase de las de Pero Grullo, acaso no suceda lo mismo respecto de su conjunto, compendiado con el fin de obtener resultados generales, propios para servir de norma en la dirección natural del trabajo nacional. Además, fieles al método de razonar, a que hemos aludido al principio de este escrito, nos gusta exponer hechos, acompañados de observaciones, antes de poner al servicio de las cuestiones la sabiduría de los maestros de la ciencia, que han compendiado hechos y observaciones de carácter universal, para deducir las leyes generales de la industria.

   La gran riqueza natural de nuestros baldíos ofrece al trabajo de una nación tan pobre como la nuestra el más vasto y fecundo campo para su actividad. Desde las cumbres de las cordilleras, en que abunda la preciosa quina, hasta las riberas ardientes de los grandes ríos, en que se encuentran el caucho, la tagua, los bálsamos, maderas, etc. etc., el colombiano encuentra hecho lo que en otras partes es preciso crear. La quina se siembra y se cultiva en las faldas del Himalaya. Cuando, pasados algunos siglos, sea necesario repoblar nuestras actuales selvas para extraer de ellas esos productos, no se comprenderá cómo ha podido pensarse, en este remoto año de 1880, en crear o proteger artificialmente ciertas industrias para restablecer el equilibrio entre las importaciones y las exportaciones, teniendo a la mano, gratuitamente, inmensas riquezas naturales.

   En el año de 1867-68 existía un miserable impuesto sobre la explotación de los bosques baldíos, que produjo unos $ 15.000. El Secretario de Hacienda decía a este respecto: "Aunque abrigo muy pocas dudas de que los bosques nacionales baldíos son explotados en mayor escala que la que acusan los productos del derecho, confieso que tengo poco entusiasmo por que se vigoricen los medios adoptados para combatir el fraude. Ellos tendrán que ser muy vejatorios, y el mal que causarán, restringiendo la exportación, no lo compensaría el fruto que obtuviera el Fisco. Por desgracia, algunos gobiernos seccionales no aprecian los hechos de un mismo modo y embarazan la explotación y la exportación".

   Tenemos enajenados millones de hectáreas de baldíos, propiedad despilfarrada incautamente. Ella no está deslindada de lo que queda a la Nación, y por consiguiente, la posesión nos pertenece. Disfrutémosla mientras esa propiedad se reclama, seguros de que siempre se nos pedirá en los terrenos más ricos o mejor situados. Tal ha sido nuestro descuido en este ramo, que la Administración del General Gutiérrez se vio precisada a dictar un decreto con fecha 15 de septiembre de 1868 (Diario Oficial, 1,334) para que no se continuase pidiendo adjudicación de baldíos en las zonas por las cuales era probable que se adoptase la ruta del canal interoceánico, asunto en que entonces se ocupaba. También se quiso por aquel decreto premunir al gobierno contra la necesidad de comprar terreno para construir obras en los puertos actualmente desiertos. Basta ver en el mapa los magníficos puertos de Bahía Honda y San Miguel, por ejemplo, para comprender el peligro en que nos tiene colocados la expedición de títulos de tierras baldías. Ojalá que las disposiciones de ese y otros decretos, como el de 1856, se conviertan en una ley bien previsora.

   Pocas palabras tenemos que agregar a lo dicho sobre las industrias extractivas. En 1870-71 la plata en barras figuró por $ 207.000, y el mineral de plata por $ 80.000. Este mineral ha subido en 1878-79 a $ 207.000, pero la exportación en barras ha desaparecido. Nos parece que la explicación la da el abandono de las minas de Santa Ana, en las cuales había los elementos necesarios para fundir el mineral y reducirlo a barras. Los $ 207.000 en mineral, exportados en el último año, probablemente representan la producción de la mina de Frías, en donde no hay fundición. La Casa de Moneda de Bogotá no ha podido atraer la plata, porque en ella no se puede separar el oro que contiene, y éste es bastante importante para que se prefiera la exportación al incentivo del 7 por 100, que produce la amonedación a la ley de 0,835. El porvenir de nuestras minas de plata no parece muy halagüeño, por la competencia victoriosa de las de Chile y los Estados Unidos, que son mucho más ricas y se pueden explotar con elementos mucho más poderosos.

   Sentimos que la falta de estadística no nos haya permitido extender este estudio a toda la República, pero estamos casi seguros de que las observaciones hechas le son igualmente aplicables. Si la obra del Canal de Panamá se emprendiere próximamente, sería absurdo hablar de manufacturas nacionales a los habitantes de nuestras costas, desde Barbacoas hasta Riohacha, como no se trate de azúcar, panela y aguardiente, que son manufacturas que casi pertenecen a la industria agrícola.

   Del análisis que precede, contraído a la industria nacional, a cuyos productos da salida el Magdalena, resulta que de 1870-71 a 1878-79, los resultados generales demuestran un progreso efectivo. Si la importación ha sido mayor, cosa no bien comprobada con cifras, la consecuencia será que la frugalidad y el hábito de ahorrar son los que han decaído. Cuando la estadística vuelva a darnos pormenores de la importación, podremos ocuparnos en esta cuestión, que es apremiante, y que dará origen a verdades tan duras como útiles. Por hoy sólo apuntaremos que el concurso de cigarrillos y de brandi confirman nuestras sospechas.

   Permítasenos incrustar aquí una indicación. El ramo de estadística exige mayor cuidado del que se le consagra. Esto no, acaso, por deficiencia de trabajo de los empleados del ramo, sino por mala dirección de ese trabajo. Las cifras se deben recoger y agrupar para obtener de ellas deducciones que han de guiar al gobierno y a la Nación. A esas cifras, que parecen mudas, las hace hablar el análisis de los hechos. Los datos de la estadística se deben publicar mensualmente, pues no se recogen para conocimiento del Congreso, sino para que la Nación se ilustre y se aproveche de ellos. Invitada cierta Casa a entrar en una empresa de navegación del alto Magdalena, quiso informarse del número de cargas que llegan a Honda y salen de allí, como alimento de aquella navegación, y se le contestó que esos datos se reservaban para el Congreso. La Casa citada tuvo que demorar su respuesta hasta conocerlos, pues que debían ser la base de sus cálculos. Las plazas comerciales están unas veces llenas, y otras escasas, de mercancías, en mucha parte porque los importadores ignoran si la importación decae o si aumenta. Muchos otros ejemplos pudiéramos presentar para que se comprenda que no es el Congreso, que casi no los lee, sino el comercio, quien necesita conocer los datos de la estadística.

   Para complementar el estudio del trabajo nacional, no para averiguar si ha decaído, puesto que lo contrario está ya demostrado, sino para ver cuál es la dirección general que ese trabajo ha tomado, agregaremos algunas observaciones sobre la exportación de las comarcas no dependientes de la hoya del Magdalena.

   La exportación por las aduanas, exceptuada la de Barranquilla, da los resultados siguientes:


   Estos resultados se pueden comparar, por grupos de industrias, así:

         
         
Tumaco............................. $
Buenaventura.....................
Cartagena..........................
Riohacha............................
Cúcuta...............................
         
1870-71
         
227.000
439.000
654.000
148.000
777.000
$ 2.245.000
1878-79
         
$          233.000
542.000
701.000
261.000
1.984.000
$ 3.721.000

   Diferencia en favor de 1878-79 $ 1.476.000, o sea, más del 50 por 100.

   La aduana de Tumaco da salida a las producciones de las costas próximas a la isla de ese nombre, a las de la hoya del Patía con sus afluentes y a las de las mesas de Pasto y Túquerres. La aduana de Carlosana no suministra para la estadística sino el dato de lo que cuesta; y es probable que las relaciones de Pasto con el Ecuador, consistan en la importación de manufacturas de ese país y de otros, que se pagan con numerario obtenido de Barbacoas, en cambio de artículos exportados por Tumaco. Esto es una mera conjetura.

   La exportación por Tumaco consistió principalmente en:

Caucho............................................... $
Oro en polvo........................................
Quina...................................................
Oro amonedado...................................
Plata amonedada..................................
Tagua...................................................
Maderas...............................................
76.000
63.000
52.000
12.000
12.000
5.000
5.000

   La aduana de Buenaventura da salida a los productos del Valle del Cauca, y sus resultados fueron:

Quina...................................................$
Tabaco.................................................
Caucho.................................................
Oro en polvo........................................
189.000
165.000
51.000
12.000

   Conforme a estos datos, la industria del Estado del Cauca, en una exportación de $666.000 ha obtenido de la agricultura $ 183.500 y de la extracción de materias $ 453.000, con la circunstancia de que por Tumaco todo lo que se exportó fue de extracción. El cultivo del tabaco ha decaído en el Cauca en proporción semejante al de Ambalema, Carmen y Girón, según toda probabilidad; pero como la cifra total de la exportación aumentó en más de $100.000 en 1878-79, es de inferirse que la extracción de quina, caucho y tagua ha reemplazado al tabaco y suministrado aquel aumento.

   La aduana de Cartagena sirve al comercio del Estado de Bolívar, deduciendo los frutos exportables de las riberas del Magdalena y los que por Magangué salen del interior de su territorio. Incluye ese comercio la exportación de la hoya del Atrato. Falta en la estadística de 1870-71 el resumen de los artículos exportados, según su valor; mas para averiguar la clase de industria a que se consagra la población, creemos que puede servir el cuadro correspondiente al año de 1871-72, del cual tomamos los principales artículos:

Caucho................................................$
Tabaco.................................................
Cueros de res.......................................
Algodón...............................................
Cocos..................................................
Bálsamo...............................................
Tagua...................................................
Azúcar, aguardiente y panela.................
Maderas...............................................
218.000
110.000
53.000
28.000
14.000
5.000
17.000
30.000
29.000

   La agricultura contribuye con $ 235.000, y la extracción con $ 266.000, en una exportación total de $ 540.000. Habiéndose exportado en 1878-79 la suma de $ 701.000, el aumento respecto de 1871-72 es de poca importancia, puesto que en ese año la exportación valió $654.000. El algodón y el tabaco probablemente habrán decaído y el vacío lo habrá llenado la industria de extracción. Nos llama la atención el hecho de valer $ 30.000 la exportación de los productos de la caña de azúcar, pues si bien la suma no es considerable, hay en ella envuelta una esperanza. Ese cultivo es uno de los de mayor porvenir para nuestras costas de ambos mares, y será, con los ganados y los víveres, de los llamados a contribuir para la subsistencia de los excavadores del Canal de Panamá. El Estado de Bolívar lleva una marcha próspera que en parte se deberá a la tranquilidad interior de que ha gozado, no turbada por atentados contra la existencia de su gobierno.

   El puerto de Riohacha da salida a las producciones de la antigua provincia de Riohacha y a las del territorio goajiro. Entre los dos años comparados hay una diferencia de $ 113.000 en favor de 1878-79. No es posible saber en qué artículos ha consistido el aumento, ni con qué cuota de la exportación contribuyen los indígenas goajiros. Los principales artículos exportados fueron:

Dividivi................................................$
Palo brasil y otras maderas...................
Cueros de varias clases........................
Ganados varios....................................
50.000
44.000
27.000
8.000

   Para una exportación de $ 148.000, la agricultura contribuyó con $ 35.000 y la extracción con $ 94.000. Llama nuestra atención la salida de ganados y de cuero de res, pues vale algo más del 20 por 100 de las exportaciones, y es indicio de que la cría de ganados da un excedente exportable, el cual podrá crecer rápidamente al acometerse la obra del Canal.

   Cúcuta es el puerto por donde se exportan las producciones del valle de ese nombre, y en general, de todo el territorio recorrido por los afluentes del Zulia. Parte de los sombreros de Soto y algunas manufacturas de García Rovira y Boyacá, también buscan salida por aquel puerto terrestre. En 1870-71 las principales producciones consistían en:

Café.....................................................$
Sombreros...........................................
Cacao..................................................
Cueros de res.......................................
Tabaco.................................................
Quina...................................................
Tagua...................................................
Manufacturas de fique...........................
641.000
100.000
4.000
8.000
5.000
1.000
1.600
14.000

   En ese industrioso territorio la extracción es insignificante; las manufacturas le son extrañas, y todo el esfuerzo de la población está consagrado a la agricultura. De 1870-71 a 1878-79, la exportación ha aumentado de $ 777.000 a $ 1.904.000, dando una diferencia de $ 1.207.000. El sombrero de Soto debe haber casi desaparecido de la exportación, y estará probablemente reemplazado con quina, pero es seguro que el café representará toda la cifra de ese prodigioso aumento. Prodigioso y admirable llamamos ese progreso, que se ha operado a pesar de un cataclismo espantoso, que hizo desaparecer una rica ciudad. La INDUSTRIA lo ha reparado todo. Heróico debemos llamar al pueblo que ha sido capaz de hacer en cuatro años todo eso, y altivo también, porque hoy transforma allí la INICIATIVA INDIVIDUAL, en ferrocarril la carretera que ELLA tenía construida antes del terremoto de 1875.

   Compendiando los resultados de nuestro análisis, obtenemos un aumento de tres y medio millones en la exportación de productos de la industria nacional, con sólo el transcurso de siete años, y a pesar de la guerra. La riqueza de los Estados se puede medir, hasta cierto punto, por el desarrollo de la agricultura, comparado con el de la extracción, pues que la primera supone cultivo y capitales fijados en la tierra, y la segunda es una industria de primer ocupante, excepto en Antioquia, en donde el laboreo, de las minas de veta se hace con maquinaria en grande escala.

   El siguiente cuadro sirve para comparar las dos industrias, advirtiendo que hemos suprimido de lo correspondiente al territorio de Cúcuta los $ 114.000 que importan los sombreros y las manufacturas, por ser artículos enteramente extraños a su producción.

         
         
Regiones de la hoya
del Magdalena..................
Cauca..............................
Bolivar.............................
Riohacha..........................
Cúcuta.............................
Agricultura
         
49 por 100
27         —  
44         —  
24         —  
99,75    —  
Extracción      
         
17 por 100      
70          —     
50          —     
64          —     
0,25          —     

   Como respecto de la hoya del Magdalena hay datos para comparar los años de 1870-71 y 1878-79, la comparación da estos resultados:

         
         
Agricultura......................
Extracción.......................
    1870-71
       
49 por 100
17         —  
1878-79      
         
33 por 100      
40          —     

   La agricultura en esta región ha decaído del 46 al 33, y la extracción ha subido del 17 al 40 por 100; pero estos cambios son únicamente de relación entre las dos industrias, no en cuanto a la energía del trabajo y sus generales resultados. En efecto, hemos visto que la agricultura produjo en 1870-71 la suma de $ 2.651.000, y en 1878-79, $ 2.628.000, a pesar de la decadencia del cultivo del tabaco y del desastre del añil. La extracción ha subido da $992.000 a $ 3.210.000, y puede considerarse este aumento, hasta cierto punto, como ocupación provisional, puesto que los Estados del Tolima y Cundinamarca tienen bastante capital y brazos para hacer de la agricultura su industria principal. Ya hemos visto que ellos se preparan a ser cultivadores de café en grande escala.

   La descripción que hemos hecho comprende los Estados del Cauca, Bolívar, Magdalena, Tolima, la parte de Santander ribereña del Magdalena y el Zulia, y Cundinamarca.

   Este último Estado, el más rico de la Unión, no ha contribuido, sin embargo, sino con unos pocos miles de cargas de café y con sus quinas, en lo general muy pobres. Hemos excluido a Panamá, porque su territorio no está sometido a la contribución de aduanas, y a Antioquia, tan solo por la necesidad de calcular el numerario exportado, a falta de estadística; pero la industria principal de este Estado, que es la minera, hace parte del sistema industrial exportador que hemos descrito. En dicho sistema no han figurado el centro de Santander, Boyacá y la parte alta de Cundinamarca, porque el trabajo de su población está casi todo consagrado a producciones que alimentan el comercio interior. Nos falta, pues, describirlo para definir después su acción en el concierto industrial de la República; pero antes de pasar a ese estudio debemos llamar la atención de nuestros lectores hacia una consideración de interés capital en el asunto que nos ocupa.

   La actividad industrial consagrada a las producciones exportables tiene por teatro las costas y las hoyas de los principales ríos del territorio, con excepción de Antioquia y de los piquetes o avanzadas que se dirigen hacia las cumbres de las cordilleras en busca de quinas. La actividad que se dedica a la producción de artículos destinados principalmente al comercio interior, se ha circunscrito a un estrecho espacio, el más incomunicado con el resto del territorio y de los países extranjeros. La geografía de nuestra industria divide, pues, nuestra población en dos grupos bien definidos, cuyos respectivos intereses debemos estudiar en sus orígenes, sus causas, necesidades y tendencias, así como en la fecundidad y elasticidad de sus recursos para el progreso general del país. Se sabrá así si hay armonía o antagonismo entre los intereses de los dos grupos, y se podrá acertar con los medios de destruir ese antagonismo, si existe, y restablecer la armonía. Este, únicamente éste, debe ser el objeto de la acción de un gobierno ilustrado en un pueblo libre. La ciencia debe ponerse al servicio de la libertad, jamás la fuerza al de los intereses.

   No importa que nuestra labor ande más despacio que el proyecto sobre la protección que se discute en las Cámaras. El podrá ser ley de la República, pero si nosotros llegáremos a demostrar que esa ley viola las leyes inmutables de la naturaleza, una opinión ilustrada reobrará contra esa ley, acaso con el asentimiento de una gran parte de aquellos de nuestros conciudadanos que hoy la sostengan por convicción sincera de su bondad.

   El problema a cuya solución tienden todas las corrientes de la civilización en el presente siglo, es el del comercio libre, que es, en definitiva, el de la paz universal y el de la paz doméstica en cada nación. Nuestro humilde trabajo será un óbolo de contribución al estudio de nuestro desarrollo industrial. Tal modo de considerar el asunto, nos permite hacerlo con ánimo sereno, sin espíritu de partido ni de profesión, sin emplear la declamación, ocurriendo tan sólo al examen de los hechos para hacerlos hablar el lenguaje de la verdad.


III

   Colombia es una Nación contrahecha. Por su población ocupa el primer lugar entre las repúblicas de Sur-América y por su riqueza, ocupa, con el Ecuador, que está en circunstancias semejantes, el último lugar. Es, sin embargo, poseedora de la inestimable garganta del Istmo americano; tiene en ambos mares extensas costas, con magníficos puertos; su sistema hidrográfico divide el territorio en grandes hoyas, subdivididas en otras secundarias, en cuyos valles se encuentran bosques atestados de productos espontáneos y tierras propias para todos los cultivos de la zona tórrida; su sistema orográfico le da, con la escala de las temperaturas, aptitudes para producir los frutos de las zonas templadas y para gozar de sus estaciones; los flancos de sus montañas encierran todos los metales, desde el oro y la plata, hasta el cobre, el plomo y el hierro; la población, finalmente, es enérgica y laboriosa, inteligente y moral. Con todas estas condiciones no ha podido fundar un gobierno que le dé seguridad, a cuya sombra se desarrollen tántos elementos de prosperidad.

   La obra del trabajo nacional, que en nuestro artículo II hemos descrito, si bien da resultados que consuelan, por razones que adelante daremos, no alcanza a representar la tercera parte de la producción de Chile, país situado en el extremo del continente, y cuya población es poco más de la mitad de la nuestra. Esta desproporción no es efecto solamente de nuestra anarquía, ni del orden que reina en Chile, puesto que Venezuela nos lleva ventaja en producción y nos iguala en anarquía. La explicación está, como hemos dicho, en que Colombia es una Nación contrahecha. Si su población, de cerca de cuatro millones de habitantes, explotara al derecho el territorio que le ha correspondido, estaría aglomerada hacia las costas y los valles de los ríos; exportaría $ 60.000.000; tendría $20.000.000 de rentas, ciudades populosas, puertos concurridos y monitores para defenderlos. En Washington no se hablaría de la soberanía de Colombia, sobre el istmo de Panamá, con la indiferencia con que se tratara del territorio de una tribu de Poncas o de Sioux.

   Hemos ofrecido examinar los orígenes, las causas, las tendencias, las necesidades y la fecundidad industrial de los dos grupos de población y de intereses, desarrollado el uno en las tierras bajas y el otro en las altas. El objeto de este estudio es demostrar que Colombia ejecuta, desde 1810, una evolución salvadora para su porvenir y su grandeza, evolución que no se ha operado, ni se opera, sin lucha tenaz contra obstáculos de diverso orden.

   Evolución es movimiento de desarrollo, expansión natural del germen en el sentido propio de su destino. Las evoluciones a que da lugar el crecimiento del hombre, en lo físico e intelectual, se efectúan en períodos cortos, en proporción a la duración de la vida; en la de loa pueblos, esos períodos son mucho más largos, tanto porque esa vida es de duración indefinida, como porque en su desarrollo están sujetas las leyes naturales a interrupciones y trastornos, a causa de la libertad con que puedan obrar los individuos y los gobiernos, en quienes los intereses, la ignorancia y las preocupaciones influyen poderosamente.

   Dado el estado de civilización de un pueblo, su problema industrial se reduce a calcular cuáles son las aptitudes de la naturaleza física en el suelo que habita, y cuáles los elementos de trabajo, brazos, conocimientos y capitales con que cuenta, para obtener de todos esos medios el mayor provecho posible. La cuestión se reduce a que el principal factor en la producción general sea la riqueza natural, para que los productos sean más abundantes y satisfagan mayor número de necesidades. Para cada productor la cuestión es que la remuneración del trabajo sea factor principal del precio del producto. La abundancia, originada del primer principio, pone en equilibrio la tendencia de los dos factores, del cual resulta la armonía entre el interés del productor y el del consumidor.

   Si los conquistadores de América hubieran podido traer las ideas del presente siglo, es probable que hubieran explotado el suelo de Colombia con arreglo a aquellos principios, en cuanto lo hubieran permitido la topografía y los climas. En desarrollo de esos principios, el país estaría más ordenadamente poblado; sus cambios con el extranjero serían más considerables, y su comercio interior, tan naturalmente estimulado por la diversidad de los climas, estaría fundado en el cambio de las producciones naturales de ellos.

   Probable es también que estuviera cumplida hoy una primera evolución natural, en el sentido agrícola y minero, que elevando nuestras fuerzas a la altura que exigen las industrias fabriles, nos impulsase en ese sentido, también naturalmente, sin ninguna intervención perturbadora. Tal ha sido la marcha seguida por los Estados Unidos de América, en donde, sin embargo, esa acción perturbadora aparece con la impaciencia de rivalizar a Inglaterra antes del plazo indicado por la naturaleza de las cosas.

   La colonia tuvo que conformarse con el hecho fundamental que encontró en el territorio. La barbarie en las costas y en los valles; alguna civilización en las altiplanicies. De aquí el que en la grande extensión del país cálido hubiese muy poca población, y ésta indómita y bravía. En las altiplanicies, lo mismo en Méjico y Perú que en la tierra de los muiscas, una organización teocrática y medio feudal tenía preparados a sus moradores para recibir humildes el yugo que se les traía. Las encomiendas pudieron establecerse sin dificultad, y como el oro hallado en los templos y sepulcros no era producto nativo del suelo muisca, la población escapó en su mayor parte a la destrucción de que fue víctima la de las regiones auríferas. En estas regiones, que el Dante se hubiera complacido en describir, el indio perecía bajo el fuego del arcabuz o bajo el peso del trabajo en las minas.

   El Gobierno estableció su asiento en Santafé, centro de la población nativa, cuyo benigno clima era favorable a la colonización europea. El problema industrial quedó a poco planteado con extrema sencillez: hacer producir oro, única riqueza solicitada de nuestro suelo, y pagarlo con productos europeos al precio más caro posible. El rey de España declaró suyas todas las minas, y fundó el monopolio como punto de partida para la producción y el comercio. Sólo España podía enviar buques con mercancías, y sólo a España debía ir el oro. Pero aun esto no era bastante: había submonopolio en favor de dos puertos de la Península, y la custodia naval que necesitaban los galeones, teníamos que costearla los interesados. De aquí el que se llamara de comercio libre el reglamento de 1778, que sólo suprimía el submonopolio.

   Si hoy, con sólo dos o tres meses de hostilidades cuyo teatro sea el Magdalena, y a pesar de lo abundantemente surtidas de mercancías extranjeras que están nuestras plazas comerciales y las tiendas de los pueblos, los precios suben considerablemente, se podrá calcular cuales serían los precios de los artículos que nos traían los pesados galeones cada seis meses, precios que, además, eran fijados por los vendedores sin competencia alguna. Natural era, dada la imposibilidad de sustraerse al monopolio, que acá, en la parte poblada de la colonia, se sintiera la necesidad de fabricar los productos más indispensables para el vestido, para la comodidad de las habitaciones, para la locomoción y demás usos. Había abundancia de brazos, algunos capitales y materias primeras, de lo que resultó el establecimiento de talleres que satisfacían las necesidades a precios más bajos que los de los productos extranjeros, mayormente cuando esas necesidades no eran efecto del refinamiento en el gusto.

   No nos detendremos en esta descripción, que se proseguirá adelante, pues sólo hemos querido bosquejar los orígenes y las causas a que se debe atribuir la existencia de los dos grupos industriales, cuyos intereses estudiamos, para llegar a la época de la independencia, que es el punto de partida de la evolución indicada. Suprimido el monopolio español, tenía que seguir funcionando el régimen de la libertad; pero éste encontraba intereses creados por el anterior orden de cosas, ideas erradas sobre la economía política y preocupaciones de patriotismo mal comprendido. Contra esos obstáculos, unidos a la incomunicación, a las ruinas amontonadas por la guerra y a la penuria fiscal que le era consiguiente, y que prolongaba la existencia de los impuestos contra la libre producción, el régimen de la libertad ha tenido que sostener prolongada y tenaz lucha.

   La evolución industrial puede caracterizarse con los siguientes hechos:

   El oro ha dejado de ser la única producción exportable, y bien que ella haya decaído algún tanto, la agricultura ha llenado el vacío y triplicado el valor de la exportación ;

   La población y el capital han ido bajando de las tierras altas hacia las faldas y los valles, y han tomado verdadera posesión de una parte considerable del suelo;

   En las tierras altas la industria agrícola y pecuaria ha crecido considerablemente; se han desecado pantanos, se han desmontado y limpiado muchas tierras, se han empleado mejores instrumentos, se han mejorado los pastos y las razas de ganados, y se han propagado las crías;

   En las mismas tierras las artes fabriles han obedecido a dos tendencias: han progresado, se han perfeccionado las artes de carácter local y para necesidades locales; han quedado estacionarias las artes cuyos productos eran de naturaleza comercial, y el comercio de tales productos ha marchado en decadencia;

   En todo el país el consumo de manufacturas extranjeras ha crecido con rapidez, y el buen gusto y el refinamiento de los usos y de las costumbres tiende a desarrollar más ese crecimiento, acaso con perjuicio de la frugalidad y del hábito del ahorro.

   En resumen, el libre cambio se presenta como germen de la evolución, como hijo legítimo de la Independencia, sucesor del régimen colonial.

   Damos la precedencia al grupo industrial de las altiplanicies para analizar la marcha que ha seguido y para deducir de ella el régimen que puede armonizar sus intereses con los de la gran masa de la Nación.

   La conquista española sorprendió a la América en medio de esa penosa transición de la edad de piedra a la de bronce, de modo que al aparecer las artes en la altiplanicie, dirigidas por los españoles, la situación tenía por base la carencia del hierro, y la ignorancia de los maestros, entendidos éstos en el manejo del arcabuz, pero poco diestros en asuntos de telares, curtiembre, etc. Cuando el producto fabricado en el hogar doméstico, en las horas a que se vaca a las ocupaciones agrícolas o pastoriles, no satisface ya las necesidades del estado social, aparece la industria fabril, con las tendencias propias de su naturaleza. Ellas la conducen a agrupar la población en centros que permitan separar las ocupaciones; en donde unas artes sean auxiliares o complementos de otras; en donde los conocimientos se comuniquen y los descubrimientos se propaguen; y a donde concurran las materias primeras y los capitales. En tales centros el herrero y el carpintero fabrican el telar del tejedor, y éste se consagra a su labor sabiendo que su vecino trabaja en hilar. El progreso deja luego conocer cuáles de las artes de ser, transitoriamente a lo menos, de carácter meramente local, y cuáles darán productos capaces de ir en busca de lejanos centros de consumo, que lo serán también de producciones peculiares. El comercio viene a dar nueva fecundidad al trabajo de esos grupos, llegando, por grados sucesivos, a establecer relaciones que del distrito pasan al cantón, de éste a la provincia, de ella a la nación y de la nación al continente.

   En los orígenes de la producción fabril las materias primeras empiezan por estar a la mano, y sólo cuando las vías de comunicación se perfeccionan, y el comercio se desarrolla, esas materias se llevan desde los lugares o regiones en que la naturaleza las brinda en abundancia, o ayuda a que sean más baratas.

   Partiendo del estado social en que empezó a funcionar la colonia, y del aislamiento en que ésta se hallaba, las artes fabriles que pudieron dar productos para el comercio interior, fueron las de tejidos de algodón y de fique primero, puesto que los indios tenían ambas materias, y las de tejidos de lana y curtiembre de cueros, luego que se hubieron propagado suficientemente las crías de ganado vacuno y lanar.

   Si hubiéramos tenido en aquellos tiempos inmigración industriosa e instruída, es probable que la fabricación se hubiera a poco organizado en las condiciones arriba indicadas como naturales. Mas a nuestra tierra no vinieron clases ricas o acomodadas, como las que arrojó a Norte-América la persecución religiosa, sino en lo general aventureros codiciosos, o hidalgos segundones, desdeñosos del trabajo manual, que, en vez de traer luces y capitales, nos traían preocupaciones y voracidad.

   La industria se organizó aisladamente, en cada hogar, con los escasos medios y los instrumentos de cada familia. Se partía de la edad de piedra, sin el hierro, sin la máquina, sin el capital suficiente, sin germen de prosperidad. Esos caracteres la han hecho fósil. El albornoz que el árabe fabrica en su aduar, es hoy lo mismo que en los tiempos de nuestro padre Abraham, y los lienzos y manta con que se hicieron los ornamentos de la iglesia del Humilladero, poco tienen que envidiar a los que salen de nuestros actuales telares. El telar de hoy es tan de caña y cuerdas de fique, como lo era el de nuestros aborígenes. La rueca y el huso producen todavía nuestro hilo. La semilla del algodón y el modo como éste se limpia, no han cambiado. La calidad de nuestras lanas no ha mejorado, a pesar de los patrióticos esfuerzos del señor Enrique París y de otros inteligentes criadores, para mejorar la raza de las ovejas. Al pasar por Sutatausa se pueden ver, alternadas, las tenerías con las pocilgas. El fique no se ha podido emplear en más artículos que los costales, lazos, cabuya, mochilas y alpargatas, si se exceptúa uno que otro ensayo para fabricar alfombra, ensayos poco satisfactorios, porque los tintes se borran. Aquellas botas y zapatos de cordobán y de vaqueta, que se vendían por almudes, son especies desaparecidas. El esparto no da productos sino para la altiplanicie.

   No negamos que hay algunas de estas manufacturas algo perfeccionadas, pero las podemos considerar como simples muestras de una fabricación que no existe en considerable escala, o como rasgos de habilidad individual, en mucho ayudada por material extranjero.

   Las manufacturas coloniales de carácter comercial consistieron principalmente en mantas y lienzos de algodón, frisa, frazada y ruanas de lana, pieles curtidas, calzado, sillas y aperos de montar y vaquetas para forrar muebles. Las materias primeras eran baratas, y con ello, y con la extrema baratura de los jornales, se suplía la falta de máquinas.

   La rudeza de tales productos estaba en armonía con la extrema sencillez de las costumbres y el ningún refinamiento del gusto. Aun para los propietarios y personajes de nuestros pueblos, el calzón corto de manta y la camisa de lienzo eran uniforme aceptable en un cabildo, en tanto que la señora podía vestir de frisa y presentarse así a oír su misa en día de fiesta. Ya en las ciudades era otra cosa; la chaqueta de paño burdo de San Fernando y el zapato de cordobán, pertenecían a más altas categorías sociales. Una esclavina de aquel paño era casi finca de abolengo, que, pasando por varias generaciones, terminaba por convertirse en pantalón y chaqueta del adolescente mayorazgo.

   Así pudieron marchar las cosas sin inconvenientes hasta la época de la Independencia. Las telas, ruanas, monturas y calzado podían ir en grandes cantidades hasta el Cauca, Antioquia y las provincias de la Costa. Durante la guerra, poca o ninguna podía ser la competencia extranjera, pero al empezar la paz apareció esa competencia, trayendo consigo, a más de la baratura, la perfección y la belleza de los productos. El buen gusto fue abriéndose paso poco a poco, primero entre las clases acomodadas, luego entre todas las que en cualquier grado han podido elevarse sobre el nivel de nuestro desgraciado indio.

   Tocóles a las artes distinta evolución. Las que daban alimento al comercio interior quedaron paralizadas o en decadencia. Perdían consumidores no sólo en razón de la distancia de los centros de producción nacional y de la proximidad de las aduanas, sino también en razón de la cultura que difundía el contacto con los extranjeros y con sus manufacturas. Las artes meramente locales tuvieron que desdeñar gradualmente el tosco material criollo y emplear el material extranjero, más aparente para embellecer los productos y satisfacer el gusto naciente. En las ciudades el sastre, que antes no empleaba de extranjero sino la aguja, se ha visto obligado a no emplear de lo nacional sino sus dedos. En talabartería, el galápago se declaró enemigo de la silla del orejón y de la tribuna ecuestre de la esposa, entrando en su composición, desde el fuste hasta la funda, el material extranjero, y quedando el nacional reducido a la paja con que se hinchen los bastos. Sólo el almofrej se mantiene firme en sus trece, porque el ferrocarril no ha aparecido, lo mismo que el galápago de criada, de uso anual para el cambio de temperamento. En carpintería hemos visto primero la transformación de la encumbrada silla de vaqueta labrada, con estoperoles de estaño, y del escaño de madera con cajón para guardar la vajilla, en el taburete de guadamacil, con vistosos pájaros, de dudosas especies, y el canapé de forro de zaraza. Afortunadamente el cambio fue de mera transición, y de progreso en progreso, hemos llegado a la separación de ocupaciones, y tenemos carpinteros, ebanistas, talladores y tapiceros, que nos ofrecen los cómodos y elegantes muebles que hoy adornan nuestras habitaciones y que no despiden las visitas.

   Pero el progreso en las artes locales ha ido mucho más lejos. Tenemos impresores, encuadernadores, litógrafos, hojalateros, latoneros, herreros, cerrajeros, fabricantes de carruajes, pintores, empapeladores, sombrereros, albañiles, canteros, etc. etc. El Capitolio, concebido por el genio de Mosquera, delineado por Reed y ejecutado por Olaya y sus cooperadores bogotanos, es noble monumento en su conjunto, y es, en sus detalles, un verdadero certamen de nuestras artes, que demuestra su progreso. El Panóptico es verdadera escuela, que convierte a los delincuentes en buenos alfareros, canteros y albañiles, quienes, cumplida su condena, irán a ser maestros en sus respectivos pueblos. La carretera de Occidente ha creado la industria de construir carros y ómnibus, una de las más importantes de Bogotá, y al terminarse la carretera del Norte, esa industria se extenderá a la ciudad de Tunja.

   La prosperidad de las artes locales ha sido incomparablemente mayor en Bogotá que en las ciudades secundarias y en las poblaciones pequeñas. Además de la separación de ocupaciones y de la solidaridad y auxilio mutuo de las diversas artes en los grandes centros, éstos lo son también de consumidores de todo orden, desde los más ricos hasta los más pobres, de donde nace el estímulo para la perfección de las artes.

   Otro hecho que puede observarse es que a medida que las poblaciones se acercan a las grandes vías naturales de comunicación y a los puertos marítimos, ciertas artes locales decaen, por la sencilla razón de que el producto extranjero llega a esas poblaciones con menores gastos de transporte. La ebanistería, por ejemplo, ha decaído en Honda, lo mismo que la zapatería y la sastrería. Los muebles norteamericanos, especialmente silletas y sofás de asiento de paja, invaden el Estado del Tolima sin competencia alguna, porque esos productos son adecuados para el clima, y porque salen de talleres mecánicos donde la sierra prepara por centenares las piezas uniformes para cada parte del mueble, piezas que en Bogotá se trazan y se pulen una a una. Esto explica el hecho de que se pueda vender en Bogotá a $ 50 la docena de silletas norteamericanas. Los ebanistas de Bogotá se quejan sin razón de esta competencia, pues ella viene de que aquí no se hacen sino silletas muy buenas, de lujo, y silletas de guadamacil, faltando la intermedia, que solicita la clase medianamente acomodada. Cuando en nuestros talleres trabaje la sierra movida por el vapor, en lugar del solo brazo del obrero, y cuando el Ferrocarril abarate las maderas y haga concurrir las de las tierras templadas y calientes con las de los montes próximos a la altiplanicie, cesarán las quejas de nuestros carpinteros. Entretanto, la cuestión es entre ellos y los demás bogotanos que desean tener silletas elegantes y baratas.

   Siguiendo nuestro análisis, diremos que en las tierras cálidas la población se consagra principalmente a la agricultura, y desdeña un poco las artes, o no las puede cultivar con provecho. La familia del cosechero del tabaco tiene ocupaciones más premiosas que la de coser los vestidos de los peones, y la del extractor de tagua, caucho y maderas, reside en localidades que carecen de tiendas provistas de telas o necesitan con urgencia reponer las prendas de vestido que el trabajo ha gastado. Por eso prefiere comprar la camisa hecha, mayormente si la encuentra al precio de $ 5 a 6 docena, y de tela gruesa. Aumentar con la tarifa el precio del vestido de esos trabajadores que van a los bosques a arrostrar el peligro de las serpientes, el piquete del mosco, los efectos mortíferos del miasma, es simplemente quitarles una parte de su jornal para dárselo a otros trabajadores que gozan de mejor clima, y de comodidades de que aquéllos carecen.

   Cuando se habla de protección a las artes, por medio de la tarifa, parece que sólo se ven los consumidores de las grandes ciudades, olvidándose el bienestar de otras clases realmente desgraciadas, cuyos intereses tienen que ser afectados por medidas generales. Mas prescindiendo del género de vida de algunas de esas clases, no se debe perder de vista el interés de todas las que se pueden llamar pobres, aunque habiten las grandes ciudades.

   Los consumos, principalmente desde la revolución industrial que se inició de 1847 a 1851, de la que adelante hablaremos, han crecido con rapidez. La libertad del trabajo, unida a la de cambiar, han fecundado los medios de adquirir, y por consiguiente, los de consumir. Alcanzamos a conocer, en el pueblo de nuestro nacimiento, los hábitos de 1835. Entonces las señoras no usaban medias sino para salir a las visitas que no fueran de confianza, y si una de las sirvientas de familias acomodadas de Bogotá, que iban a temperar, se hubiera presentado vestida y calzada como lo está hoy, los papeles habrían parecido invertidos. Hay verdadera transformación de lo de ayer a lo de hoy. Los obreros de las ciudades, en su mayor parte, visten hoy de pantalón, chaqueta y ruana de paño, y muchos de ellos están calzados. A pesar de esto, muy lejos estamos aún del bienestar común. El peón de la Sabana sólo hace dos comidas al día, una de pan negro y chicha, otra de mazamorra de maíz con más legumbres que carne. Veremos adelante si la protección a las artes es la que puede mejorar su condición, o si esta mejora puede venir más bien de la expansión del comercio interior entre las tierras calientes y las frías.

   Volviendo a las artes que han dado productos comerciales, se ve que ellas han permanecido estacionarias en cuanto a su perfección, y que han perdido en consumidores todo lo que ha ganado el bienestar general con la baratura y belleza de las manufacturas extranjeras. Persiste, sin duda, la fabricación de toscos tejidos de algodón, de lana y fique, lo mismo que la curtiembre de cueros y la manufactura de sillas y aperos, por lo que conviene averiguar las causas.

   Hemos dicho que el verdadero progreso industrial es aquel que resulta de la riqueza gratuita como factor principal del producto, y del trabajo como factor principal del valor. Es así como el hombre logra dominar la naturaleza, con el menor esfuerzo posible, y como consigue que su trabajo sea bien remunerado. En los productos de nuestras artes lo que constituye su valor es la materia onerosa y el trabajo manual. Por lo espeso del bronco material de nuestras telas, las solicita el trabajador pobre, y como el producto extranjero abarata el precio del nacional, en este precio figura por muy poco la remuneración del trabajo. Nuestro productor gana un modestísimo salario con un jornal de doce horas de penosa labor.

   Se comprende fácilmente que si el cultivo del tabaco vuelve a tener las proporciones que alcanzó en 1860, lo que hace posible el actual cambio de estaciones, habrá en el Tolima demanda en grande escala de las producciones de las tierras frías, y consiguiente alza de salarios, lo que determinará nueva decadencia en nuestras manufacturas. La construcción de un ferrocarril de la altiplanicie al Magdalena determinará una poderosa corriente de cambios entre los productos de la agricultura de las dos regiones, y producirá el mismo efecto sobre los salarios. Se ve, pues, que el porvenir de nuestras manufacturas depende enteramente de que subsista o desaparezca la causa que les dio nacimiento: la incomunicación.

   Comparemos ahora los precios de algunos artículos nacionales con los de sus similares extranjeros, para palpar mejor las causas que influyen en la marcha de unos y otros.

   La libra de hilo con que se tejen los lienzos y mantas nacionales, es el producto de tres libras de algodón bruto. La hilandera compra la arroba en $ 2, por término medio, lo limpia de semillas, lo hila y obtiene 8 libras que le producen a 40 centavos $ 3,20: su ganancia se reduce a $ 1,20, y es probablemente la obra de dos semanas. Hilo extranjero de grueso semejante, pero uniforme, dará mayor número de varas en una libra, que el nacional; cuesta en Manchester 25 centavos, y en el Socorro, sin el derecho de importación, 35 centavos, pudiendo venderse con 15 por 100 de ganancia, al mismo precio que el hilo socorrano. El obrero inglés que vigila el movimiento de 500 husos, habrá hecho en un rato la obra de dos semanas que ha empleado nuestra hilandera, y el salario de uno y otra guardará la misma proporción.

   La pieza de lienzo de Ramiriquí, de 60 centímetros de ancho y 60 varas efectivas, vale $ 10, y vendida al menudeo, a dos reales vara, produce $ 12. Tres piezas de doméstica gruesa, de 77 a 80 centímetros de ancho, con las mismas sesenta varas, cuestan en Manchester $ 3,25, y sin el derecho de aduana y peaje en Cundinamarca $ 5,80; recargadas con 15 por 100, se venderían por $ 6,67, y su expendio al menudeo, a 15 centavos vara, produciría al detallador mayor ganancia que la presupuesta en la venta del lienzo nacional. Teniendo en cuenta la diferencia de los anchos y de los precios, el lienzo extranjero costaría al consumidor casi el 50 por 100 menos que el nacional. Un corte de manta para pantalón vale $ 1,40, y uno de manta extranjera, que cueste 7 y medio peniques yarda, es decir, tela sumamente fuerte, se podrá vender por $ 1,60 en la tienda del detallador más lejano de Bogotá; pero como el derecho de importación y el peaje de un fardo con 320 yardas de dril grueso grava cada yarda con 15 centavos, suprimido ese gravamen, se podría vender el corte en $ 1, ganando 25 por 100 tanto el importador como el detallador, y ahorrando 28 por 100 el consumidor.

   Las ruanas tejidas con hilo de lana del país valen desde $ 12 hasta $ 32 por docena. La docena de ruanas buenas, llamadas de merino, cuesta en Europa $ 15 a $ 16, y se vende aquí por mayor de $ 28 a $ 29. Deduciendo los gravámenes fiscales, se podrían vender de $ 23 a $ 24, y son incomparablemente mejores que las nacionales de ese precio. Una buena ruana de paño, que se vende en $ 4,20, valdría tan solo $ 2,80 si no pagara al Fisco $ 1,12.

   Nuestra tarifa actual, que no está basada en ningún interés de protección, es la barrera que detiene las buenas telas extranjeras en su marcha hacia el consumo del pobre. El derecho sobre los driles, zarazas y bayeta es de 60 centavos kilogramo del peso bruto de cada fardo, sea $ 45 por fardo de 75 kilogramos. Sobre los lienzos y demás telas de algodón de general consumo, el gravamen es de 40 centavos por kilogramo, o $ 30 por fardo. El gasto de fletes, comisiones y peajes representa $ 24 por carga. Tales son las ventajas que el Fisco y la distancia ofrecen a la producción nacional. Su existencia es precaria. Bastaría la mejora de la navegación del Magdalena y la construcción de un ferrocarril, para suprimir $ 6 del gasto de cada carga. Un Secretario de Hacienda, verdadero amante del bienestar del pueblo, puede obtener, como el señor Camacho Roldán durante la Administración Salgar, que los géneros de algodón para el consumo del pobre vuelvan a pagar 20 centavos kilogramo, como en 1871, caso en que cesaría la importación de telas sofisticadas a fuerza de barnices, que les dan cuerpo ficticio. La tarifa de aquel año sufrió un aumento del 25 por 100 para destinarlo a la empresa del ferrocarril del Norte, y después otro de 40 por 100 a consecuencia de la guerra de 1876. Las consecuencias de esta guerra sirven de apoyo al sostenimiento de la onerosa tarifa vigente, que grava la doméstica con 116 por 100, sin que exista empresa alguna de ferrocarril que goce del auxilio del primitivo recargo.

   Bueno es hacer constar que la tarifa defiende razonablemente el trabajo nacional consagrado a la ebanistería, zapatería y talabartería. Los muebles de madera bien pudieran entrar libres de derechos si se tratara solamente de los que pueden llegar a la altiplanicie. El transporte de un escaparate, de un escritorio o de otro objeto semejante, no bajaría de $20, suma suficiente para proteger el trabajo nacional, aunque la tarifa sólo grava con 31/2 centavos el kilogramo sobre muebles que pesen más de 25 kilogramos, y en cuya composición no entren telas o tejidos sujetos a mayor gravamen que 10 centavos kilogramo. Si el mueble es de menor peso, o si viene tapizado, el derecho es de 15 centavos kilogramo. Las silletas americanas, con asiento de paja causan por transporte y otros gastos $ 13 a $ 14 la docena, y $ 10 por derechos de importación. Si $ 24 no bastan para proteger a nuestros fabricantes de silletas, no sería con el 50 por 100 de aumento de los derechos, que sólo alcanzaría a $ 5, sino con un gravamen específico de $40, como se podría proteger la industria nacional en toda la República, pues no es de suponerse que una ley de la Unión tenga en cuenta únicamente los intereses del trabajo en Bogotá. Dejamos a los consumidores de la Costa, Cauca, Cúcuta, Tolima, etc., la apreciación de la conducta de sus respectivos Senadores y Representantes, si contribuyeran con sus votos a establecer un gravamen como aquél.

   Reflexiones semejantes pueden hacerse respecto del calzado y los galápagos. Una caja con 72 pares de botines paga $ 45 de derechos, o sea, 50 centavos por par, mientras que la de cueros curtidos sólo paga $ 11,25; quedan $ 34,75 por diferencia, y ésta agravada con $ 7 de ganancia que sobre ella hace el introductor, como estímulo para nuestros zapateros. Cuatro galápagos pagan $ 42, sea $ 10,80 cada uno, a razón de 60 centavos kilogramo, incluso el peso de la caja que los contiene. Los cueros para fabricarlos, según hemos visto, sólo están gravados con 15 centavos kilogramo, lo mismo que los fustes. Mientras que un fardo puede traer los cueros de marrano suficientes para cubrir 40 galápagos, y una caja de fustes contiene 18, el artefacto ha de venir en 10 cajas y paga derechos por 100 kilogramos de tablas y hojas de zinc, y paga también triple gasto de transporte.

   La ropa hecha no tiene mayor gravamen que la tela de que está fabricada; la levita de paño se compra en Europa por francos 50, el saco de paño de clase propia para el trabajo diario cuesta francos 20, y el de tela de algodón francos 6, y cuestan en Bogotá, respectivamente, $ 14, $ 5,60 y $ 1,60. La sola hechura de estas piezas cuesta en Bogotá las tres cuartas partes de aquellos precios. A nosotros se nos fabrican aquí, en partidas, sacos de dril a $ 1, cuando la misma pieza, con el género, cuesta $ 1,20 en Europa. De esta clase de sacos vienen 160 en fardo, su derecho de aduana cuesta $ 45, de modo que un recargo de 50 por 100 sólo gravaría cada saco con 14 centavos, suma del todo insuficiente para proteger el trabajo. En esta materia las cosas no admiten término medio. Sería preciso volver a la tarifa de 1834, de la cual siguen unas pocas muestras:

1
1
1
1
1
1
1
1
1
1
canapé, 1 cama........................
par de botas............................
par de zapatos.........................
par de zapatos para niño..........
levita.......................................
pantalón, de 15 a....................
camisa de tela ordinaria...........
hamaca...................................
traje para mujer.......................
traje para niño ........................
reales
"
"
"
"
"
"
"
"
"
300
24
10
8
100
24
8
50
140
24

   Los reales en 1834 eran la octava parte de un peso; $ 16 chinos eran equivalentes a una onza de oro, y ésta lo era a 64 chelines. El peso entonces valía, pues, 4 chelines y el real 121/2 centavos de nuestra actual moneda, de modo que los gravámenes de 1834 tienen que aumentarse en 25 por 100 para poderlos expresar con nuestros actuales décimos.

   Los datos que dejamos consignados no hacen amena la lectura del escrito en que se consignan, pero es el verdadero modo de tratar estas cuestiones. Si el ejemplo de Inglaterra, Francia, los Estados Unidos, es bueno para invocarlo en favor de la protección, que se invoque también para el modo de estudiar los intereses de los productores y de los consumidores. Estas cuestiones no se tratan ya con generalidades, citas vagas de autores y declamaciones contra las doctrinas que se les atribuyen. Cuando las cuestiones son muy complejas, se suspende su decisión en el Parlamento y se encarga su estudio a una comisión de hombres competentes, quienes no se dirigen a los libros, ni improvisan sus informes, sino que entran en investigaciones detenidas sobre los intereses que pueden ser afectados, así de las diversas clases sociales, como de las diferentes localidades. Con la gran facilidad de viajar, y teniendo a su disposición copiosos datos de estadística exacta, esas comisiones se toman, por lo menos, el intermedio de una a otra sesión legislativa para presentar un fruto sazonado, una exposición completa del asunto que se les encomienda. La regeneración administrativa debe arrancar desde su origen, desde la concepción y la confección misma de las leyes, ya que no arranque desde la confección de los legisladores.

   Hasta aquí hemos estudiado los orígenes, las causas y las tendencias de los dos grandes grupos geográficos e industriales de la República. Su genealogía respectiva son la independencia y la libertad para el interés agrícola, y la colonia y el monopolio para el interés fabril. El estudio de sus respectivas necesidades y de su fecundidad para elevarnos al nivel siquiera de las Repúblicas hermanas, debe ser precedido de un rápido bosquejo de esta lucha tenaz de los intereses y de los partidos, que en política nos ha llevado del centralismo a la federación, y en industria, del aislamiento y el monopolio, al libre cambio con el mundo civilizado.

   La historia económica y estadística de la Hacienda nacional, publicada en 1874 por el Jefe de la Oficina de la Estadística, señor doctor Aníbal Galindo, es un compendio de aquella lucha, fundado en todos los datos que se podían recoger, y en el cual lucen las aptitudes de su autor no menos que sus firmes convicciones de verdadero liberal. De ese notable trabajo vamos a tomar lo más esencial para nuestro objeto.

   El sistema tributario de la Colonia perseguía metódicamente como materias imponibles, el trabajo, el comercio, el consumo y aun las personas. La sal, el tabaco, el aguardiente, los naipes, la pólvora y la amonedación, eran industrias reservadas al Fisco; los diezmos y los quintos y fundición de oro y de plata, pesaban sobre la agricultura y la minería; la alcabala y el papel sellado servían para embarazar el comercio interior; la misma alcabala y los derechos de importación, de toneladas, de avería, etc., correspondían al comercio exterior; el tributo de indios, el subsidio eclesiástico, las medias annatas, los espolios, las temporalidades, hacían pesar sobre el indio y sobre los funcionarios eclesiásticos contribuciones de carácter personal. La libertad del comercio exterior estaba definida por real cédula de 3 de Octubre de 1614, en estos términos:

   "Ordenamos que en ningún puerto ni parte de nuestras Indias Occidentales, Islas y Tierra Firme, de los mares del Norte y del Sur, se admita ningún género de tratos con extranjeros, aunque sea por vía de rescate o cualquier otro comercio, pena de la vida y perdimiento de todos sus bienes a los que contravinieren a esta nuestra ley, de cualquier estado y condición que sean."

   Un siglo después describía el señor Ustariz, Ministro español, la teoría del comercio, y en ella decía:

   "Es necesario emplear con todo rigor todos los medios que puedan conducirnos a vender a los extranjeros mayor cantidad de nuestros productos que la que ellos nos vendan de los suyos: éste es todo el secreto y la única utilidad del comercio."

   El suelo de nuestro territorio se dividía en dos partes: la capa superficiaria, cedida a particulares, quedaba con la servidumbre de no producir tabaco sino por cuenta del rey, y con el censo del 10 por 100 del producto bruto de todo otro cultivo y del de las crías de ganado; las entrañas de la tierra pertenecían a Su Majestad, principalmente si contenían sal y minerales de oro y de plata. La sal no podía extraerse sino por cuenta de aquella misma Majestad, que se ha perpetuado en la región chibcha, disfrazada con el gorro frigio. En cuanto al oro y la plata, plomo, estaño, azogue, hierro, etc., su extracción era permitida a todos sus moradores "con tal que nos paguen", decía el Rey, "la quinta parte de lo que cogieren y sacaren neto; que nuestra voluntad es hacerles merced de las otras cuatro partes..."

   Los que extraían esos metales eran en su mayor parte esclavos, a quienes el amo dejaba un solo día de la semana |para trabajar por su cuenta, y eso no en todas partes.

   Tal fue el punto de partida de nuestra evolución.

   De 1810 a 1821 sólo se pensó en combatir. De 1821 a 1832 la vida de Colombia fue la de un feto precoz, ahogado en las caricias de algunos de sus padres. No se podía pedir, como dice el señor Galindo, reformas económicas a los hombres de Estado y a los guerreros de aquella época inmortal, en que se trataba, antes que todo, de sacudir el yugo de España. Con todo, el Congreso de 1821 preparó la extinción de la esclavitud, y el de 1824 libró la tierra de la servidumbre del mayorazgo. Por desgracia, asomó desde entonces la protección por medio de la tarifa aduanera, no obstante que era el extranjero quien suministraba armamento, municiones, equipo, buques de guerra y dinero para sostener la lucha en tierra y mar. La ley de 28 de Septiembre de 1821, que inoculaba en nuestro sistema fiscal la hostilidad al libre cambio, siquiera consolidó en un solo derecho todos los que la Colonia hacía pesar sobre el comercio exterior. Al propio tiempo, la ley de 10 de Julio prohibía en absoluto la exportación del oro y de la plata en toda forma.

   No exportar oro ni plata, y proteger con la tarifa la producción fabril nacional, cuando nuestro país casi no exportaba sino metales preciosos, era condenar a la Nación al aislamiento. Tal decreto no podía cumplirse, y a despecho de él, el oro salió y las manufacturas extranjeras entraron. Los diferentes impuestos arriba mencionados fueron desapareciendo sucesivamente; hasta no quedar, cuando se disolvió la primera Colombia y se constituyó la actual con el nombre de Nueva Granada, sino los monopolios de sal, tabaco y aguardiente; los diezmos, los derechos de importación, de quintos de oro y de amonedación; los peajes, papel sellado e hipotecas y registros. Todo esto, sin embargo, formaba un conjunto bastante confortable, y dejaba comprender que la Colonia subsistía en lo industrial hasta 1832.

   En la época colombiana se destaca, de entre un grupo de economistas rancios, la simpática figura del señor Castillo, patrocinando el impuesto directo como medio de igualar a los ciudadanos en la contribución, así como lo estaban en los derechos: "Esta igualdad, decía aquel ilustre compatriota, no es grata ni provechosa a ciertos hombres que, acostumbrados a no hacer desembolsos en beneficio de la República, quieren sacar todas las ventajas de la independencia, dejando todas las cargas a la clase que nunca pudo evitar las contribuciones, y sobre la cual pesaron cruelmente las indirectas." Estas palabras nos hacen creer que el señor Castillo era enemigo de los monopolios y de los derechos que gravan fuertemente los consumos de las clases pobres, impuestos que en su época no podía atacar de frente. Su idea fracasó por prematura, pero siguió germinando en los espíritus. Después da cincuenta años no ha avanzado mucho, ni aquí ni en ninguna parte del mundo: la tenemos aún en vía de ensayo, como contribución municipal. Ella no entrará en las costumbres sociales y políticas sino cuando la seguridad de la propiedad sea perfecta, y cuando los gastos de los gobiernos, en América como en Europa, se reduzcan a los que indispensablemente exija el interés social. Esa época está lejana aún: los gobiernos están oprimidos por deudas enormes y por ejércitos y armadas de colosales dimensiones.

   Sin embargo, los hombres acomodados sí hacen, en los países en que gozan de seguridad y de libertad, sacrificio en beneficio, no sólo de cada comunidad, sino del género humano. En los Estados Unidos y en Inglaterra las principales ciudades están llenas de establecimientos de instrucción y de beneficencia, sostenidos por particulares; se organizan costosas expediciones para explorar los polos del planeta y los continentes cerrados por la barbarie, en busca de leyes físicas de incalculable trascendencia, o de relaciones nuevas, fecundas para la civilización; se crean y se sostienen cajas de ahorros para formar capitales a los pobres, y sus acumulaciones se cuentan por millares de millones; se abren suscripciones para aliviar grandes desgracias en todo el mundo, y esas suscripciones se encabezan con $ 100,000 suscritos por un solo individuo, como lo acaba de hacer el filántropo Director del Herald de Nueva York para socorrer a los pobres de Irlanda.

   Compárese la doctrina del señor Ustariz sobre el comercio, con esta otra del señor Castillo: "Si se quiere hacer abundante el producto de las contribuciones, es indispensable estimular el interés de los ciudadanos y facilitarles los medios de ejercer libremente todo género de industrias, removiendo todas las trabas que la entorpecen. Todo el misterio consiste en abrir las fuentes cegadas de la riqueza, dando movimiento vital a la industria y al tráfico". En estas palabras está el germen de la obra que cuarenta años después debían acometer Florentino González, Mosquera, Murillo y sus cooperadores. Entretanto, la inteligencia de Castillo era un destello de luz que se apaga entre las preocupaciones de la época.

   Las ideas proteccionistas venían encarnadas aun en inteligencias de brillo. El doctor José Ignacio de Márquez, Secretario de Hacienda en 1831, decía al Congreso: "Las artes están bien atrasadas entre nosotros, por una consecuencia del bárbaro sistema colonial. Este mal proviene principalmente de la extensión ilimitada que se ha dado al comercio extranjero.". . .

   . . . "Si se quiere vivificar el comercio interior y beneficiar a los colombianos, preciso es que se pongan trabas al comercio extranjero, prohibiendo absolutamente la introducción de varios géneros, frutos y efectos que se producen en nuestro país, y de todo cuanto puedan proporcionarnos nuestras nacientes artes, y recargando de derechos a los que no siendo de necesidad sirven sólo para extender el lujo y crear necesidades facticias. Sería para esto muy benéfico el restablecimiento de la ley de consignaciones, y que los extranjeros no pudiesen vender por menor."

   El doctor Márquez empezaba sus razonamientos con una contradicción patente. El atraso de las artes era, según él, consecuencia del bárbaro sistema colonial, y ese mal lo atribuía a un mismo tiempo a la ilimitada extensión que en la República se había dado al comercio extranjero; a ese comercio que la colonia prohibía con pena de muerte y confiscación! El señor Márquez no era buen economista, pero sí un distinguido jurisconsulto y gran patriota. Recordamos que en la clase de Derecho Romano se extasiaba predicando amor a la República; pero en realidad él la confundía con la patria, por ser aquélla la forma de nuestro gobierno. Nuestro espíritu se turbaba frecuentemente con el contraste que ofrecían las doctrinas del Derecho Romano, expresión de los hechos políticos y sociales de la República aristocrática y conquistadora, con las enseñanzas científicas y verdaderamente liberales del doctor Ezequiel Rojas, en la clase de Economía Política. Este enseñaba la libertad del trabajo, la fecundidad del cambio, la constitución natural de la sociedad, su integridad universal, que no reconoce fronteras para comprar y vender, ni para calificar los productos y los productores de nacionales o de extranjeros: el Derecho Romano era la encarnación de la esclavitud en lo doméstico, y la sustitución del cambio por el tributo en las relaciones con los demás pueblos.

   Las ideas del doctor Márquez quedaron consignadas, hasta donde era posible, en la tarifa de 1834, de que atrás hemos dado algunas muestras. No se prohibió absolutamente la introducción de varios géneros y artefactos, pero sí se les recargó con derechos monstruosos. En cuanto a la libertad comercial de los extranjeros, no se restringió, acaso no por falta de voluntad, sino porque no lo permitían los tratados celebrados con Inglaterra y los Estados Unidos. El plan industrial siguió desarrollándose con leyes que concedían privilegios exclusivos para la fabricación de algunos artículos, como las de 23 de Marzo de 1823, para la loza fina; las de 5 y 22 de Mayo de 1884, para el papel y el vidrio; la de 15 de Abril de 1841, que prorrogó el privilegio concedido en 20 de Agosto de 1827 para elaborar fierro, etc., etc. Pero ni con sinapismos de esta clase pudieron las artes progresar. Su marcha continuó el camino que le trazaban los hechos, las leyes naturales que reglaban sus orígenes y sus naturales tendencias. Los privilegios caducaron, por sustracción de materia, en cuanto a vidrio, papel y tejidos, después de agonía más o menos lenta. La fabricación de loza continúa, como en la China, en plácida inmovilidad, y la Ferrería de Pacho, después de haber arruinado dos o tres compañías, entra en nueva transformación, aun habiendo vendido recientemente sus existencias de hierro a $ 20 el quintal. A este ramo volveremos después.

   No tan sólo las artes sino la industria y la riqueza general del país durmieron en los 15 años transcurridos de 1832 a 1847, pues que el régimen de las trabas al trabajo y al libre cambio subsistió durante ese período. "No se había estimulado, como quería el doctor Castillo, el interés de los ciudadanos, ni facilitádoles los medios de ejercer libremente todo género de industria, removiendo todas las trabas que la entorpecían." A ejecutar esta obra redentora vino de Europa Florentino González en 1847, trayéndonos el libre cambio como fruto de su larga residencia entre los compatriotas de Peel y de Cobden. ¡Go ahead! fue el grito lanzado a los cuatro vientos por aquel poderoso y fiel atleta de la libertad. Los ecos repercutieron en toda la República el generoso clamor, y el edificio colonial tembló en sus seculares basamentos.

   La sed de gloria, el inquieto patriotismo de Mosquera, su extensa, pero poco profunda ilustración, y su energía incontrastable, iban a encontrar alimento fecundo y sana dirección en el campo de la reforma liberal. Sin todas las cualidades de ese hombre, completadas por la lucidez y la fijeza de ideas de González y de sus demás cooperadores, la inmortal revolución de 1846 a 1851 habría descendido tal vez a las mezquinas proporciones de una guerra civil. A esa grandiosa obra de redención cooperaron ilustraciones del partido conservador, como Caro, que sacó la contabilidad oficial del caos a la luz, y Pombo, que arrancó la moneda al fraude oficial para ofrecerla con honradez al cambio universal, con la ley de 0,900. Concibióse entonces la construcción del Capitolio, en cuya escuela habían de formarse los obreros que han demolido las construcciones moriscas de Santafé, sin cimientos, sin simetría y que avanzaban sobre la mitad de la calle sus pesados balcones, para cambiarlas por nuestras elegantes casas modernas, cuyas paredes ya pueden elevarse lo suficiente para resistir tres pisos.

   De la Administración Mosquera salió la memorable Comisión Corográfica a tomar posesión científica del suelo patrio, y para adquirir conocimiento de sus riquezas naturales, de los monumentos de la extinguida civilización americana y de la de sus actuales moradores. Codazzi, mártir inmortal de la ciencia, determinaba la dirección de las montañas, de los ríos y de los caminos, y fijaba la situación de los lugares; Ancízar primero, y después Santiago Pérez medían la altura de éstos, estudiaban sus producciones, sus costumbres, sus razas, su comercio y su riqueza; Triana estudiaba nuestra flora y la fijaba en láminas y en descripciones científicas, trabajos que debía ir luego a terminar en Europa, a donde él iba a ocupar puesto entre los sabios, así como sus colecciones lo tomaron entre los más notables monumentos de la ciencia en las grandes exhibiciones.

   Los trabajos de la comisión corográfica quedaron desgraciadamente incompletos por la prematura muerte de Codazzi; más a pesar de esto, sus materiales han servido para que poseamos mapas de la Nación y de cada uno de sus Estados, y una geografía en que se puede estudiar nuestra situación económica.

   El terreno estaba preparado para las reformas. La instrucción universitaria, organizada bajo el severo plan concebido en 1842 por el doctor Mariano Ospina, y servida por hombres de sólida ciencia, sin acepción de partidos políticos, pronto dotó al país con propagadores entusiastas de la libertad comercial, capaces de medir sus fuerzas con los viejos atletas del sistema prohibitivo. Al que esto escribe le cupo la satisfacción, a poco de haber salido del Colegio, de redactar el momorial de la Cámara provincial de Mariquita al Congreso, pidiendo la abolición del monopolio del tabaco.

   En el país tampoco faltaba opinión en el sentido del libre cambio y del trabajo libre. El incendio de los comuneros del Socorro, traidoramente apagado con la horca, dejó entre sus cenizas algunas chispas que de cuando en cuando se dejaban ver. A la tarifa de 1834 contestó, en el mismo año, la Cámara del Socorro, con una petición para que se aboliera el monopolio del tabaco.

   Al proponer el señor González su reforma aduanera al Congreso de 1847, decía: "En un país rico en minas y productos agrícolas, que pueden alimentar un comercio de importación y de exportación considerable y provechoso, no deben las leyes propender a fomentar industrias que distraigan a los habitantes de las ocupaciones de la agricultura y minería, de que pueden sacar más ventajas. Los granadinos no pueden sostener en las manufacturas la concurrencia de los europeos y de los americanos del Norte, y las disposiciones que puedan inducirlos a la industria fabril, despreciando los recursos que las producciones agrícolas pueden proporcionarles, no están fundadas en los principios que debe consultar un Gobierno que desea hacer el bien de la nación que le ha confiado el manejo de sus negocios. La Europa, con una población inteligente, poseedora del vapor y de sus aplicaciones, educada en las manufacturas, llena su misión en el mundo industrial dando diversas formas a las materias primeras. Nosotros debemos también llenar la nuestra; y no podemos dudar cuál es, al ver la profusión con que la Providencia ha dotado esta tierra de ricos productos naturales. Debemos ofrecer a la Europa las primeras materias, y abrir la puerta a sus manufacturas para facilitar los cambios y el lucro que traen consigo, y para proporcionar al consumidor, a precio cómodo, los productos de la industria fabril."

   Explicando las causas por qué no venían a nuestro país productos extranjeros cuya importación diera al Tesoro más de $ 1.000.000, agrega el mismo pensador: "No basta para consumir el que haya en un país muchos habitantes; es menester que estos habitantes tengan medios de consumir, y estos medios son la riqueza, que no se obtiene sino produciendo cosas que puedan venderse con utilidad, como nuestros tabacos, nuestros azúcares, el añil, el café, el cacao, el algodón, las maderas preciosas, el oro, la plata y el cobre de nuestras minas. . ."

   La tarifa fue reformada en el sentido de reducir en un 25 por 100 la cuota general de los derechos de importación, y de no servir de estímulo a la industria fabril, aunque esto en menor grado, pues los derechos entonces existentes eran virtualmente prohibitivos de muchos artículos.

   El monopolio del tabaco vino a tierra en 1849, pero quedó subsistente un impuesto sobre las siembras, que no alcanzó a vivir ni un año, pues el empuje de la opinión lo barrió como estorbo. En esta labor entraron campeones aun más resueltos que el señor González, pues la Administración del General López en gran parte simbolizaba la completa extirpación de aquel odioso cáncer de la industria y la libertad del trabajo.

   La penuria del Tesoro, mal crónico entre nosotros, agravada con la pérdida de la cuantiosa renta que daba el tabaco, oponía dificultades casi insuperables a la abolición de los demás monopolios y a la de los diezmos y quintos de oro, impuestos contra los cuales no era la opinión menos adversa que contra el monopolio del tabaco. Para zanjar esa dificultad propuso el Secretario de Hacienda, doctor Manuel Murillo, al Congreso de 1850, la descentralización de algunas rentas y gastos. Esa importante medida tenía por objeto ostensible la resolución del doble problema de establecer el equilibrio entre las rentas y los gastos nacionales, y facilitar la extinción de las contribuciones impopulares. El doctor Murillo, con notable sagacidad, concibió el plan de encargar a las Cámaras provinciales aquella extinción, y en vez de crear el Gobierno nacional nuevos impuestos, se descargó en dichas Cámaras de algunos departamentos de gastos que gravitaban sobre él.

   Cediéronse las rentas de diezmos, aguardientes, quintos de oro, peajes, hipotecas y registros, e impuestos varios. Rápidamente desaparecieron los diezmos y los quintos de oro en toda la República, y el monopolio de aguardientes en la mayor parte de las provincias. El impuesto directo se adoptó en casi todas ellas en reemplazo de los ramos abolidos. Para plantearlo fue preciso arrostrar la resistencia de las clases propietarias, resistencia que es natural para todo gravamen, pero que era entonces, como lo es todavía, principalmente motivada por el deseo de ocultar la riqueza. Este deseo se desarrolla en proporción a la inseguridad de los propietarios y de las propiedades. Tal resistencia ocasionó lucha tenaz entre los liberales, partidarios entonces sistemáticos de la contribución directa, y la masa propietaria, que la resistía y la temía. Las doctrinas se exageraron hasta proclamarse algunas que eran realmente disociadoras y que hacían aparecer al partido liberal como inclinado al socialismo, que por entonces estaba en boga en la literatura francesa.

   Los gastos descentralizados fueron los llamados, según sus departamentos en el Presupuesto, gobernaciones, tribunales, fiscales, juzgados de circuito, culto y lazaretos, hospitales y colegios. Equivalía esto a transmitir a las provincias la parte más efectiva del poder central, pues era evidente que quien iba a fijar y a pagar los sueldos de los Gobernadores y de los Jueces, tendría bajo su dirección la acción de esos funcionarios.

   En su aspecto político la descentralización fue un paso decisivo hacia la federación, por lo que, apenas terminada la guerra de 1854, apareció la nueva situación que impuso primero la creación del Estado de Panamá, luego la del de Antioquia y Santander, hasta que en 1857 fue irresistible la adopción del sistema federal para toda la Nación. La obra del ferrocarril de Panamá y el paso de los enjambres de aventureros por aquel istmo en solicitud del oro de California, hicieron creer que aquellas localidades debían formar una entidad autonómica. No comprendíamos entonces todo el alcance de una medida que iba a trasladar el poder soberano a una sección en que la raza blanca, el prestigio de la ilustración, estaban ahogados por el elemento africano; y esto al tiempo mismo en que la responsabilidad de la Nación, moral e internacional, iba a adquirir proporciones desmesuradas respecto de la acción de un gobierno encaramado acá en las crestas de la cordillera oriental; acción tan ineficaz como lo ha comprobado la experiencia y como lo observa el corresponsal del Times en la parte que de su escrito copia el número 16 de La Defensa.

   La creación de Antioquia como Estado federal se debió principalmente al anhelo de los conservadores, dirigidos por el señor Mariano Ospina, de salvar las tradiciones conservadoras, la civilización misma, amenazada, en su concepto, por lo que entonces se llamaba el rojismo. Allá, en esas nuevas Asturias, se refugió, cual nuevo D. Pelayo, el señor Ospina con esas tradiciones. Con la exageración con que obra toda fuerza reaccionaria, en Antioquia se organizó un gobierno esencialmente centralizador, fuerte por su intervención en la vida social, dotado de cuantiosas rentas, y que, aun cuando aparentemente creado para librar a los antioqueños del contagio socialista o comunista, por el aislacionismo, no por eso aspiraba a menos, a semejanza de los sucesores de Pelayo, que a recuperar en todo el país la influencia y el poder perdidos por los conservadores. Las victorias liberales de 1860 a 1863, la ocupación misma de Antioquia para expedir allí la Constitución que nos rige, fueron una corta interrupción al desarrollo de la idea de reconquista, que no se creyó madura hasta 1876. Aquí no criticaríamos la idea de reconquista si ésta se hubiera fundado en la simple atracción ejercida por el espectáculo de un gobierno que conservaba la paz doméstica, daba garantías a los ciudadanos y tenía recursos para no mendigar auxilios del gobierno general.

   La influencia política de la descentralización y de la federación no ha sido extraña a la evolución industrial que bosquejamos. No solamente se debe a ella la abolición de los quintos de oro y de los diezmos, considerados éstos como renta pública, sino que la creación de centros de vigor político, lejos de Bogotá; y el poder que tienen las legislaturas de anular las leyes del Congreso federal, hace ya imposible que las contribuciones sean creadas en favor o en contra de intereses determinados, sean de clase o de territorios. Podrá el espíritu de partido influir pasajeramente en que los Representantes de los Estados se presten a condescendencias locales, pero los pueblos no se someterán servilmente a pagar tales condescendencias por mucho tiempo. Para nosotros es perfectamente seguro que el monopolio de la sal no existiría si las salinas de Zipaquirá estuvieran situadas a mayor distancia de la capital, o si la mayoría de los que disfrutan de sus productos no residiera en Bogotá.

   En 1851 se expidió una nueva tarifa, en la cual se volvió a sentir la antigua tendencia hacia la protección. Las telas comunes de algodón pagaban, según esa tarifa, 11 centavos por libra, y 40 en ropa hecha; lona y crehuela, 3 y medio centavos, y en ropa hecha, 50; ruanas, paños y otras telas de lana, 40 centavos, y en ropa hecha, $ 1; lino en brines, crehuelas, etc., 20 centavos, y en ropa hecha, $ 1. Una fracción del partido liberal creía entonces, como cree hoy que necesitaba el apoyo de las clases obreras de la capital para ejercer presión política, y la discrepancia de la otra sección, en cuanto al empleo de la tarifa proteccionista para aquellos fines, es probable que contribuyera a alimentar esa división que se dejó ver entre los liberales desde que el señor Murillo se separó del gobierno. El General López pudo creer que la mayoría del partido liberal no apoyaba las ideas del señor Murillo, que en aquella época parecían tender a un poco más allá del mero radicalismo, y se inclinó del lado en que creía encontrar la mayoría. Aquel ilustre procer era demócrata por excelencia, y si toda su vida no hubiera dado testimonio de ello, bastaría, para demostrarlo, el hecho de haber sometido la elección de su ministerio a la aprobación extraoficial de la mayoría de sus copartidarios en las Cámaras. Esta costumbre política es la que hace funcionar tan pacíficamente el gobierno representativo en Europa. La Constitución inglesa deja a la Corona entera libertad en la elección de sus ministros, pero la costumbre le impone el deber de escogerlos entre los jefes del partido que domina en la Cámara de los Comunes. Se evitan, por ese medio, las colisiones entre el poder legislativo y el ejecutivo, tan funestas para la paz pública.

   Con el triunfo de la candidatura del General Obando, no obstante que a él cooperaron casi todos los liberales, quedó más acentuado el ascendiente de la sección no radical. No hace a nuestro propósito seguir las peripecias de la lucha en que entraron las dos secciones, cuya crisis fue el 17 de Abril de 1854. El hecho que de esa lamentable revolución debemos recoger es el papel preponderante de la mayoría de los artesanos de Bogotá en el sostenimiento de la dictadura del General Melo. En su apoyo ofrendaron generosamente sangre y vida. ¿Sabían ellos por qué intereses se sacrificaban? ¿Pudieron ver entonces lo que había detrás de la tarifa protectora? ¿Alcanzaron a palpar algún beneficio real en los tres años que duró vigente aquella tarifa? ¿Marcharon ellos al destierro en compañía de los Jefes que los habían alborotado? Muy triste es considerar lo poco que valen los consejos de la prudencia y las relaciones mutuamente ventajosas entre todas las clases realmente laboriosas, delante de las sugestiones interesadas de la política. La libertad es el alimento de aquellas relaciones, como es la falsa idea de la igualdad el sofisma que determina estas preferencias.

   Aun antes de terminar la guerra, el Congreso de 1854 reformó la tarifa en el sentido de suprimir los fuertes derechos sobre los artículos cuya producción se había querido proteger en 1851. El principio del libre cambio recuperó su imperio, y uno de sus más conspicuos representantes iba pronto a consagrarlo, sin ambages, en el frontispicio mismo de la ley de aduanas.

   El artículo 58 del proyecto de ley orgánica del sistema rentístico, presentado al Congreso de 1857 por el Secretario de Hacienda, decía:

   "El sistema de aduanas de la Confederación no tiene otro objeto que la percepción del impuesto establecido sobre las importaciones y exportaciones.

   Con semejante artículo, que se consignó como primero del Código de aduanas, no quedaba ya la menor duda, ni a nacionales ni a extranjeros, de que el libre cambio era el principio fundamental en nuestras relaciones comerciales. Toda ambigüedad debía cesar a este respecto. Aquella disposición, lo mismo que otras indicaciones congruentes con ellas, se apoyaban en razones expuestas en luminosas páginas de la Memoria de Hacienda del citado año, y ciertamente que es difícil la elección de conceptos en un cúmulo tan considerable de ellos.

   "En materia de protección, decía aquel documento, no hay medio: o a todas las industrias o a ninguna. Por consiguiente, la lógica de la justicia dicta uno de estos dos partidos: o el alza de derechos sobre el calzado, el vestido, los muebles y todos los demás artículos que se produzcan en el país; o la inmediata atenuación de ese fuerte derecho que hoy pesa sobre los tejidos de algodón y muy particularmente sobre los ordinarios. . .

   ". . .Y no os detenga el temor de producir un repentino cambio en el modo de vivir de las poblaciones que hoy se ocupan en la fábrica de tejidos; porque, en primer lugar, los enormes gastos que cuesta la traslación de los cargamentos de la costa al interior, serán por mucho tiempo una prima positiva en favor de los tejidos fabricados en el país, por grande que sea la rebaja que se haga en los derechos de importación; porque, en segundo lugar, no se trata de suprimir enteramente esos derechos, sino de disminuirlos; porque, en tercer lugar, la concurrencia de las telas extranjeras bajo un pie menos oneroso que el presente, será un estímulo poderoso para la mejora de nuestros hoy imperfectos artefactos, que la influencia letal del privilegio mantiene estacionarios, como sucede siempre que entre la demanda y la oferta se interpone la acción de la ley; porque, en fin, aun esa simple reducción de que se trata puede llevarse a efecto gradualmente. Además, vosotros sabéis cuánto han progresado nuestras industrias agrícola, pecuaria y minera en la última década; sabéis que hay lugares en donde los salarios se han duplicado y aun triplicado, y que no hay uno solo en donde no hayan tenido una alza de más o menos valor: el trabajo no es, pues, entre nosotros, una necesidad de difícil satisfacción, ni tampoco una tarea ingrata y estéril, como sucede en los países cuyas instituciones han sido establecidas en beneficio exclusivo del menor número. . .

   "Hay un hecho que algunos de vosotros no podéis ignorar. Este hecho es: que las cuatro quintas partes de la población del Atlántico y de esas otras que, como os he dicho, son las que pagan precisamente la mayor suma de los derechos sobre los tejidos ordinarios de algodón; que esas cuatro quintas partes de la población expresada, repito, aunque tengan, como realmente tienen, mucha afición al bien vestir, tendencia muy pronunciada entre los obreros de las ciudades marítimas, no pueden, sin embargo, satisfacer sus deseos, porque el precio de las telas de algodón sobrepuja el nivel de sus recursos ordinarios. . .

   "No vaciléis, ciudadanos legisladores, en acoger esta indicación; y llevad una vez más vuestra fecunda segur a la tarifa con aquella confianza que da la Providencia a los que son guiados por el sentimiento de la verdad y buscan, por término único de sus trabajos, la felicidad pública".

   Aquí tienen nuestros lectores copiadas algunas de esas bellas páginas que el doctor Núñez consagró en otros tiempos a la causa de la verdad. Esta subsiste aún, a pesar del cambio de los tiempos, y es imposible, perfectamente imposible, que el actual Presidente de la Unión tenga ideas proteccionistas. Lejos está de nosotros la mezquina satisfacción de exhibir contradicciones en el modo de pensar de un hombre de la importancia del señor Núñez. No: lo que queremos es disputárselo al torbellino de la política, a fin de conservar intactas esa inteligencia y sus frutos, en armonía con el carácter, para que la posteridad recoja, como gloria nacional, esa personalidad. Nos dirigimos a sus amigos de hoy para que no lo arrastren a un sendero peligroso, que ya se ha recorrido y se ha visto que conduce a la catástrofe. En descargo del señor Núñez podemos todavía presentar la debilidad relativa de las fuerzas políticas que lo han elevado al poder, fuerzas recogidas entre los escombros del gran partido liberal desunido, al amparo de la actitud espectante de su contrario, que ha sabido reorganizarse y constituirse, como partido netamente republicano, para recoger el poder público, cuando los pueblos, desesperados, clamen por algo que tenga vitalidad propia y ofrezca garantías de estabilidad y de orden.

   El señor Núñez habla en su discurso del estudio particular que requiere el asunto de que tratamos, a fin de que sólo se proteja lo que ofrezca fundadas esperanzas de progresos: habla él de las grandes industrias europeas y norteamericanas, formadas al amparo de la protección, como medio de detener la decadencia del trabajo nacional para poder equilibrar nuestros cambios con el extranjero; sus ideas no han sido desarrolladas, y no es posible suponer que ellas sean las consignadas en el proyecto que se discute en las Cámaras, pues que éste se contrae a la protección de cuatro artes, de las cuales sólo una emplea en parte materiales nacionales.

   Hay en la presente situación notable desconcierto. En la parte meramente política de esta labor está el germen de la paz, si se persiste en el terreno de la justicia para todos los intereses y todos los derechos que han sido heridos en medio de la lucha. Las grandes fuerzas sociales no pueden menos que ponerse del lado de un poder que proclame esa justicia, única esperanza de salvación; y con el apoyo de tales fuerzas es innecesario ocurrir a otras tan costosas como peligrosas. Buscar en algunos artesanos de Bogotá una especie de guarnición para custodiar, más que a un gobierno, a un partido; y en un grande ejército el medio de custodiar los gobiernos de los Estados, es desconfiar del apoyo eficaz, barato y desinteresado de toda la masa nacional; y es despedirse de los medios pecuniarios con que se pudiera iniciar, pero iniciar de serio, una grande obra, a la cual pudiera asociarse un nombre que se hiciera grande.

   Volvamos a nuestro asunto.

   El decreto del General Mosquera, de 16 de Octubre de 1861, organizó las aduanas bajo el sistema del peso bruto, y aunque lleva la firma del General Trujillo como Secretario de Hacienda, fue obra del señor Núñez y de otros dos colaboradores. El artículo 1° vuelve a sancionar el principio de que el sistema expresado no tiene otro objeto que la percepción del impuesto; y aun cuando esto no se hubiera dicho, sin el sistema de arancel no se puede organizar la protección. La tarifa ad valorem y la del peso bruto no se prestan, como la de arancel, a obedecer el antojo del legislador en materia de protección, pues sigue cada uno su regla fija.

   No es este el lugar de expresar opinión sobre las ventajas y los inconvenientes de los sistemas. Nos basta poder afirmar que el del peso bruto es el que ha servido para elevar el producto de las aduanas a $ 4.000.000 con una importación de $ 10.000.000. El gravamen se ha ido aumentando hasta ser casi monstruoso, y la eficacia con que se recauda prueba la eficacia y la energía del sistema. La protección por medio de la tarifa no puede menos que desvirtuar dicho sistema, porque haciendo ella precisa la creación de clases especiales para aplicarles un gravamen crecido y especial, como se ve en el proyecto que discuten las Cámaras, el principio fundamental de ese sistema entra en lucha consigo mismo, y de esa lucha tiene que resultar la pérdida de esa sencillez que ofrece para liquidar los derechos y para preconstituír pruebas con las cuales pueda la aduana invigilar las operaciones del introductor, y pueda también el Gobierno invigilar las de la aduana. Con el sistema del peso bruto se fija un derecho al cual queda sometida la infinita variedad de los productos extranjeros, y se establecen unas pocas excepciones para dar libertad, o para gravar poco, ciertos productos que se determinan con especialidad. Con la reforma que se propone en el proyecto se quiere establecer una nueva clase de la tarifa, gravada con 90 centavos kilogramo, o sea $ 67 por bulto, clase que se compondrá de los artículos de ropa hecha y de manufacturas de cuero. ¡Cuán vasto campo se dará a la acción del contrabando! ¡Cuánta vejación para el comercio si se le abren todos los bultos de 5a clase para pescar vestidos y correas!

   Tratando la cuestión del Banco Nacional hicimos observar que para facilitar la circulación de sus billetes sería preciso deshacer la obra de la Administración Gutiérrez: la reivindicación de la contribución de aduanas, cuya recaudación se centralizó en la Tesorería General. Parece que esto ha hecho caer en la cuenta de que la indicación era conveniente, no para volver atrás en la cuestión del Banco, sino para retroceder de aquella prudente medida. Ahora es de esperarse que por ser incompatible la protección con el sistema del peso bruto, se abandone éste más bien que aquella, y lleguemos a la catástrofe fiscal.

   La extensa, tal vez fastidiosa exposición de la marcha que han seguido la producción fabril y las ideas contradictorias de libertad y protección, nos trae ya a las conclusiones que adelantamos al principio de este artículo: decadencia de la fabricación de artículos comerciales y progreso en las artes, que ha necesitado el desarrollo progresivo de los consumos.

   No nos ayuda para esta parte de nuestro trabajo la estadística, pues no la hay de los valores ni de las cantidades de los productos fabriles nacionales. Con todo, se puede calcular, por vaga aproximación, la importancia del ramo de tejidos de lana y de algodón, que es el más considerable. La principal casa de Bogotá que negocia en ropa de batán o del país, envía a los Estados de Antioquia, Tolima y el Cauca, poco más de $ 100.000 al año, y calcula en $ 5.000 el resto de la exportación para esos Estados. Supongamos que en el consumo de los Estados de Cundinamarca, Boyacá y centro y sur de Santander se consuma el triple de aquellas sumas, y tendremos una producción total de $ 600.000 en tejidos. La cauntía de esta suma no es prueba de progreso. En primer lugar, la población ha más que triplicado desde 1810, y sería preciso probar que la producción también ha triplicado. En segundo lugar, existe el hecho evidente de que la gran masa de los consumidores, que durante la Colonia tenía que vestirse con ropa del país, consume hoy la extranjera. Finalmente, subsiste un derecho de $ 30 por fardo de 25 domésticas de buena clase, más un gasto de $ 12 por transporte, peaje, etc., fuera de seguros y comisión de compra, lo que significa una protección de $ 1,70 en pieza, o de cerca de 7 y medio centavos en cada vara.

   Según las ideas del Presidente, esta industria, que cuenta con materias primeras, con una crecida población ya adoctrinada en ella, y que está esparcida en muchos lugares, debiera ser de las llamadas a estimular el trabajo nacional. Fecundada esa industria, los sastres de Bogotá podrían establecer fábricas de confección de ropa, capaces de luchar con los talleres extranjeros; pues de otro modo, para que ellos se dediquen a hacer levitas y pantalones de paño, será preciso rebajar mucho los derechos de esa tela. De este modo no habría contrabando de telas, ni se desquiciaría el sistema del peso bruto, aunque sí decaería la renta de aduanas y se protegería el consumo de las clases ricas. Para promover la fabricación de tejidos habría que elevar a dos reales el impuesto sobre cada vara de doméstica; pero en ese caso los obreros de los Estados del Atlántico tendrían que renunciar a su afición por el bien vestir. Lejos de esto, lo que se puede predecir con toda seguridad es que ni esos obreros, ni la totalidad de los habitantes de los Estados no fabriles, toleren que sus Representantes al Congreso se presenten a apoyar medidas que los obliguen a pagar más caro su vestido, su calzado y sus muebles, si tales medidas no se dictan exclusivamente por la necesidad de aumentar el producido de las aduanas. En los tiempos del centralismo se podía disponer que los intereses de unas localidades se sacrificasen a los de otras, pero esos tiempos han pasado. Hoy se debe pensar en armonizar todos los intereses, y no hay armonía fuera de la libertad.

   Para terminar con lo relativo al grupo fabril diremos que él tiene también intereses agrícolas, y que éstos son inmensamente más importantes que los fabriles. El progreso agrícola está reconocido desde 1857 en la Memoria de Hacienda, de la cual copiamos ya algunos párrafos. Ese progreso era, en gran parte, consecuencia del desarrollo industrial del Estado del Tolima, y de los demás territorios que se consagraron al cultivo del tabaco. Viene esto de una causa natural, fecunda, que hace solidario, inseparable, el progreso de las regiones frías del de las regiones cálidas. La diversidad de las temperaturas diversifica las producciones del suelo, y convida al comercio interior. Al aumentarse la riqueza en Cúcuta y Bucaramanga, en Barbacoas, en Ambalema, crece infaliblemente la de Boyacá, la de Pasto y Túquerres, la de Boyacá y Cundinamarca, respectivamente, según la conexión natural de los diversos grupos de intereses. La gran cuestión es mejorar las vías de comunicación. En nuestros productos agrícolas el flete es, a pocas leguas de distancia, representante del cincuenta por ciento en el valor de aquéllos. La carga de harina de los Estados Unidos se vende en Ambalema de $ 23 a $ 25, y esto pasa hoy mismo, cuando los trigos están abatidos en Boyacá y en Cundinamarca, debido a que el flete de una carga de Tunja a Ambalema no baja de $ 10.

   El inmenso resultado de un ferrocarril de Bogotá a Tunja, entre otros muy importantes, pero que son secundarios, sería equilibrar la producción y el consumo de los frutos de ambas regiones. En épocas favorables a ciertas cosechas, el precio de los frutos se abate, con perjuicio de los productores y con poco provecho para los consumidores, pues no es posible dar salida a los frutos excedentes. En otras ocasiones, perdida la cosecha de un fruto importante, la papa, por ejemplo, el encarecimiento del precio es un azote para el consumidor pobre, y esto a tiempo en que la cosecha del maíz calentano, o del plátano, habrán sido abundantes y podraín suplir la deficiencia de la de papas. Con fáciles y baratas vías de comunicación la base de la subsistencia de la clase pobre, en los Estados del interior, no estará sujeta a esas contingencias, que hacen morir de hambre a millares de seres humanos, dependientes del arroz en la India y la China, o de la papa en Irlanda. Como esos mismos consumidores pobres son también en parte cultivadores por su propia cuenta, en parte cooperadores de los productores en grande, ni el fruto de sus afanes, ni su jornal o salario, se abatirán en tiempo de abundancia, sino que, por el contrario, esos tiempos serán, como sucede en los Estados Unidos, los propios para acumular ganancias y sentar la base de modestos capitales.

   Creemos que nadie negará el progreso de la industria pecuaria en las altiplanicies del interior. No sólo se han mejorado los pastos de los prados más antiguos, sino que por dondequiera han ido desapareciendo el pantano y la maleza en las sabanas; y las faldas de las colinas, cubiertas antes de zarzales, se ven ahora con sementeras o alimentando ganados. Tenemos crías europeas, bien aclimatadas, de caballos de silla y de tiro, de vacas y bueyes, de ovejas corpulentas y de lana de mejor calidad que la de las antiguas razas. En tiempos que alcanzamos a conocer, nos venían por millares las reses del Apure y el Arauca, y hoy vemos que ese comercio casi ha desaparecido por innecesario.

   Más allá del tiempo de nuestras mocedades, en Ambalema y en Honda no se comía carne sino en forma de tasajo, llevado en balsas desde Neiva, producto de ganados de muy dudosa gordura. A los pueblos de las faldas de las cordilleras les iba la carne llamada del reino, pues el pasto natural de esos terrenos no es propio para cebas.

   Recordamos haber visto hacia 1832, en casa del señor Manuel Samper, en Guaduas, dos ollas con unas matitas que eran objeto de cuidados extremos. De esas matitas salió a pocos años el primer pastal de guinea conocido en Honda. ¡Cuánta diferencia de entonces acá! Hoy tenemos prados artificiales en el valle del alto Magdalena, lo mismo que en los de varios de sus afluentes, que pueden mantener más de 200.000 reses. Hacia 1838 la planada de Chimbe, en donde están hoy las plantaciones de café del señor Moore y de sus compañeros de progreso, estaba toda cubierta de selva.

   La población ha ido bajando paulatinamente de las altiplanicies a las faldas y de éstas a los valles, tomando posesión del suelo por medio del cultivo. Esto es empezar a enderezar el trabajo nacional. La libertad del cultivo del tabaco aceleró prodigiosamente ese movimiento, que hoy se sostiene a pesar de la decadencia de ese cultivo, pues los moradores de las tierras frías van encontrando que es más fácil la subsistencia en las tierras calientes. La población de Antioquia toma posesión de las faldas orientales de la cordillera central, mientras que la de Cundinamarca tiene ya cultivada la ribera oriental del Magdalena, y el Tolima ha desarrollado en el valle su rica agricultura. En Santander el avance es lento por la hoya del Carare, algo menos por la del Sogamoso y muy importante por las del Lebrija y del Zulia. Falta que la población de Pasto y Túquerres baje a las hoyas del Patía y del Caquetá, lo que empezará a suceder si se abren buenos caminos de herradura. Tenemos un territorio descuidado, el más valioso de todos, en las antiguas provincias de Veraguas y Chiriquí. No creemos que Costa Rica haya tenido mejores elementos de progreso que aquellas dos provincias, en las que hay climas propios para el cultivo del café, y podrían desarrollarse las crías existentes de ganados, en la escala en que las posee la República de Honduras para su importante exportación de ganados hacia las Antillas. Desgraciadamente, la ciudad de Panamá ha absorbido todos los recursos del Estado para emplearlos en revoluciones, cuando hubieran bastado para construir algunos buenos caminos en la parte poblada del interior.

   El extranjero que atraviesa el istmo por el ferrocarril, y ve el desierto por todos lados, pregunta, como el corresponsal del Times, al conocer la ciudad, en donde están los poseedores del suelo. No se ven los 200.000 colombianos del istmo, porque no se hace sentir su vida industrial en el ferrocarril.

   La síntesis del progreso en la hoya del Magdalena, debido a la independencia y a la libertad, es la hermosa y rica ciudad de Barranquilla, fruto espontáneo del comercio. En ella existen quizás más extranjeros que en todo el resto de la República; el inglés se oye hablar en los escritorios, en los docks, en el ferrocarril, en los vapores; y el movimiento comercial, el ruido de la actividad, el pito de la máquina de vapor, forman contraste con la quietud de las ciudades de la altiplanicie.

   La evolución agrícola da por resultado la exportación de $ 14.500.000 en 1874-75, último año de un período de paz general de casi ocho años. Comparemos ahora con ese resultado el del punto de partida: 1810.

   Según la exposición del Virrey Ezpeleta, fecha 3 de Diciembre de 1796, la exportación por el puerto de Cartagena, en diez años corridos de 1784 a 1793, alcanzó a $ 21.052.259, de los cuales correspondieron a la minería $ 19.209.035, y a los frutos de la agricultura y la extracción, $ 1.843.559, lo que da un promedio anual de $ 2.105.258, que se descompone así:

         Minería..............$ 1.920.903
         Frutos ...............     184.355

   No conocemos datos semejantes correspondientes al año de 1810; pero como entre este año y el de 1796 no ocurrió cambio sustancial en el organismo industrial, bien podemos aceptar como punto de partida la estadística de Ezpeleta. El cuadro número 14 de la estadística del señor Galindo, relativo a la amonedación de metales preciosos, que era la que suministraba el 90 por 100 del total de la exportación, muestra que en 1796 y 97 se amonedó la suma de $ 2.627.984, y en los de 1810 y 1811 la de $ 2.329.159, lo que deja ver que no adoptamos una base desfavorable a la Colonia.

   El máximo de la exportación en la época republicana fue, como hemos dicho, de $14.500.000 en el año de 1874 a 75; deduciendo los $ 2.105.000 de la exportación colonial, tenemos una diferencia de $ 12.395.000 en favor de la producción de la República. Este progreso es resultado de una evolución de la minería hacia la agricultura, es decir, de un cambio que ha dirigido el trabajo hacia la ocupación verdadera de las aptitudes del suelo patrio, sacándolo de unos pocos distritos mineros a que antes estaba circunscrito, para regarlo por todos los valles y las faldas, desde donde la salida de los productos es más fácil.

   Pero todavía podemos hacer más patente nuestra demostración.

   Según la estadística de Ezpeleta, la amonedación de 1789 a 1795 daba un promedio anual de $ 2.094.000, de cuya suma correspondía a la Casa de Moneda de Popayán la de $ 928. 000, suma que bien podemos elevar a $ 1.000.000 como resultado de la producción metálica del territorio actual del Estado del Cauca, pues del Chocó se exportaba oro directamente por Cartagena. Ahora bien: las aduanas de Tumaco y Buenaventura exportaron $ 955.000 en 187475, luego el Cauca no ha hecho ningún progreso en su exportación durante 64 años, aunque sí la ha transformado, cambiando la minería por la agricultura.

   Deduciendo de $ 1.921.000, exportados en metales en la última época colonial, lo correspondiente al Cauca, obtenemos $ 1.000.000 para Antioquia y los distritos mineros de Girón y de la antigua provincia de Mariquita. La exportación de metales en 1870-71 alcanzó a $ 1.655.000, correspondiente casi toda al Estado de Antioquia, lo cual da, para ese Estado, apenas un progreso de cosa de $ 500.000. Si de los $ 12.395.000 en que ha aumentado la exportación, deducimos $ 1.655.000 por el oro de Antioquia, obtendremos $ 10.640.000 de aumento en la exportación de frutos, aumento que es resultado del trabajo en los Estados de Tolima, Bolívar, Magdalena, Santander y Cundinamarca. Este último contribuye, a lo más, con $ 500.000 en quinas y café, y aun sus quinas, que son pobres, dejarán de figurar en la exportación. Queda, pues, como obra de los otros Estados agrícolas y exportadores, la suma de $ 10.000.000.

   Larga y aun fastidiosa debe parecer la presente disquisición, y acaso hasta inconducente; pero su fruto se verá en las siguientes conclusiones:

   1a La obra de la Colonia fue mantenernos aislados del resto del mundo. Se la obligaba a producir oro, y se le compraba éste con mercancías cuyos precios fijaban los mismos vendedores, circunscritos a dos plazas de España y sin concurrencia alguna;

   2a La distancia y la incomunicación, las dificultades de la navegación del Magdalena y la carencia de caminos, fuerzas auxiliares del monopolio comercial, fueron impotentes, durante más de dos siglos de régimen colonial, para desarrollar en el país las artes fabriles, no obstante que la principal de ellas, la de tejidos de algodón, existía entre los indios;

   3a La Independencia nos devolvió el derecho de comerciar libremente; pero los errores económicos transmitidos de la Colonia a la República, impidieron, durante cuarenta años, que tanto aquel derecho como el de trabajar libremente, fueran reconocidos por la legislación de la República;

   4a El sistema proteccionista ha funcionado aquí con más amplitud que en ningún otro país; ha vivido bajo el régimen colonial, como quien dice, en su propio clima, y bajo el régimen de la República; ha gozado de la protección de tarifas no tan sólo protectoras sino prohibitivas; ha estado defendido por gastos de transporte, con los cuales una carga de mercancías podría hoy darle dos vueltas al planeta; y ha obtenido hasta el privilegio exclusivo para varias fabricaciones: sin embargo, ha sido impotente para desarrollar, mejorar y abaratar la fabricación;

   5a En la lucha por la libertad de trabajar y por la de comerciar, el triunfo quedó al fin por ellas. Las doctrinas proteccionistas y las del libre cambio han sido sostenidas por hombres de Estado de ambas escuelas: Castillo, Márquez, González, Núñez, etc. etc. El país las ha juzgado. El proteccionismo fue condenado como un vejestorio liberticida, y el partido conservador republicano acepta y defiende el libre cambio, y combate, en los más autorizados órganos de su prensa, las ideas retrógradas;

   6a El sofisma de autoridad, tomado del ejemplo de las naciones que han progresado a pesar de las trabas del proteccionismo, es aquí ridículo; aquí, en donde lo hemos visto no sólo infecundo, sino funcionando como rueda hidráulica que se mueve contra la corriente;

   7a Al mismo tiempo que hemos visto esa infecundidad, la gran revolución industrial de 1846 a 1851 ha dejado conocer de qué modo la Nación quiere trabajar. Con su poderosa iniciativa, a pesar de los desastres de la anarquía, ha transformado su industria y la ha desarrollado rápidamente por medio de la agricultura;

   8a Aun en los Estados centrales de la altiplanicie, es en la agricultura en la que ellos han mostrado verdadera energía y fecundidad, porque, si bien su incomunicación no les permite exportar en escala considerable, el comercio con los Estados exportadores ha crecido y crecerá en proporción del mayor desarrollo de éstos;

   9a Si ese comercio interior, cambio espontáneo de producciones entre los Estados, es para ellos un vínculo de armonía, la protección a la industria fabril será un elemento de antagonismo, pues que se obligará a los Estados exportadores a sufrir un gran trastorno en sus relaciones comerciales con el exterior. Ese trastorno tenderá a restringir su producción y sus consumos, y en resumen, será una contribución excepcional que se les obligará a pagar, por el indirecto medio de la tarifa, o bien al Tesoro, sin provecho para los protegidos, o bien a éstos, con pérdida para el Tesoro.

   10a Bajo el régimen central la capital de la República podía tener pretensiones dominadoras; pero la Constitución Federal dota a los Estados con la independencia suficiente para atender a sus intereses, dentro de los límites de sus facultades. Si el poder federal tiene la facultad decrear una contribución sobre los consumos para hacer los gastos comunes, no se le ha delegado ninguna facultad para gravar a unos Estados en beneficio de otros, ni a la mayoría general en beneficio de algunos individuos. Por consiguiente, la ley nacional de protección es anulable por las legislaturas de los Estados;

   11a Debe excluírse de la política federal toda medida que, como la de protección, tienda a localizar los intereses, a demarcarlos en el mapa de la República. La anarquía no nos ha disuelto, porque nos queda el vínculo del odio que se profesan los partidos y el del presupuesto de rentas y gastos; pero el día en que las cuestiones no sean meramente políticas, esos vínculos quedarán rotos y se caminará a la separación;

   12a La misma exclusión conviene respecto de las cuestiones sociales. Las relaciones entre los particulares, el cambio y los contratos a que da lugar, son asuntos reservados a los Gobiernos de los Estados. El antagonismo entre clases sociales es mero artificio en un país en que entran y salen diariamente de las clases ricas y de las pobres todos los que son industriosos o indolentes, disipadores o frugales.

   La verdadera protección, aquella por la cual clamamos todos los colombianos amigos del orden y de la libertad, o de la libertad en el orden, es la de leyes justas, que se cumplan por gobiernos y ciudadanos. Nuestro gran problema es crear la paz, matar la guerra. Esta no sólo destruye nuestra riqueza y envilece a nuestros ciudadanos, sino que ya los degrada con vicios que se desarrollan en inmensa escala. En la última guerra 60.000 compatriotas se acostumbraron a la vida de los campamentos, y es de éstos de donde salen los vicios del juego y de la bebida, a inutilizar, durante la paz, a los que no perecieron o quedaron inválidos durante la guerra.

   Entre los partidos hay unos diez o doce mil mamelucos de sable o de pluma, que son los que en realidad gobiernan, nuestros verdaderos y únicos explotadores. Ellos se sobreponen a sus copartidarios con la funesta máxima de: "Con nuestro partido, con razón o sin ella"; desterrando así la noción de la patria. El bey, a quien nombran cada dos años, entra lleno de buenas intenciones a ejercer su empleo, y sale colmado de ignominia, porque los mamelucos saben imponerle su voluntad. Bajo este régimen no hay Gobiernos de Estados, sino satrapías efímeras, sostenidas por la fuerza o el fraude en la mayoría de ellos.

   En la actualidad se ha enarbolado la bandera de la Regeneración administrativa, encargándose ésta a uno de los administradores más hábiles que ha tenido el país, que ha desempeñado todas las Secretarías de Estado y conoce todos los resortes y todos los vicios de la administración. Esa bandera ha triunfado por medios poco en armonía con el principio proclamado, pero los vencedores se declaran resueltos, por boca de su Jefe, a practicar la justicia y la tolerancia. El partido conservador asume una actitud benévola, porque se le han dado prendas de paz, en tanto que el partido llamado hoy vencido se muestra resuelto a conservarla, confiando en la vitalidad de sus principios. La ocasión es, pues, solemne para el partido independiente y para el señor Núñez. Ellos pueden hacer barato el gobierno de la Unión y el de los Estados, pues siendo justos, nada más que justos y respetuosos para con los vencidos, esos Gobiernos no necesitarán más que un pequeño ejército federal para defenderse de ataques parciales. El partido radical no pensaría en estrellarse contra dos partidos, en posesión de la legitimidad y de los parques y las rentas nacionales, sino en el caso de verse obligado a rebelarse contra un régimen que le cierre las puertas del sufragio.

   Reducidos a uno solo los diez ejércitos que ha habido en la República, habrá sobrantes para atender a las mejoras materiales, con tal que el dejar hacer penetre en las Cámaras e impida que los caudales públicos se prodiguen en gracias de todo género, pues todos quieren ya vivir del Tesoro, con infinidad de pretextos. Comparado el presupuesto de los gastos que se votan con los asuntos delegados al Gobierno de la Unión, resulta que en éstos se invierte la menor parte de las rentas. Así será imposible el gobierno. El señor Núñez y la parte más ilustrada del partido independiente, deben ser firmes en sus propósitos, y firmes para con aquéllos de sus auxiliares que traten de descarrilarlos. El Presidente pedía un Banco Nacional que no violase derechos adquiridos, es decir, la libertad ya adquirida de establecer bancos particulares, y se le confecciona uno en que ya se proclama al Gobierno como supremo y privilegiado dispensador del crédito. Pide protección aduanera para industrias fecundas, teniendo probablemente en su mente la industria generadora de todas, la fabricación del hierro, y se le arregla un proyecto de protección para artículos destituidos de fecundidad. Y lo peor de todo es que, so pretexto de defender esos proyectos, se lanzan como principios de la ciencia nueva las vejeces del desacreditado socialismo. Contra las conquistas hechas por el género humano desde la aparición del cristianismo, conquistas ya consignadas en el artículo 17 de la Constitución federal, se levanta la doctrina mal comprendida del interés social, como negación de derechos que Dios ha dado al hombre y que, por tanto, son de derecho divino: son anteriores a toda ley humana, y superiores a ella en el campo de la verdad y la justicia.

   Que el señor Núñez se esfuerce en dirigir a esos auxiliares por el camino derecho, ahora que goza de la autoridad moral de los primeros meses de la Presidencia, a fin de salvar al país de nuevas causas de intranquilidad, y de salvar su nombre de una reputación funesta!

   Mayo 29 de 1880.


LIBERTAD Y ORDEN
(1896)


I

   Nos parece que con naturalidad hemos vuelto al mismo tema que sirvió para el primero de estos artículos. En él decíamos al empezar:

   "El gran día del natalicio de la patria independiente nos encuentra, en estas Repúblicas del Centro y Sur de nuestro Continente, siempre en el mismo oficio. Ya se acaba de derribar un Gobierno, ya se ha debelado una rebelión, ya luchan los partidos contra una dictadura, o ya se preparan y se hacinan los combustibles que habrán de producir una nueva conflagración".

   Los resultados de tal situación han dado margen a que se hagan a nuestras nacionalidades increpaciones tan graves como las que, en el mismo artículo, tradujimos de la obra reciente de un sociólogo inglés. Pareciéndonos que tales increpaciones procedían en parte de un estudio incompleto del desarrollo de la civilización en estos países, y que se propasaban en severidad, nos propusimos comparar ese desarrollo con el de la gran nación anglosajona del Norte, teniendo en cuenta sus respectivos orígenes, como que en ellos han debido buscarse las causas del contraste que ofrecen las obras respectivas de las dos razas dominantes en nuestro Continente. La comparación no favorece ciertamente, a los latinos en sus resultados, pero si se consideran aparte los que se han obtenido, la obra latina está muy lejos de merecer el desprecio con que se la mira, ya por los pensadores, ya por los Gobiernos de ultramar.

   Aparte de intentar una vindicación, hemos tenido en mira y acaso principalmente, recordar a nuestros partidos políticos que hay horizontes más vastos, e ideales más elevados que los que sirven hoy de teatro, de objetivo y aun de pretexto a sus esfuerzos. También hemos querido impresionar en lo posible a la gran masa de hombres que apoyan incondicionalmente a los principales actores en la política, aspirando a que se relaje la disciplina de hierro a que se han sometido, pues es claro que si esa masa, o esos hombres, se detienen a reflexionar con un poco de calma, y a hacer cuentas, hallarán que la sucesión de acciones y reacciones violentas, en que se ha pasado nuestra vida política durante setenta años, equivalen a caminar como los peregrinos que en otros tiempos se dirigían a la Tierra Santa, dando dos pasos adelante y uno atrás, si es que no hemos hecho más que marcar el paso.

   Parece que nos hace falta en nuestros países esa opinión pública que, obrando con cierta independencia del espíritu de partido, sabe imponer, en países mejor constituidos, su voluntad soberana, y premia, con el ejercicio del poder, o castiga con su pérdida, a los que dirigen el movimiento político. Es por medio de la prensa libre como aquel veredicto se prepara, y es el sufragio el que lo promulga. Por consiguiente, la prensa libre y el sufragio libre y efectivo son indispensables para que se pueda formar aquella opinión semi-imparcial, y sea ella, y no la guerra, la que decida entre los partidos. Las doctrinas de éstos pueden diferir cuanto se quiera, pero lo que les es común, lo que pertenece al pueblo entero, lo que éste debe defender contra toda violencia y contra todo fraude, es el derecho de publicar por la prensa el pensamiento, y el de votar. En hora buena que cada cual vote con y por sus copartidarios; pero desde el momento en qua haya quienes impidan hablar, escribir o votar, debe verse en ellos el verdadero enemigo común, pues por encima del adversario es preciso ver en este caso al compatriota despojado, condición que si se acepta para el vencido de hoy, queda aceptada para el que puede serlo mañana.

   Por nuestra parte, reduciríamos a estos dos puntos el programa político de actualidad. Las demás cuestiones que nos dividen irían hallando solución con este punto de apoyo que se dejara a la opinión pública. Más todavía si las elecciones que en estos momentos se verifican dan fallo condenatorio contra el régimen imperante, no porque la oposición ponga mayorías en la Cámara de Representantes, en las Asambleas Departamentales y en los Consejos Municipales, sino porque no se le permita tener representación proporcional en tales corporaciones, aun en este caso, habría probabilidad de conservar la paz pública si el uso de la prensa quedara libre, y el abuso de ella sometido a la sanción legal, impuesta por el Poder Judicial.

   Con prensa libre se obtendrá el medio más eficaz de obrar sobre la opinión pública, y si los escritores tienen la cordura de contraer los debates a cuestiones concretas de intereses de actualidad; si desdeñan, hasta donde sea posible, las acriminaciones a que tánto se presta el pasado; si son sobrios en ataques personales, y si su lenguaje es siempre culto y comedido, esta conducta producirá sus naturales resultados. El Gobierno podrá ser advertido de las faltas en que incurra si ellas proceden de error, y hará lo necesario para corregirlas; si no lo hiciere, la opinión pública verá claro en las cuestiones. Concretadas éstas, como hemos dicho, sí, por ejemplo, se trata de elegir Representantes para el Congreso, sabrán los electores en qué sentido votarán los candidatos en materia de papel-moneda, por ejemplo, o de impuesto sobre el café, o de créditos extraordinarios sin responsabilidad para los Ministros, o de algo concreto, en fin. Al no temerse que se quiera desquiciar o volcar repentinamente el régimen imperante, las luchas electorales serán menos peligrosas y dejarán de ser certamen de incompetencia absoluta, de vergonzosa incapacidad para vivir bajo un régimen republicano. Por nuestra parte, confesamos que nos ruboriza la vista de cualquier miembro de las Colonias extranjeras el día siguiente al de una votación.

   Si se quisiera conjurar la próxima guerra debiera el Congreso dictar ley sobre uso y abuso de la libertad de la prensa, dejando el uso libre, y el abuso claramente definido para que se le reprima con las penas legales. Debiera, asimismo, corregir los defectos de que adolece la ley de elecciones. El primero de ellos estriba en la geometría regeneradora empleada para composición de los círculos electorales, círculos que Blas Gil compara a la figura de un hombre, abierto de piernas y de brazos y extendido boca abajo o boca arriba. Las listas de los sufragantes debieran empezarse a formar inmediatamente después de expedida la ley, tomando por base las que hayan servido para la última votación, y completadas con las listas que se forman para el cobro de la contribución del trabajo personal subsidiario y para el del impuesto sobre fincas raíces. Encargados estos trabajos a Juntas que funcionaran sólo en los días festivos, y admitida la colaboración del público para borrar o para inscribir nombres, si para tales Juntas se da cabida a miembros de distintas comuniones políticas, es probable que se evitarían algunos escándalos. Debiera darse a cada sufragante una papeleta, que sirva de título a su derecho, para que sea consignada en el acto de la votación, y debieran imprimirse y repartirse algunos ejemplares de las listas con suficiente anticipación. La fuerza pública debiera votar dentro de sus cuarteles y estar lista para hacer guardar el orden, ya que no nos hemos decidido a neutralizarla.

   Bien comprendemos que todas estas indicaciones harán sonreir a los usufructuarios de lo que se llama aquí sufragio, y nos harán merecer el calificativo de Cándidos, si acaso no se nos increpa que nos ocurren sólo ahora, por el interés de que nos llegue el turno de usufructuar. En escritos análogos a los que forman la presente serie, hace veintinueve años, dijimos:

   "Nuevos hábitos han aparecido, y con ellos nuevas costumbres. El sufragio ha sido una mentira y un arma envenenada de que todos los partidos se han servido. De aquí el que no haya una opinión vigorosa que se atreva a condenar y a llamar por sus nombres las fechorías de los intrigantes y las inconsecuencias de los hombres y de los partidos. El interés de éstos se ha sustituído al de la patria, cuyos intereses permanentes desaparecen ante las pretensiones de los bandos. . .

   "No basta que alguno de los partidos se llame defensor de la moral, si abriga en su seno infinidad de hombres que desmienten con sus hechos las doctrinas que predican. Lo indispensable es que los partidos se regeneren, y esta no es obra de ellos sino de la sociedad entera. Es ella la que se divide en hombres malos y hombres buenos; y aunque aquéllos siempre se agregarán a los partidos, éstos (los buenos) son los más en una sociedad aún no degradada, y estarán en mayoría. . .

   "El hábito no hace al monje. El partido defensor de una institución que conculque algún derecho, que consagre algún abuso, atacará en definitiva la moral, aunque esta palabra esté inscrita en su bandera. El partido que prive de hecho a su adversario de las garantías constitucionales podrá decirse liberal, mas todo hombre que sepa el sentido de la palabra lo llamará opresor. . .

   "Entre las causas de la perversión de nuestros partidos deben contarse los fraudes eleccionarios y la aplicación al manejo de los negocios públicos de prácticas que nadie confesaría que emplea en sus asuntos privados. El hecho de adulterar el sufragio popular se ha convertido en mérito para con el partido, en prueba de entusiasmo por la causa, o cuando menos, en una simple viveza y una jugarreta hecha al enemigo. La tolerancia o el disimulo de la sociedad, y el aplauso de los respectivos interesados, no sólo han propagado el hábito de cometer fraudes en el sufragio, sino que se ha convertido en oficio o profesión. Cada pueblo tiene una media docena de falsificadores de votos o de registros, de manera que los directores de los partidos acuden a ellos como quien va donde el zapatero por zapatos. . .

   "Llamar las cosas por sus nombres y hacer sentir a los que las practican el peso de la execración pública, es, sin disputa, el medio más eficaz de remediar el mal. Los hombres realmente pervertidos, con dificultad volverán al buen camino; pero una infinidad de personas, especialmente los jóvenes, a quienes la opinión pública no ha sabido hacer comprender su extravío, volverán sobre sus pasos. El fraude eleccionario debe atraer sobre quien lo perpetra el renombre de FALSARIO, y como el crimen de falsedad debe conducir al presidio, lo que se ha de ver, en vez del entusiasta y el vivo, es el PRESIDIARIO, sea que entre a una tertulia, a un taller, a un juzgado, a una tienda, o se arrime a un corrillo. Si alguno de esos presidiarios impunes invita a una señorita a danzar, debe ella saber que danzará con un presidiario, y que los circunstantes, entre quienes estarán sus padres o sus hermanos, la verán danzando con un presidiario".

   Hay una nota que dice: "Es cierto que todos ellos (los partidos) han clamado contra los fraudes de sus contrarios, pero no tenemos noticia de que alguno haya protestado contra los que ejecutan sus copartidarios, o que haya expulsado a éstos de sus filas".

   Podemos ahora agregar que si bien aquellos fraudes han tomado otra forma, la sustancia no ha cambiado con las prácticas.

   ¡Cuánto nos duele ver a los jóvenes ocupados en estas malas artes! ¡Cuánto, sobre todo, contrista y espanta el contemplar esos grupos de soldados y de policiales que se acercan a las urnas más de una vez, o que usurpan nombres que no les pertenecen! El ejército es, o debe ser, la salvaguardia del orden, y la base del orden es el sufragio. ¿Cómo no lamentar que se induzca a los que siguen la nobilísima carrera de las armas, que debe ser dechado de honor, a que la prostituyan? ¿Qué confianza podrán inspirar los guardianes de la ley, los encargados de perseguir el crimen y la inmoralidad, si se ve a los policiales presentando certamen de aquello mismo que deben perseguir?

   Preciso es que penetremos un poco en el origen, en la organización y en el modo de obrar de los partidos para darnos cuenta de tan crueles aberraciones. Acaso así se logre que la opinión pública al fin se haga sentir sobre ellos, si nuestra débil voz no quedare sin eco.


II

   En los países que gozan de Gobiernos suficientemente constituídos, el desarrollo político continúa encargado a la opinión pública, servida por partidos que si discrepan en ideales, marchan de par con lo fundamental de las instituciones. Defiéndese así las tradiciones y los intereses legítimos creados bajo su amparo, quedando al propio tiempo abierta la puerta a las reformas, por las cuales se van transformando tradiciones e intereses, de acuerdo con el impulso natural e incesante del progreso. Esta obra es lenta y ordenada; va encontrando obstáculos, pero éstos son parciales aunque sucesivos, forman el afán de cada día, no se agolpan tumultuosamente. Las cuestiones se concretan, los partidos se apoderan de ellas, las discute cada cual según sus miras, y la gran masa nacional decide entre ellos, dándoles el turno en el Poder cuando llega el tiempo de ejercitar el sufragio, cuyo resultado es su veredicto. De esta manera las mayorías se convierten en minorías, y viceversa, mas siempre quedan representados proporcionalmente los partidos en el Parlamento. Los jefes dirigen la acción para las luchas, pero es de la opinión pública de donde se derivan los programas. Si de la dirección del partido pasa el jefe a ocupar la primera magistratura en la República, como en los Estados Unidos, o el primer puesto en el Ministerio, que es el Gobierno, como en Inglaterra, no es para imponer su personalidad sino para cumplirle a la Nación las promesas hechas por el partido y aceptadas por ella.

   Admiten las costumbres políticas el peso accidental de un campo a otro en determinadas cuestiones, sin que ello se califique de traición ni de insubordinación, y así se abre la puerta a las transacciones o a los compromisos, lo cual supone que existe y se ha cultivado un espíritu de tolerancia y de respeto, que permite a los hombres acatar la justicia en dondequiera que la encuentren.

   Es la justicia la virtud social por excelencia, la que debe imperar en las relaciones de los individuos entre sí y con la comunidad y el Gobierno. Cada paso que se dé en este sentido es lo que podemos llamar progreso en política, ciencia o conjunto de ciencias, cuya base común es la Moral. El progreso moral no puede consistir, según nuestras creencias, sino en la práctica más y más fiel, más y más extendida, de los preceptos y máximas del cristianismo a, los cuales nada se les puede agregar, ni suprimir, ni corregir. La ciencia política busca los medios de aplicar las leyes morales a la conducta de las sociedades, descubre las sanciones con que su Autor las hace efectivas en el tiempo, y establece los principios que se deben observar para la buena organización de los Gobiernos. Fácilmente surgen de estas investigaciones sistemas que no dejan de apasionar los espíritus, y el Cristianismo los ha visto desfilar, agitar por breve tiempo el mundo intelectual, y desaparecer por turno, dejando, por desgracia, algunos escombros en las creencias y en las costumbres. Si la justicia es la base y el objeto de la política, ¿por qué hubieran los partidos de prescindir del Cristianismo para encontrar las fuentes de sus doctrinas? En él tenemos una pauta de todos conocida, al alcance de todas las inteligencias, defendida por la verdad, la fecundidad y la inmutabilidad de sus dogmas y preceptos, ya que, por desgracia, su origen divino sea para algunos motivo de duda, acaso más artificial que natural.

   Que aquella sublime virtud haya sido desfigurada por los doctores de la Antigua Ley, siguiendo la máxima atroz de diente por diente y ojo por ojo, es cosa que sólo servirá para probar que el fariseísmo se reproduce, mas no que él haya de prevalecer sobre la ley cristiana, según la cual debemos querer para el prójimo aquello que deseemos para nosotros mismos, y es obligatorio dar, o restituir, a cada uno lo que le pertenece. En política estos preceptos se extienden a los partidos y deben aparecer en las instituciones. Si así no sucediere, la sanción de la ley moral se hará sentir y no se dejará esperar por largo tiempo.

   Suplicamos al lector que excuse este corto prólogo con el cual lo introduciremos al estudio de nuestros partidos en su organización y en sus obras, por creer nosotros que en las precedentes reflexiones se pueden encontrar las más hondas causas de nuestras reyertas, al propio tiempo que los medios de convertirlas, siquiera sea paulatinamente, en justas regladas por la cortesía y dirigidas por el patriotismo. Contribuir a que nos acerquemos, a que un principio de recíproca confianza asome, siquiera, en las relaciones políticas, ya que nos hemos venido apartando hasta querer privarnos, los unos a los otros, del agua y del fuego; tal es nuestro propósito.

   Algunas de nuestras apreciaciones podrán parecer demasiado severas, y nuestra franqueza demasiado ruda, lo que no implica que hayamos puesto en olvido las numerosas excepciones con que se han honrado todos los partidos con abnegados defensores de la libertad y del orden, con sinceros apóstoles de la idea, con tribunos desinteresados y con mártires gloriosos. Uno de ellos, lo recordamos con justo orgullo, pasó del solio presidencial a humilde obrero de imprenta en una de las Antillas, y otro, de opiniones contrarias, víctima también de las incurables desconfianzas de nuestros partidos, exhibe hoy en París, sobre la Imperial del Omnibus, la pobreza de uno de nuestros ex-Presidentes, cuando de otras Repúblicas se turnan en aquel mismo teatro los millonarios de la política.

   Constan nuestros partidos de Sistemas, de Caudillo y de Causa, y a estos tres elementos hay que agregar el mameluco y el precedente.

   Casi sin discrepancia en el ideal de la libertad en la República, nuestros proceres se dividieron en partidos: unos, del Gobierno fuerte o autoritario, y otros del democrático liberal. Los primeros dan la preferencia a los poderes o facultades de que debe estar investido el Gobierno para mantener el orden, mientras que sus adversarios aspiran a que sean las libertades la base y el término de ese orden. El lema de nuestro escudo nacional comprende ambos términos, y así la patria parece invitarnos a que los pongamos en armonía. Coadyuva a ello la experiencia, así dentro como fuera del país. El exceso en el primer sentido ha producido dictaduras, mientras que el exceso en el otro nos ha llevado a la anarquía. Hemos presenciado la facilidad con que en 1848 la revolución derribó en Europa tronos, o los obligó a reconocer el derecho popular, a despecho de grandes ejércitos permanentes y de crecidos Presupuestos. Por el contrario, como ya la recordamos en otra parte de este escrito, en 1862 el Gobierno de los Estados Unidos, débil al parecer, por su forma misma, por la robustez de las libertades populares, y por lo muy escaso de las fuerzas militares que mantiene en tiempo de paz, pudo triunfar en menos de cuatro años de la más colosal rebelión que los siglos han registrado. Sorprendido por ella y despojado de aquella base de fuerza, del fondo de la masas populares brotaron centenares de miles de soldados voluntarios; arsenales y astilleros improvisados crearon una flota capaz de bloquear mil leguas de costa, y un crédito que la honradez había cultivado contribuyó con tres mil millones de pesos al sostenimiento del orden. Si alguna verdad queda, pues, establecida como incontrovertible, es que los Gobiernos fuertes son aquellos que sostiene la gran mayoría nacional por su amor a las instituciones. Por consiguiente, el problema que debe resolverse es este: ¿Cómo se debe proceder para hacer amables y amadas las instituciones? La justicia dará la respuesta, pero la justicia de la nueva ley, no la de los Escribas y Fariseos.

   El Sistema, que, en nuestros partidos, ocupa el lugar del programa, es el primer escollo con que hemos tropezado. Impide el sistema que los programas se concreten a unos pocos puntos en que pueda haber divergencia en las opiniones, porque no permite que se trastorne en lo mínimo el enlace de sus doctrinas. Todo o nada, es la divisa del sistema. Si, a pesar de esto, la fuerza de atracción que ejerce la providencial armonía entre la libertad y el orden, ha logrado que haya principios o doctrinas ya comunes para los bandos, no deja el sistema que se haga inventario de ellos para excluírlos de las controversias.

   Tan convencidos estamos de que el progreso político ha destemplado la rigidez de los sistemas, que si algunos hombres de buena voluntad, y de ambos partidos, se propusieran estudiar la actual Constitución, artículo por artículo, con la mira de separar aquellos en que están de acuerdo de los que ofrecen discrepancia, estamos seguros de que estos últimos serían muy pocos. Si, con espíritu de concordia, se hiciera selección (la palabra está de moda) en los puntos controvertibles, para contraer la discusión a los más apremiantes, dejando para el día de mañana su correspondiente afán, ¡cuánta no sería la sorpresa de los expurgadores al ver que los acérrimos partidarios del orden y del deber se hallan tan cerca (en teoría) de los de la libertad y el derecho! Presentaríaseles por sí misma la gran cuestión, la de la conducta de los hombres, la que principal y urgentemente exige reforma. En los platillos de la balanza de aquella suprema virtud de que hemos hablado, ¡cuán fallos no se encontrarían los buenos lo mismo que los malos! Que se haga el ensayo por una comisión extra-oficial y se le presente el resultado al próximo Congreso. ¡Qué afanes para la intransigencia y cuán hermoso campo para el patriotismo!

   En los primeros tiempos de la vida republicana era explicable, y hasta natural , que se apelara a teorías, más o menos arbitrarias o incompletas, en países en donde los hechos no daban base para fundar sobre ellos instituciones que necesariamente habrían de combatirlos. Las tradiciones tenían que resistir, y los intereses que defenderse, pero, a despecho de esas resistencias y de esa defensa, las tradiciones han venido sufriendo transformaciones, y los intereses han ido perdiendo mucho de lo que tenían de abusivo. Sin embargo, el espíritu de sistema nos ha llevado siempre a los extremos, y muchas reformas han traspasado los límites de la justicia, los de la conveniencia y hasta los de la prudencia. Las teorías, por otra parte, nos han llegado inficionadas por errores que apenas ahora vamos advirtiendo.

   Débese a todo esto que la estabilidad y la perfectibilidad de las instituciones hayan sido víctima de la falsa lógica de los sistemas y de la intolerancia que los acompaña. No es nuestra Constitución obra a cuya ejecución concurran los diferentes partidos, pues, con muy raras excepciones, uno solo de ellos es el que impone las reformas, y esto a raíz de una convulsión sangrienta. Aun en aquellos raros casos de excepción, los cambios han sido siempre completos. Así, en el curso de menos de ocho décadas hemos tenido siete Constituciones diferentes.

   La Constitución de Chile data de 1833, y ha sufrido varias y sucesivas reformas, concretadas a determinados puntos; la de Méjico rige desde 1857 y se halla en igual caso. Sin que atribuyamos a este procedimiento mayor influencia de la que pueda corresponderle en la marcha paralela de la estabilidad y de la paz, lo tenemos por el signo de que los partidos han empezado a ser menos sistemáticos e intransigentes.

   El caudillo colombiano se educó en aquella consabida Academia correspondiente; ha sufrido las transformaciones consiguientes a la especie de orden que ha venido implantando; ha perdido, en lo general, su carácter primitivo de esencialmente militar y aun feudal, mas por gradaciones insensibles ha llegado a ser cuarto poder, el Poder Perturbador, aunque no reconociendo en el respectivo cuaderno; su asiento está en las costumbres, base más firme que la de instituciones que cambian de una plumada.

   Es el caudillo Jefe del partido triunfante, Supremo Magistrado de la República y Pontífice Máximo. Como Jefe reparte gracias entre los vencedores; como Magistrado distribuye, o hace distribuir, los empréstitos, los suministros, las multas y las suspensiones de periódicos, las expatriaciones y todo lo demás que forma el patrimonio de de los vencidos; como Pontífice promulga dogmas, lanza excomuniones y transmite al pueblo los sagrados oráculos en mensajes o en discursos inaugurales. En las grandes emergencias, cuando ha terminado una de nuestras tragedias, anuncia, Urbi et orbe, que la Constitución vigente ha pasado a mejor vida, y el Palacio de Gobierno, cual otro Sinaí, despide decretos ejecutivos de carácter legislativo, en que se contiene la ley santa de la Causa, que el próximo Congreso, la Convención o el Consejo constituyentes habrán de colocar en el respectivo tabernáculo. La variedad más temible del caudillo es la del que se pasa de un campo al otro, porque entonces son objeto de sus más ardientes iras las doctrinas y los amigos abandonados.

   Nuevas perfecciones en el sistema le han dado al caudillo nuevas formas. En otros tiempos las leyes sometían al Presidente a la regla general de desempeñar su empleo, y desempeñarlo en la capital de la República, residencia de los Ministros o de los Secretarios de Estado, del gran tren del personal administrativo y judicial, y de los Representantes de los Gobiernos extranjeros. Aquella regla fijaba término preciso y corto a las licencias que podían necesitar los empleados, con goce o no de sueldo, según los casos. El caudillo queda ya exceptuado de aquellas reglas, pues se puede separar, por tiempo indefinido, de la capital, dejando en ella reemplazo para el desempeño de las funciones rutinarias. Queda en tal caso el Gobierno dividido entre el Presidente propietario (titular) y el Presidente inquilino, sujeto a payanización si quisiere echarlas de independiente. Esta dualidad en el mando desconcierta y desorganiza los diversos ramos del servicio público, y relaja la disciplina administrativa.

   ¿Qué es una Causa? Llegamos a la parte más escabrosa de esta ingrata tarea que nos hemos impuesto. Una definición es siempre peligrosa, y el circunloquio parece aquí indicado. Consultando la obra de un historiador que ha consagrado algunos tomos a las revoluciones de España y de sus antiguas Colonias, tropezamos con esta frase: "Según las ideas españolas, gobernar y explotar el Estado son cosas idénticas". La causa se compone de nombre y de sustancia, y quien crea que el nombre carece de importancia suma, está poco al corriente de los artificios de que se valen nuestros partidos para afianzar la popularidad de sus empresas, porque ha de saberse que hay circunstancias en que los sistemas o los programas se transforman en causa, y éstas se convierten en empresas. Así, por ejemplo, de la Libertad como base del sistema, se pasa a la Federación por cambio de nombre, y de ésta a la Desamortización por influjo de la sustancia.  Del propio modo, el Orden y todo su séquito de moralidad, de prácticas puras, de libertad en la justicia, pasan a compendiarse en la palabra Regeneración, verbigracia. Causa y patria son cosas distintas; si pudieran confundirse ¿qué libertad quedaría para beneficiar la sustancia, toda vez que la patria supone mancomunidad y excluye las excepciones, cuando la Causa exige imperiosamente que haya vencedores y vencidos?

   Por tanto, es de necesidad que pasemos a formar idea de lo que es el mameluco, dejando en lo indefinido la aceptación o la repulsa de la cruel aserción de Jervinus, y ocurriendo a otro historiador para caracterizar el nuevo personaje que introducimos al conocimiento del lector:

   "Los mamelucos eran esclavos comprados en Circasia. Escogidos entre los más bellos hijos del Cáucaso, transportados jóvenes a Egipto, educados en la ignorancia de su origen y en el manejo de las armas, llegaban a ser los más valientes y ágiles jinetes del país. Honrábanse de carecer de origen, de haber costado alto precio, y de ser bellos y bravos. Tenían veinticuatro beyes, que eran sus propietarios y sus jefes, cada uno con seiscientos mamelucos a su cargo; rebaño que aquéllos cuidaban de alimentar y que transmitían algunas veces a su hijo, y con más frecuencia a su mameluco favorito, el cual llegaba a ser bey a su turno. . .

   "Eran ellos los verdaderos dueños del país, vivían del producto de los terrenos pertenecientes a los beyes o del de los impuestos establecidos bajo toda clase de formas".

   Si de las márgenes del Nilo nos trasladamos a estas nuestras comarcas, poco habrá que cambiar los rasgos de la descripción que precede. Pongamos cuarteles y covachuelas en lugar de Circasia; demos entrada a los feos, a los cojos, a los tuertos; agreguemos a las armas la pluma de acero del leguleyo y del polemista banderizo; llamemos caudillo al bey; reduzcamos el número de éstos al de nuestros nueve bajalatos; agreguemos que, por selección, l'elite de los vencedores se adjudica entre éstos la parte del león, y tal vez esta otra cita nos sirva también de circunloquio.

   ¿Cómo se defiende una causa contrayéndonos al campo de la discusión? Con los precedentes, que son los que salen a lucir cuando no se resuelven las cuestiones por golpes de autoridad o por medio de las armas. La lógica es el arma con que se defiende el sistema, mas cuando éste ya se ha elevado a causa, tal arma sería suicida.

   Las fechas, las fechorías, las leyes, los decretos, las circulares, los actos todos que se ejecutan en defensa de una causa triunfante, van abasteciendo los parques de la que ha sido vencida. Los sietes de Marzo, el 17 y el 29 de Abril, el 23 de Mayo, el 10 de Octubre (mes que carece de 9) y aquel día, que se nos ha olvidado, en que se conmemora el fallecimiento de la Constitución de Rionegro, son lo principal en materia de fechas. Las fechorías exigirían diccionario especial para enumerarlas, y en cuanto a leyes y decretos, ahí están las manos muertas, los expulsos religiosos y religiosas, la Tuición y el derecho de insurrección, de un lado; del otro tenemos el Banco Nacional con el grande empréstito que lo precedió, el clandestinismo que lo acompañó y el billete que le sobrevive, el contrato, los artículos K y L. Remitimos al lector a los índices de los Códigos de leyes y al Diario Oficial si quiere completar las respectivas colecciones.

   Para contestar una censura lo que importa es averiguar quién la hace, y si el examen escrupuloso de su vida no da motivo para insultarlo, se ocurre al parque común y se saca a lucir el respectivo precedente.

   ¿Podríase inventar mejor método para perpetuar los abusos? ¿Qué esperanza de enmienda y de recíproca confianza puede así quedarnos? Ni aun las prendas que el arrepentimiento, la reflexión o la experiencia arrancan a los corazones, sirven para conducirnos a un principio de avenimiento. ¿Prendas? ¿Qué suerte correría la Causa si con ellas pudieran quedar suprimidos los vencidos? Prendas vengan (dice aquélla) en hora buena, pero acompañadas de incondicional sumisión, con tal que no crezca demasiado el divisor de la sustancia.

   ¿Es retrato, o es caricatura, lo que resulta de todos los brochazos que preceden? Decídalo el lector, pero decídalo allá en el fondo de la conciencia, y decídalo con imparcialidad si alguno ha podido quedar inmune de las caricias de nuestras Causas. Queda la obra respectiva de los partidos para artículos separados.


III

   En la obra de nuestros partidos hay que atender a las doctrinas que invocan y que consagran en las instituciones, a los hechos con que las defienden, a la teoría y a la práctica, porque la contradicción en todo esto es el rasgo más sobresaliente de nuestra vida política.

   Seguir en todos sus detalles el desarrollo paralelo de la libertad y el orden será asunto para escribir una historia política de nuestra nacionalidad, mas no para una serie de artículos de periódico, ni para quien se confiesa incompetente para tan ardua tarea.

   Contraeremos nuestro estudio a las siguientes materias, para reducirlo a las menores proporciones posibles:

   Federación y centralismo;
   Principales derechos políticos y sus garantías;
   Facultades de la Autoridad;
   Posición de la Iglesia Católica.

   Para mejor apreciar la marcha política examinaremos las anteriores cuestiones conforme las van resolviendo las Constituciones de 1821, 1832, 1843, 1853, 1858, 1863, y 1886.

   Conviene fijar previamente las ideas con respecto a los propósitos de nuestros partidos para prescindir de los cargos y de los calificativos que mutuamente se hacen y se dan, influenciados por la pasión.

   Existen en nuestro país, como en todo el mundo, los partidos llamados Conservador y Liberal, modificados por las circunstancias especiales del medio social. En Europa se defienden todavía los intereses dinásticos y aristocráticos en que estriban los hábitos y las instituciones, que son objetos de impugnación para los que obedecen al impulso constante de la democracia. Natural es que allá alcancen las doctrinas su extremo límite, en el absolutismo para los conservadores, y en el anarquismo para los liberales. No es este el caso en nuestra América. Acá son meros apodos lo que allá son nombres. En nuestras Repúblicas todos hemos repudiado el régimen colonial, y con él la forma monárquica del Gobierno y los abusos que la llevaron hasta el absolutismo; todos profesamos amor sincero a la República, a la libertad y el orden; mas, por desgracia, todos hemos errado al elegir los medios de armonizar estos dos principios cardinales de la Constitución política, y con esos medios, unos de doctrina y otros de práctica o de conducta, hemos llegado a calumniarnos recíprocamente. Esta constante contradicción entre la teoría y la práctica, entre el ideal y la conducta, es la cuestión que más debe preocuparnos. Resolvería, equivaldría a resolver el problema de fundar la paz.

   ¿Qué es el Liberalismo, qué el Conservatismo? El desarrollo histórico del derecho popular, nacido del que adquieren las facultades humanas en lo intelectual, lo moral y lo industrial, obedece a dos fuerzas, una de las cuales tiende constantemente a desprender de la autoridad todo aquello que corresponde al individuo, y la otra a defender, de la exageración de esta tendencia, las prerrogativas que la autoridad necesita para hacer imperar la justicia. Preside a este movimiento el divino precepto del amor, santificado por el deber, que es la garantía del derecho. El Liberalismo impele y el Conservatismo modera; tal es la síntesis. No se les debe juzgar por los excesos que en épocas y circunstancias determinadas se han cometido en nombre del uno y del otro, sino por los resultados que perduran al través de los tiempos y de las revoluciones, favorables siempre al bien. Ni se les puede, tampoco, circunscribir a lo que pasa en cada uno de los diferentes países, para de ello deducir conclusiones que desvirtúan su carácter esencial y general. En los países anglosajones, las libertades modernas no inspiran recelos al catolicismo, como lo ha declarado su jefe supremo, en tanto que es de los países latino-católicos de donde parten los ataques de que se queja, y precisamente la más antigua dinastía europea se ha convertido en enemigo irreconciliable del Pontificado. Las tradiciones y los cambios por los cuales han tenido que pasar, explican, a nuestro juicio, con mayores probabilidades de buen éxito que los catecismos y las teorías de la especulación científica, las divergencias que dividen a los partidos, a lo menos entre los latinos.

   Volvemos a nuestro asunto.

   Dos cosas distintas quiso amalgamar en 1821 el Congreso de Cúcuta: la unión de las tres entidades naturales que formaron la primera Colombia, y la forma que debía darse al orden que hubiera de reemplazar al régimen colonial. Respecto del primer punto, prevaleció la idea de la unión, y en lo tocante al orden no podía haber vacilación en adoptar para él la forma republicana.

   Con respecto a la unión, lo que existía realmente era la necesidad transitoria de que todas las entidades coloniales se prestaran mutuo apoyo para la guerra. Así lo hicieron Buenos Aires y Chile entre sí, primero, y después con el Perú en asocio de Colombia; así había sucedido recíprocamente entre Venezuela y Nueva Granada, sin que de ello se siguiera la conveniencia de una fusión entre los pueblos para regirse por un solo Gobierno. El término de la guerra debía traer consigo la disolución de Colombia. Tratados de alianza, de límites y de comercio hubieran sido acaso más oportunos si a ello no se hubieran opuesto la incompleta organización de las secciones, su situación aún precaria y las ilusiones que había hecho nacer la fraternidad de los campamentos.

   El centralismo prevaleció en la Constitución precisamente en circunstancias en que, si una necesidad transitoria parecía imponerlo, las condiciones más necesarias para que la obra fuera durable aconsejaban la federación. Dividióse la República en Departamentos, y éstos en Provincias, no obstante que los centros de atracción para ellas quedaban en Bogotá, Caracas y Quito. Las nuevas entidades iban a carecer de armonía, puesto que no se las dotaba con corporaciones populares que pudieran administrar intereses comunes a cada grupo de Provincias, distintos de los nacionales. Detalláronse las funciones de los Intendentes y de los Gobernadores, mas no como Jefes de la administración particular de las entidades seccionales, sino como agentes directos del Gobierno central. La ley de 2 de Octubre de aquel año hasta llegó a apelar a la Ordenanza Real, dictada para Méjico en 1786, para completar el gran cúmulo de funciones atribuidas a los Intendentes, sin reparar en que por ellas quedaban confundidos en unas solas manos el Poder Ejecutivo y el Judicial. Tan artificial era la obra de la unión, que muy pronto fue preciso reunir bajo el mando de un solo jefe (el General Páez) los cuatro Departamentos en que estaba dividida Venezuela. Signo precursor fue esta medida de lo que tenía que suceder.

   La República quedó organizada sobre las bases que caracterizan esta forma de Gobierno. Fue la primera de ellas el sufragio a dos grados junto con la división de los Altos Poderes. Reconociéronse a los individuos los derechos políticos con prudente amplitud: prensa libre pero responsable y mediante juicio; libertad e igualdad, con la consiguiente supresión del tributo del indio y la libertad del parto de las esclavas; supresión de mayorazgos y vinculaciones, así como de las trabas que sufría el comercio interior. La seguridad personal quedó bien definida en el artículo 126 de la Constitución, que es uno de los de la sección 2a del título 5°, en la que se detallan las atribuciones del Presidente de la República. No podía este funcionario privar a ningún individuo de su libertad ni imponerle pena alguna, excepto el caso en que la seguridad de la República exigiera el arresto, pero con la condición de hacerlo entregar al Juez competente dentro de cuarenta y ocho horas de expedida la respectiva orden. En caso de guerra exterior o de conmoción interior, debía el Congreso revestir al Presidente de facultades extraordinarias, o podía éste asumirlas durante su receso, pero sólo para ejercerlas en el teatro de la guerra y por el tiempo indispensablemente necesario. La ley de 12 de Octubre confundió al conspirador contra la República con los bandoleros y salteadores, pero sometió los procedimientos al Poder Judicial. Tal confusión se explica por la situación de guerra, de una guerra en que la conspiración era inseparable de la traición y sirve para demostrar el evidente progreso de nuestras costumbres y de las instituciones en asunto de delitos políticos, no menos que para condenar otra confusión que más tarde habría de poner a discreción del Presidente de la República la libertad y la seguridad de los ciudadanos.

   En la Constitución de Cúcuta ni se mientan, siquiera, la Religión Católica ni la Iglesia. Era, según nos parece, sobreentendido que los colombianos todos eran católicos y que la Iglesia continuaría en la posición en que quedó colocada desde la conquista de América. No había la menor sospecha de que un cambio a este respecto fuera posible ni deseable. Así se explica que el mismo Congreso expidiera la ley sobre las causas llamadas de Fe, por la cual quedó abolido el Tribunal de la Inquisición y devuelta a los Prelados eclesiásticos la jurisdicción que les conceden los Cánones y el Derecho Eclesiástico; y por qué, más tarde, se expidió ley sobre Patronato.

   La vida política de la primitiva Colombia fue apenas preparación, base para la propia de las tres grandes Entidades de que se componía. La Prosecución de la guerra, que se prolongó con la campaña sobre el Perú, y la ya embarazosa posición del Libertador, influyeron de modo especial en el desarrollo de aquella vida, la cual se puede sintetizar en lucha del elemento civil con el militar, y lucha de los intereses naturales de aquellas Entidades con la obra artificial de las circunstancias. Dos dictaduras militares, seguidas de la disolución, fueron el final de aquel drama que apenas pudo durar diez años.


IV

   El triunfo del partido civil dió por resultado la Constitución de 1832 para el Estado de Nueva Granada, una vez consumada la disolución de Colombia. Pudo así quedar el desarrollo natural de los tres Estados que la componían, obedeciendo a causas naturales sin perturbaciones de lo que era artificial. La Constitución de Cúcuta era esencialmente centralista y no poco autoritaria, es decir, que daba al poder central más de lo que le correspondía, ya respecto de los derechos de las secciones, ya de los individuos. El nuevo Código cedía en ambos puntos, pero con prudencia, bajo las inspiraciones de un liberalismo moderado. Conserváronse las diez y nueve Provincias que tenían existencia tradicional y algunos gérmenes de autonomía. Fueron ellas dotadas con cuerpos populares encargados de administrar sus intereses peculiares, tales como la policía, las obras públicas, la beneficencia y algunos otros asuntos, más de aparatos que de sustancia. Podían crear contribuciones, pero con entera subordinación al poder central, lo que, unido a su reducida extensión territorial, producía la anemia en la vida seccional. Dábaseles intervención en el nombramiento de los Gobernadores, los cuales tenían el doble carácter de jefes de la administración provincial y agentes superiores del Poder Ejecutivo nacional, con la facultad de suspender las ordenanzas, cuya validez quedaba sometida a la decisión del Congreso. Ha sido después cuando se ha advertido que tal decisión es, por su naturaleza, propia del Poder Judicial. También correspondía a las Cámaras de Provincia proponer ternas para la elección de Magistrados de la Suprema Corte, y a la Corte para los nombramientos de Magistrados de los Tribunales de Distrito. Diose a los Cabildos organización más definida, pero con exceso de timidez o de desconfianza, de manera que eran cuerpos inertes los que en la vida democrática son la savia y la mejor escuela de la gimnástica política, fruto de la educación.

   Con respecto al justo equilibrio que debe haber entre las facultades de la autoridad y los derechos de cada individuo, hallamos en el nuevo Código mayor amplitud para el sufragio, si bien se conserva la elección a dos grados para los altos funcionarios; mejor definida la separación en las funciones de los Altos Poderes; suprimida la reelección inmediata del Presidente y del Vicepresidente; prudentemente moderado el período de duración de las magistraturas y de los miembros del Congreso.

   La libertad de la prensa adquirió el juicio por jurados, pues continuaba la responsabilidad por sus abusos; la libertad y la seguridad de las personas, en relación con las facultades de la autoridad para mantener el orden público, quedaban bajo el amparo de garantías suficientemente definidas en los artículos 107, 108 y 109. Conforme al primero de ellos no podía el Presidente expulsar del territorio a ningún granadino, privarle de su libertad ni imponerle pena alguna, aunque sí tenía la facultad de expedir órdenes de arresto contra los indiciados de conspiración política, pero con la obligación de ponerlos a disposición del juez competente dentro de 72 horas, junto con el sumario iniciado. Las facultades extraordinarias, que el Congreso podía conceder, estaban detalladas en el artículo 108. Ellas se reducían a llamar al servicio las milicias, descontar las contribuciones, negociar o exigir empréstitos, designándose de antemano plazos y fondos para su pago y, finalmente a la expedición de las ya nombradas órdenes de arresto.

   Tales facultades debían limitarse al tiempo y objetos indispensablemente necesarios para restablecer el orden público; todo esto acompañado de responsabilidad por los abusos que se cometieran.

   La Iglesia continuaba en la misma posición en que la había encontrado la República, mas ya, en el artículo 15, se habla de protección a los granadinos en el ejercicio de la Religión Católica. Acaso empezaba a sentirse el principio de la división que a este respecto ha alcanzado tan deplorables proporciones, pues la enseñanza superior en los colegios públicos inspiraba recelos al clero.

   Atendidas las circunstancias del país, la nueva Constitución podía satisfacer las justas aspiraciones de los partidos. Era ella una base sobre la cual podía establecerse inteligencia entre ellos, aun cuando la autoridad y la libertd sirvieran de lema a sus respectivas banderas. La conducta que se adoptara tenía que decidir del giro que hubiera de seguir el desarrollo político, si en el sentido de reformas parciales, prudentes y progresivas, o en el de vuelcos violentos a impulso de los sistemas y de las pasiones.

   La primera Administración fue encomendada al caudillo militar que había merecido del Libertador el calificativo de "Hombre de las leyes", no para aprobar sus esfuerzos en el sentido de hacerlas obedecer, sino para insinuar que servían de estorbo al caudillaje en la época colombiana. Aquella Administración consagró sus esfuerzos a plantear el nuevo orden político; a organizar la instrucción pública; a sacar del caos la Hacienda, mediante la energía, la vigilancia, la economía y la pureza que en este ramo hizo prevalecer.

   Por desgracia, falta aún la historia del período de que tratamos, y se carece, en consecuencia, de datos seguros que expliquen por qué se dividieron los civiles en la cuestión eleccionaria en 1837, o por qué los que empezaban a llamarse liberales adoptaron la candidatura de un caudillo militar, más que mediano en aptitudes para el Gobierno, y de antecedentes no todos claros ni satisfactorios. Era su adversario un patricio eminente, hombre de vasta ilustración, decidido partidario de la libertad, de purísimos precedentes, y perfectamente calificado para continuar la obra reparadora de su predecesor en sentido verdaderamente progresista. La mayoría de los sufragios populares lo favoreció, mas los representantes conspicuos de la minoría no supieron someterse al fallo de las urnas. ¡Y en ello estribaba precisamente el porvenir de nuestra democracia! Hubiérase obtenido aquella sumisión en el primer caso que para ofrendarla a la patria se ofrecía, y es casi seguro que aquellos funestos precedentes, de que ya hemos hablado, no habrían venido a incorporarse en nuestras incipientes costumbres políticas, inficionándolas con todo lo que la insubordinación y el odio pueden dar de sí.

   Sirvió el artículo 101 de pretexto, a nuestro juicio, para impugnar la elección de Presidente por haber recaído en la persona que desempeñaba el destino de Vicepresidente, alegándose que según ese artículo aquellos funcionarios no podían ser reelegidos para los mismos destinos, hasta pasado un período constitucional. Debe tenerse en cuenta que el período de Vicepresidente empezaba dos años después que el de Presidente, por lo cual la reelección para los mismos, o para los respectivos destinos, debía entenderse prohibida para la presidencia al Presidente, y para la vicepresidencia al Vicepresidente, si es que no estamos ofuscados.

   Mas sea de esto lo que fuere, siempre consideramos la alegación de inconstitucionalidad como mero pretexto para desencadenar con la guerra civil todos los males, todas las miserias que hasta hoy, al cabo de medio siglo, nos infaman ante el extranjero y nos degradan ante nuestra propia conciencia. Era el Congreso el único juez llamado a decidir de la legitimidad de la elección, puesto que debía declararla; había sido hecha por una mayoría verdadera y genuina, a despecho de las simpatías que el jefe de la Administración hubiera mostrado por el candidato vencido, de manera que si en ello había algún culpable, era éste el pueblo. ¿Qué bandera enarboló la rebelión? Fuele preciso exhumar, de su tranquilo sepulcro, aquella Federación que había sido causa poderosa de los primeros reveses sufridos en la guerra de la Independencia y, sin apoyo realmente popular, esa bandera estaba en manos de caudillos que se titulaban Jefes Supremos. Lo que hemos llamado Causa, el nombre con que se bautiza una empresa o una aventura política, apareció con su correspondiente careta.

   ¿Qué hubiera sucedido si la causa de aquella rebelión hubiera triunfado? ¿Quién y cómo habría podido meter en cabañas a los Supremos? Por fortuna para la integridad nacional, el triunfo correspondió a lo que sí merecía el nombre de Causa, que era la Legitimidad. La represión consiguiente a ese triunfo fue severa y sembró rencores funestos, que iban a ser fecundados en represalias. Las leyes de 17 de Abril y 25 de Mayo de 1841, sobre medidas de seguridad pública, fueron dictadas en lo más ardiente de la lucha, y, sin embargo, ¡cuánto no distan sus autorizaciones de las que después habremos de examinar, dictadas éstas en medio de la paz, a sangre fría! Conforme a la primera de aquellas leyes, las autoridades políticas podían allanar las casas de los particulares, pero la autoridad debía ir acompañada de dos personas de conocida probidad; los Gobernadores podían separar del territorio de su mando, no del de la República, o arrestar y mantener arrestado, por el tiempo indispensablemente necesario, al sindicado de conspiración, pero sin que el arresto implicara pérdida de los derechos políticos o civiles, pues no era pena sino medida de precaución. La expatriación se contrajo a los individuos que voluntariamente hubieran salido del territorio nacional, a los cuales no se les permitía volver a él sin permiso del Congreso. La dureza de estas medidas no consistió tanto en las facultades con que era investida la autoridad, cuanto en el uso discrecional de ellas, a que se dejaron llevar los Gobernadores, naturalmente escogidos entre los partidarios más enérgicos o más enconados. No se vio en aquel tiempo que el Presidente o sus Secretarios descendieran a entenderse directamente con los ciudadanos, pues se respetaba el orden jerárquico y la dignidad de los altos funcionarios, y eran todavía los Gobernadores algo en la capital de la República.

   La primera de las leyes de 1845 derogó las de medidas de seguridad, y está suscrita por el doctor Ezequiel Rojas como Presidente de la. Cámara de Representantes. Esta circunstancia, y la de haberse discutido la reforma constitucional de 1843, por mayorías y minorías en el Congreso, dice mucho en honra del partido conservador de aquellos tiempos. Dice también mucho en favor de ambos partidos el triunfo de la oposición en 1837 y el que iba a obtener en 1848. Puédese fijar en 1856 el término del período histórico del sufragio libre y efectivo en nuestro país, y en 1863 el de la partición de las minorías en la reformas constitucionales.

   En la reforma de 1843 predominaron dos principios: el de reacción contra las escasas semillas de descentralización que contenía el Código de 1832, y el de dar al Poder Ejecutivo mayor vigor del que tenía su acción. Las Provincias perdieron su intervención en el nombramiento de los Gobernadores, el cual quedó exclusivamente al Presidente; y si bien no perdieron facultades administrativas, ellas continuaron bajo la misma subordinación absoluta que traían, y bajo la misma impotencia a que las condenaba la falta de recursos. Descubrióse con más claridad el pensamiento del Gobierno a este respecto con el proyecto de ley que presentó al Congreso para dividir la República en 43 minúsculas Provincias, de cuya adopción se habría seguido mayor atonía en la vida municipal. Aunque rechazado este proyecto, podrá juzgarse del espíritu descentralizador y reglamentario que imperaba por el larguísimo decreto sobre las fábricas de las iglesias.

   En lo tocante a la ponderación de los Altos Poderes es muy de notarse la aparición del veto del Presidente, con el cual podía rechazar los proyectos de ley que, en este caso, no podían ser reconsiderados por el Congreso sino en distinta reunión, y eso con lo que se llama la mayoría de las dos terceras partes de los votantes, cosa que en realidad es convertir la minoría en mayoría en beneficio del Poder Ejecutivo.

   La reelección del Presidente quedó expresamente prohibida sin el intermedio de un período de cuatro años; y para evitar que se repitiera lo acontecido en 1837, era a la persona que hubiera desempeñado la Presidencia a quien se prohibía su ejercicio para el período inmediato. Por los artículos 32 y 38 se facilitaba a las minorías la representación en el Senado. Conservóse la libertad de la prensa, y también el juicio por jurados para sus abusos. Los gastos ordinarios, lo mismo que los extraordinarios, debían ser votados exclusivamente por el Congreso, y no podían hacerse en mayor cantidad que la apropiada para cada uno de ellos. La facultad de exigir empréstitos quedó eliminada, así como la de que pudiera dar el Congreso autorizaciones especiales al Presidente para el caso de trastorno del orden público. Por último, el artículo 105 especifica los casos en que el Presidente debía ser responsable, siendo muy digno de notarse el sencillo medio que se consigna en el parágrafo 6°, para deslindar, en cada caso, la responsabilidad del Presidente de la que, por regla general, corresponde a los Secretarios de Estado.

   La lectura de la Constitución que examinamos deja en el espíritu un sentimiento de respeto hacia los hombres a quienes correspondió dictarla. La época era de reacción, pero ésta no traspasó los límites de la doctrina conservadora dentro de la República.

   La Constitución de 1832 protegía a los individuos en el ejercicio de la Religión Católica, y la de 1843 agregó que era ésta la única cuyo culto sostendría y mantendría la República. Además, la ley de 25 de Abril de 1845 declaró responsables, ante los tribunales civiles, a los funcionarios eclesiásticos por mala conducta en el ejercicio de atribuciones concedidas por las leyes, incluso los Prelados Diocesanos, a quienes se obligaba a nombrar Provisor durante el juicio, y se les conminaba con suspensión en el ejercicio de la jurisdicción temporal, del empleo y del permiso para desempeñar el ministerio eclesiástico, ocupación de temporalidades y extrañamiento del territorio de la República. Con la expedición de esta ley, bajo una Administración conservadora, empezaron a sentirse los inconvenientes de ejercer el Gobierno de la República un patronato que sólo debía concederse a los Reyes de España.


V

   Trataremos ahora de lo que fue la conducta de los partidos durante la época constitucional de 1843 a 1853.

   La ley de 28 de Abril de 1845 facultó al Poder Ejecutivo para traer misioneros que se encargaran de continuar la obra de reducir al cristianismo y a la civilización las tribus salvajes. La elección recayó en los Padres de la Compañía de Jesús, y produjo entre los liberales grande alarma, acaso por no ser bien conocidos los antecedentes de su expulsión por Carlos III, y también por preocupaciones que en aquel tiempo eran propagadas por una literatura extranjera harto enfermiza.

   Entabláronse acaloradas discusiones sobre el carácter y tendencias de aquella famosa Orden, y debemos reconocer, a lo menos nosotros, que ni aun siquiera nos ocurrió hojear un libro de tántos que se han consagrado a su defensa, cosa que también sucede en todas las controversias religiosas. Cuenta la Iglesia Católica con innumerables apologistas, sabios y elocuentes, de cuya lectura se prescinde por los que la atacan, de manera que el juicio se pervierte y es informado por la pasión y la ignorancia.

   Esta cuestión sirvió de base al estallido que debía poner fin al patronato y conducirnos a esta situación anómala en que la cuestión religiosa ha colocado a los partidos. Tócale al liberal, según nuestro juicio, defender la libertad racional de los cultos, sin propasarse a medidas de persecución contra ninguno de ellos, y menos contra el católico, tan venerable por su origen, tan digno del respeto de todos los que le reconozcan su influencia decisiva en el progreso moral y en el social, no menos que del amor de cuantos sientan en su corazón los bienes de la paz que trae al espíritu y de la dulce esperanza que le infunde. Propio es del partido conservador, viendo la cuestión puramente bajo el aspecto político, cuidar de que aquella libertad venga acompañada para el culto católico de todas aquellas condiciones que hacen de la Iglesia una institución universal, dependiente de un Pastor Supremo que reside en Roma, cabeza de una jerarquía que obedece a leyes que le son propias y que, para los fieles son superiores a toda ley humana. Si estos fieles componen la casi totalidad de los ciudadanos, mayor es la razón, meramente política, si se quiere, para que ambos partidos se esfuercen en mantener a la Iglesia en la posición que le corresponde, desprendiéndola de aquellos vínculos que le impuso el Patronato Real, pero conservando los que, compatibles con la forma republicana, son, al mismo tiempo, los del querer de la mayoría. No pueden, o no deben los liberales pretender que esas relaciones se rijan por instituciones y costumbres de países, como los anglosajones, en los cuales unas y otras discrepan sustancialmente de las nuestras, porque entonces es ya el sistema, no la realidad social, lo que se pretende imponer. La lucha, en semejante caso, se emprende contra la sociedad por una minoría que tendrá que ser opresora y violenta, y que acabará siempre por ser vencida.

   Si nos hemos detenido en esta cuestión, y si aún habremos de volver frecuentemente a ella, es porque la consideramos de importancia capital para el bienestar de nuestra nacionalidad, para la paz pública y doméstica, aun prescindiendo del interés con que nuestras creencias nos inducen a considerarla. Muévenos también el deseo de que la nota de una voz amiga se deje oír en medio del concierto con que la intransigencia de partido, y la justa desconfianza del clero, rechazan las prendas que hoy se ofrecen para un avenimiento sincero.

   El movimiento político parecía dirigido hacia una inteligencia entre los partidos, fundada en la tolerancia de que daba pruebas y prendas la Administración de 1845. De su gabinete hacía parte un liberal prominente, progresista e ilustrado, que había regresado del extranjero con fe aun más robusta en los principios de su credo político. Un conjunto de medidas acertadas empezaba a dar sus frutos con la reforma liberal en la tarifa aduanera, la del monopolio del tabaco, la de las monedas y otras varias de capital importancia. La libertad del sufragio en las elecciones de 1848 quedó sellada el 7 de Marzo de 1849 con la designación hecha por el Congreso en el General López para Presidente. Hay fechas que el espíritu de partido se obstina en hacer ominosas. La historia imparcial juzgará de la pretendida coacción de los puñales, ejercida por algunos centenares de exaltados, en presencia de la autoridad que tenía a sus órdenes una guarnición veterana, que no habría dejado con vida a ninguno de los presuntos asesinos si el crimen imputado se hubiera consumado.

   Que el nuevo Presidente intentaba proseguir la política conciliadora de su predecesor, claramente lo deja conocer el nombramiento de uno de sus más conspicuos adversarios para que formara en el Gabinete. Por desgracia, el espíritu de sistema ya imperaba sobre los prohombres del Liberalismo, aunque divididos en miras.

   Desde los primeros tiempos de la República muchos espíritus se habían apasionado por las doctrinas y los sistemas que, en filosofía y en política, se hallaban en aquella época en boga y en su apogeo, y aún no se había separado en ellos el trigo de la cizaña. Reforzaba su influencia la revolución triunfante en Europa en 1848. Ya el sistema encontraba los precedentes que para formar una de nuestras Causas había dejado la guerra de 1840. Sistema y precedentes se unieron para luchar contra el enemigo común, pero sin perjuicio de combatirse entre sí, de lo que se originó la división de los vencedores en Radicales y Draconianos. Los primeros, aferrados al sistema, obraron sobre las instituciones, y los segundos se atuvieron a los hechos. El Radicalismo va siempre en pos de reformas fundamentales, considerando a las sociedades como materia plástica, dócil a todo cambio que indique la teoría, sin tener siempre en cuenta que la teoría, aun cuando sea exacta y completa, requiere aplicación. La aplicación es del dominio del arte, y éste exige estudio especial del sujeto a quien se aplica. El médico no emplea en la curación de las enfermedades el tratamiento general que indica la ciencia, sin modificarlo de acuerdo con las condiciones de cada paciente.

   El Radicalismo es el propulsor del partido liberal y aun de la obra entera del progreso político; la juventud pone a su servicio el entusiasmo, y esto sólo bastaría para reconocerle el carácter de generosidad que se halla en el fondo de sus doctrinas; pero, por el mismo motivo, una justa desconfianza en la oportunidad, o en el alcance de las reformas, debe acompañar la fe con que se las acoja.

   El contrapeso natural del Radicalismo se encuentra en la sección del Conservatismo que más se aferra a las tradiciones, que con más empeño resiste las reformas; es fuerza de resistencia que muy frecuentemente defiende los abusos y los confunde con aquellas condiciones que exige la estabilidad. El triunfo de uno de estos dos extremos, su exclusivo predominio en la dirección de la marcha política, es ocasionado a revoluciones o a reacciones violentas.

   Durante el período administrativo de que tratamos se expidieron leyes de la más alta trascendencia, leyes que tendían tan sólo a rectificar el rumbo de la evolución iniciada en 1832, pero cuyo alcance, exagerado, condujo a nuevas desviaciones.

   La ley de "Descentralización de algunas rentas y gastos nacionales", careció de importancia como medida puramente fiscal. El desnivel entre las rentas y los gastos existía desde antes de aquella liquidación, y ha continuado después de ella, por no depender de la distribución de funciones entre los Poderes Nacional y Seccional, sino de la falta de equilibrio entre las aspiraciones o las necesidades y los medios de satisfacerlas. La citada ley era, en lo político, una medida destinada a corregir los excesos del Centralismo existente sin prever las consecuencias que nuestro espíritu de sistema debía sacar de ella. Cedíanse a las Provincias todas las rentas que no estuvieran comprendidas en el artículo 14, que eran las de Aduanas, Salinas, Correos, Amonedación, Papel Sellado y Bienes Nacionales, limitándose a estos ramos, para lo futuro, el poder de la Nación. A las Provincias se les transmitían rentas desacreditadas, o ya minadas en la opinión pública, y de escaso producto, pero en cambio recibían casi la plenitud de la soberanía en lo fiscal, contra la expresa prohibición de delegar sus atribuciones, impuesta al Congreso por el artículo 68 de la Constitución vigente.

   La liquidación de las rentas traía consigo la de los gastos, detallados éstos para la Nación en los artículos l° a 10°, y quedando los restantes a cargo de las Provincias, de acuerdo con el artículo 11, gastos que podían ellas suprimir o alterar con excepción de los sueldos de los Prelados Eclesiásticos y Capítulos catedrales, de los gastos de las Gobernaciones y de los Tribunales y Juzgados. Estos gastos debía fijarlos y votarlos el Congreso, quedando su pago a cargo de las Provincias. No se reparaba en lo difícil que es hacer efectivas las obligaciones impuestas a entidades de esta naturaleza, ni en la consiguiente contingencia a que se exponían servicios de tanta importancia como los enumerados.

   Las amplísimas facultades concedidas a las Secciones hacían necesario dictar reglas para impedir los abusos que pudieran afectar el Fisco nacional y la libertad del tránsito y del comercio interior, a lo cual proveyó el artículo 17.

   Nos hemos detenido en el examen de esta famosa ley por creer que de ella surgió la reforma Constitucional de 1853, precursora de la Federación. Esta reforma era indispensable porque los hechos quedaban ya en pugna con el espíritu y aun con la letra de la Constitución vigente. El desconcierto lo hacía más palpable la erección de catorce nuevas Provincias, Cuando las existentes quedaban ya demasiado oprimidas con el peso de las facultades, de las cargas y de la responsabilidad que se les imponían. ¿Qué proporción podría haber entre el poder político y el económico de secciones tan raquíticas?

   En el corto período de que tratamos quedaron abolidas la esclavitud y el monopolio del tabaco, dos medidas que rescatan no pequeña parte de las faltas que, bajo otros respectos, se cometieron durante él.

   Expidiéronse, además, leyes sobre comunidades religiosas, sobre desafuero eclesiástico y la adicional a la de Patronato de 1824. Fue la ley de Patronato inceremoniosa ocupación de una herencia yacente, pero que tenía copropietario. Perfectamente disculpable era esta medida si se atiende a la unión de las dos Potestades durante el régimen de la Colonia. Tal como el Patronato se había ingertado en aquel régimen no era posible prescindir de él sin desgarre peligroso, a pesar de que la institución tenía que tropezar con serios obstáculos bajo la forma republicana.

   Esa institución equivalía a un convenio celebrado entre la suprema Potestad Eclesiástica y la civil, a efecto de que la Iglesia funcionara con limitaciones que ella misma se imponía, mediante una protección especial y sincera que, en cambio de ellas, obtenía la Iglesia de los Reyes Católicos. Cambiaba radicalmente la forma de la autoridad civil, y con rumbo distinto las tendencias de ésta, era natural y lógico qu ambas potestades convinieran en modificar los vínculos que las ligaban. La prudencia que rige la conducta de la Santa Sede estableció el modus vivendi, en situación tan anómala, prestándose a continuar las relaciones con la República sin nuevos pactos, toda vez que la ley sobre Patronato no las alteraba en su esencia, ni se advertía cambio en el espíritu que las informaba; pero desde que las nuevas leyes introducían novedades sustanciales y dejaban ver alteración en aquel espíritu, natural era que los Prelados, lo mismo que el Representante de la Santa Sede, hicieran sus observaciones, y que aun llegasen hasta la resistencia, que fue lo que sucedió. Las antiguas cordiales relaciones quedaron cortadas, extrañado el Ilustrísimo señor Mosquera, y en fermento los gérmenes de un deplorable antagonismo entre la Iglesia y el Partido Liberal.

   Había precedido a estos sucesos la expulsión de los RR. PP. de la Compañía de Jesús. Para cohonestarla se ocurrió al expediente de considerar en vigencia una cédula de un monarca absoluto: la de Carlos III, que decretó su primera expulsión. Esta medida, junto con los efectos inmediatos de las reformas hechas al Patronato, el extrañamiento del Prelado metropolitano, la actitud de las sociedades democráticas y el descontento de los dueños de esclavos, fueron las principales causas de la rebelión conservadora de 1851.

   La elección del General Obando para suceder en la Presidencia al General López no era propia para tranquilizar los ánimos en el partido vencido, pues debía éste temer las represalias del caudillo que había sido víctima de crueles y largas persecuciones. La pasión obra tan ciegamente sobre los partidos como sobre los individuos, y esto acaeció con la expulsión, lo mismo que con la elección que hemos recordado. Siete años habían permanecido en la capital los padres de la Compañía, durante los cuales ningún acto ejecutaron que los hiciera aparecer como enemigos de las instituciones republicanas, ni era Obando el hombre llamado a poner en planta las reformas radicales recientemente adoptadas. ¿Cómo explicar estos dos transcendentales actos de partido si no es por la pasión? Entre tanto el sistema y los precedentes continuaban su obra. El sistema debía quedar implantado en la reforma constitucional de 1853, con la cual iba a poner el sello a la división entre los liberales, pues los sectarios de Dracón, que apoyaban al nuevo Presidente, no podían avenirse con instituciones que minaban por su base el poder central. La acción perturbadora y violenta de las sociedades democráticas, combinada con las consecuencias que siempre, y en todos los países, ha dejado tras sí la esclavitud, produjo en el Cauca desórdenes deplorables, que la autoridad no supo, o no pudo reprimir. En la capital de la República el pueblo apoyaba al Presidente y apedreaba a los miembros del Congreso, y la prensa de oposición venía, desde 1850, produciéndose con una virulencia de que aún está muy lejos el lenguaje de sus órganos en la actualidad.


VI

   La Constitución de 1853 sustituyó sustancialmente la de 1843, aunque también a pretexto de reforma. Igual cosa ha sucedido después por la incapacidad de los partidos para limitarse a perfeccionar lo existente al turnarse en el poder. Hasta en la forma y contextura de aquella clase de documentos se introdujeron cambios notables. Los derechos de los ciudadanos, objeto primordial de una constitución, quedaron consignados en el artículo 5° del capítulo 1°, en vez de estar relegados al de las "disposiciones varias" del final de los códigos precedentes.

   La ciudadanía se extendió a todos los varones que fueran o hubieran sido casados, o que tuvieran más de veintiún años de edad, sin otro requisito. Quedó así establecido el sufragio llamado universal, pues se suprimió el rodaje de los electores. Considerábase el sufragio como derecho, no como función, y así era lógico despojarlo de toda condición de idoneidad e independencia. Los altos funcionarios de los tres Poderes, y los Gobernadores de las Provincias, pasaban a ser elegidos por el voto de las grandes masas ignorantes, dirigidas por el gamonal y el mameluco, o por los párrocos en las poblaciones pequeñas.

   De los derechos individuales, el de la emisión del pensamiento por medio de la prensa quedaba ilimitado. La seguridad personal estaba a cubierto de las facultades extraordinarias, lo que implicaba que a ellas había que ocurrir de hecho, cosa en que debe meditarse si es que en nuestros países se necesita todavía investir a la autoridad de tales facultades para mantener y restablecer el orden público, aunque limitadas en cuanto a modo, tiempo y lugares. La libertad de cultos ganó en amplitud lo que el católico perdió en aquella protección especial de que venía disfrutando y que no había motivo para retirarle. Quedó reconocida la libertad de dar y de recibir la enseñanza, cuando no fuera costeada con fondos públicos, y extendido el juicio por jurados a todos los delitos graves. Introdujose la definición de igualdad, mas no con la precisión que lo hizo la Constitución de 1858, según la cual los ciudadanos no podían "ser sometidos a contribuciones ni a servicios excepcionales que graven a unos, y eximan a otros, de los que estén en la misma condición".

   En lo relativo a la organización de la Autoridad, y las facultades que se le confieren, hay innovaciones de suma importancia. El veto suspensivo del Presidente a los proyectos de ley quedó eliminado, y se prohibió la reelección de este funcionario para el período inmediato. Introdújose la institución de un Designado elegido por el Congreso para desempeñar la Presidencia a falta del Presidente y del Vicepresidente. Estas tres innovaciones son dignas de que se medite sobre ellas. La supresión del veto no encontraría hoy un solo impugnador en todo el país. Si el Congreso ejerce el Poder Legislativo, claro es que el veto equivale a que predomine la voluntad de un Magistrado cuya misión especial es obedecer y hacer que se obedezcan las leyes, sin que de esto se siga que no sea conveniente oír su opinión antes de que las sancione.

   Suprimir la reelección inmediata de la persona que ejerce la Presidencia es dar un primer paso en el sentido de atenuar los efectos de las crisis eleccionarias, tan peligrosas en nuestros países. Encargar al Congreso la designación de un suplente para el Presidente, es dar un paso aun más avanzado en el sentido de que también pueda designar o elegir al mismo Presidente. No será extraño que esta idea, ya defendida en el Mensaje del Presidente al Congreso de 1858, y reducida a práctica en Francia, Suiza y Venezuela, ingrese algún día en el programa de los que piensen en poner diques a la omnipotencia del Poder Ejecutivo. Toda exageración trae consigo su reacción, y ésta, en el presente caso, podría conducirnos a la omnipotencia del Congreso, ya sea para afirmar nuestras oligarquías, ya para afirmar la de un cesarismo que sepa corromper los Congresos.

   Los cambios más trascendentales se encuentran en la distribución del poder político entre la Nación y las Provincias. Dada la existencia de una nacionalidad completa y tradicional, es al Gobierno de ella a quien corresponde la plenitud de la soberanía. La vida seccional, como su propio nombre lo indica, está contraída a intereses de mera Administración, no de Gobierno, los cuales pueden ser deslindados de los generales, y definidos, con la amplitud necesaria para que tal administración no sufra embarazos. Cambiar este deslinde en contra del Gobierno de la Nación y en favor de secciones, era pasar de un salto del centralismo a la federación, acaso inconscientemente, y tal cosa era la que entrañaba el artículo 10.

   Las cuestiones referentes a inconstitucionalidad o ilegalidad de las ordenanzas municipales, quedaron sometidas, como debe ser, a la decisión del Poder Judicial, para que las secciones sean realmente autónomas, pues los otros dos Poderes nacionales tienen que ser Juez y parte en tales cuestiones.

   La obra del Congreso de 1853, si se hubiera limitado a lo que se consagró en la Constitución, no merecería otra censura que aquella que, en general, se puede hacer a las doctrinas radicales: exageración algunas veces, inoportunidad o impracticabilidad en otras. Pero habrá de reconocerse que nuestro radicalismo ha sembrado semillas de progreso, y que, al no haber intervenido en sus actos aquello que hemos llamado los precedentes, es decir, los hechos que se originan de la cólera de los partidos, su conducta posterior no le habría atraído los odios de que es objeto. En tal conducta habría justicia en liquidar responsabililidades entre el radicalismo y el elemento draconiano del partido liberal que más tarde se le segregó.

   Algunas leyes expedidas por el mismo Congreso dan la prueba del funesto espíritu de sistema con que se extreman las doctrinas de nuestros partidos. La de 15 de Junio, referente al patronato, derogó casi todo el Tratado 4o de la Recopilación Granadina, así como las leyes españolas de que procedía aquella institución. El objeto de tal ley fue establecer la separación de la Iglesia y el Estado, acaso porque se creyera esto necesario para consagrar la libertad de los cultos, mas ya se ha visto que esta libertad puede coexistir con aquellas relaciones que entre las potestades civil y eclesiástica ha mantenido la Constitución de 1886 con evidente beneficio para la paz de las conciencias.

   Lo dispuesto sobre contribuciones para el sostenimiento de los cultos en el artículo 2°, no nos parece objetable puesto que, aun dándoles el carácter de voluntarias, les reconocía también el de obligatorias, como lo son todas las promesas libremente hechas, o todas las obligaciones libremente consentidas. No quedó este punto resuelto con la vaguedad en que lo dejó el ordinal 8° del artículo 23 de la Constitución de 1863.

   El artículo 4° adjudicó los templos católicos y los bienes y rentas que les pertenecían, a los vecinos católicos de las respectivas Diócesis y Parroquias, según su destino. Tal adjudicación no se compaginaba con el reconocimiento de la verdadera libertad de cultos, puesto que, respecto del católico, bien se sabía que la propiedad de aquellos bienes está sometida a organización y administración especiales, dependientes de los cánones de la Iglesia y de la jerarquía por ella establecida. Los vecinos católicos no se pueden organizar a su antojo, y, por tanto, el artículo 6° de la ley citada, que desconocía el carácter público de las comunidades religiosas, quedaba en contradicción con la esencia del principio de libertad que le servía de base, puesto que permitía que los vecinos católicos dispusieran libremente de los bienes de tales comunidades pasados veinticinco años, aunque renovando a sus miembros el derecho a una subsistencia decente, asegurada durante su vida. La desamortización de bienes de manos muertas quedaba implícitamente establecida, si bien de modo hasta cierto punto voluntario, y sin el despojo que implica el declararse el Fisco heredero ab intestato.

   Consecuente con la ley que dejamos rápidamente analizada, fue la relativa al matrimonio, en cuanto por ella el hecho real fue sustituído por el ficticio, si se nos permite la expresión. Indisputable es, no sólo el derecho, sino el deber, de reglamentar el contrato más importante que ocurre en la vida civilizada. Empero, son las manifestaciones de esa misma vida, materia esencial de la legislación propia de cada pueblo, hechos que deben ser acatados cuando se trata de la aplicación de los principios generales de aquella ciencia a un pueblo determinado. Ya hemos visto lo ocurrido con los resguardos de indígenas en relación con los derechos de propiedad, de libertad y de igualdad. El billete pagadero al portador, y el cheque, son títulos de propiedad que no aparecen de repente en los códigos: si no se habla de tales títulos en el Digesto romano ni en las leyes de Partida, es porque en las sociedades aún no existían los hechos que demandaban su reglamentación.

   El poder de los legisladores está limitado por la justicia, por la conveniencia y por el estado social. Ahora bien, el grande hecho social en un país de católicos es que el matrimonio es un sacramento, hecho que predomina sobre todos los que le dan carácter de contrato. Por consiguiente, en tales países, lo justo, lo practicable y lo conveniente es que, reconocido el sacramento, se le revista, por ministerio de la ley, de todas las consecuencias civiles que apareja el contrato, pero conservándole las especiales condiciones que están en la mente y en la voluntad de los contrayentes. Es de este modo como, a nuestro juicio, se respeta realmente la soberanía nacional. Las causales de nulidad en el matrimonio, las de la disolución y del divorcio, los juicios sobre estas materias, lo mismo que otros puntos importantes, deben regirse por la ley a que los contrayentes han tenido la intención de someterse delante de Dios y de su conciencia, quedándole a la autoridad civil lo relativo a derechos y obligaciones respecto de los bienes en relación con las personas. Palpables han sido las consecuencias que, sobre todo para los hijos del pueblo, han traído consigo las leyes sobre el matrimonio en cuanto por ellas se ha desconocido el poder de las creencias y el de las costumbres. Muy posible es que estemos equivocados en algunas de nuestras apreciaciones por no haber podido entender bien la excepción contenida en el artículo 22 de la ley, respecto del matrimonio en lo referente a los católicos.


VII

   Volviendo a las cuestiones políticas, no se comprende cómo no advertían los legisladores de 1853 que su obra tenía que ser efímera, puesto que, conservándose las apariencias de la forma central, lo que en realidad se fundaba era la federación. Pero esta nueva forma del Gobierno era impracticable con la división territorial existente. El mismo Congreso decretaba la creación de la provincia de Soto, desmembrando para ello la de García Rovira, la cual era, a su turno, una de las cuatro partículas en que había sido dividida la antigua provincia de Pamplona. Al propio tiempo se reintegraban las de Antioquia, Bogotá y Pasto, que poco antes habían sido desmembradas, de modo que era patente la confusión de ideas y de aspiraciones que dominaban en aquel cuerpo.

   A esta situación puso término la conducta del Presidente, apoyado por el ejército y por gran número de partidarios del círculo liberal que lo rodeaba. Solicitóse con empeño el apoyo de la clase obrera de la capital, a cuyo efecto se la halagaba con promesas de protecciones en favor de las manufacturas nacionales, y se procuró ahondar el antagonismo que ya asomaba entre aquella clase y las que se comprenden bajo la denominación común de clases ricas. Las sociedades democráticas eran la palanca principal que se hacía funcionar para este fin. Tal situación tenía que parar en un estallido revolucionario, que en menos de un año produjo el famoso 17 de Abril de 1854.

   Vencida la revolución a esfuerzos de conservadores y de radicales unidos, ayudados por los más importantes personajes de la sección llamada draconiana, los gérmenes de transformación que contenía la Constitución de 1853 empezaron a dar su fruto. El Congreso de 1855, casi apenas instalado, erigió las Provincias del Istmo en Estado federal soberano, dependiente de la Nación únicamente en lo relativo a las relaciones exteriores, el ejército y la marina, el crédito nacional, la naturalización de extranjeros, las rentas y gastos nacionales, el pabellón y el escudo de armas, las tierras baldías y los pesos, pesas y medidas. Ni aun la moneda quedó comprendida en estas excepciones. Destinadas estaban aquellas provincias a ser las primeras en el goce de la federación y las únicas que, unidas en Departamento, debían quedar decapitadas políticamente en 1886.

   Las Provincias del Istmo, con excepción de la ciudad de Panamá, figuran entre las más atrasadas de la República, no obstante su ventajosa posición geográfica. Incomprensible es que el pueblo de Costa Rica, su colindante, haya podido fundar una nacionalidad pequeña pero próspera, sin que posea, al parecer, elementos etnográficos, ni de otra clase, superiores a los colombianos de aquella sección. Acaso en la capital istmeña no se ha atendido lo bastante al desarrollo administrativo e industrial de los municipios que allá forman la masa de la población. Lo cierto es, para nosotros, que tal masa era inadecuada para la vida semi-independiente con que se la iba a dotar, y que, si bien la capital contaba con elementos de civilización de proporcional importancia, ella misma abrigaba en su seno otro que representaba la barbarie: el Arrabal.

   El Arrabal fue un poder social que casi se convirtió en institución política, como sucedió con las democráticas, pues de él partieron, o en él se apoyaron, casi todos los trastornos de que fue víctima aquella portada de nuestra nacionalidad, por la cual tenía que juzgar el extranjero de lo que pasaría en el interior de la vivienda. Sucedía esto en los momentos en que California atraía la atención del mundo entero, cuando la peor clase de aventureros pasaban y repasaban nuestro Istmo a despecho de toda clase de tropiezos y dificultades, y cuando la obra del Ferrocarril Interoceánico estaba en plena ejecución. Sin duda que para hacer frente a semejante situación se requería especial vigor en la autoridad para hacer imperar el orden. ¿Era esta la oportunidad de privar la autoridad nacional del derecho de legislar para aquella sección de la República, y de administrar justicia por sus propios tribunales? ¿Podía quedar esta función esencial de la soberanía al nuevo Estado y dejarse a la Nación la responsabilidad de sus actos?

   Comprendióse por los miembros del Congreso de 1855 lo anómalo de la situación en que quedaba la República con la creación del nuevo Estado, y así se explica que el artículo 12 del acto legislativo que la contiene, abriera la puerta a la creación de otros Estados. Por esa puerta entraron sucesivamente Antioquia y Santander, quedando la Nación por tres años en verdadera anarquía constitucional. Afortunadamente fue en aquellas circunstancias cuando la Administración Mallarino pudo mantener el orden público con 500 hombres de ejército y con una política de sincera conciliación, libre de todo espíritu banderizo, y consagrada, tanto a restablecer el orden administrativo después de la conmoción de 1854, como a procurar que la opinión pública se pronunciara libremente en la elección del orden que hubiera de preferirse respecto de la forma federal o de la central. Vióse en aquel corto período cuánto pueden para la paz pública la ausencia de caudillo y de sistema en la dirección suprema del Gobierno. Merced a esta política verdaderamente elevada y patriótica, las elecciones de 1857 se verificaron en orden y con libertad, no obstante que ya asomaba, en uno que otro punto de la República, el fraude, que no muy tarde debía, unido a la violencia, minar por su base el respeto debido al Gobierno.

   Ensayóse en aquellas elecciones el sufragio universal, esperanza acaso de predominio futuro para el partido que lo adoptó, pero que debía traer consigo penoso desengaño. La fuerza de aquel partido debía naturalmente consistir en las clases sociales que venían lentamente emancipándose de la coyunda colonial, persistente en las costumbres a despecho de las declaraciones de derechos que hacían las constituciones. Tales clases la suministraba la instrucción primaria, y si bien alguna propiedad iban ellas adquiriendo, la propiedad raíz quedaba principalmente en manos de las clases que se inclinan del lado de la causa conservadora, y le llevan todo el peso de su influencia sobre las grandes masas proletarias.

   Afortunadamente para nuestro país, este era el hecho. ¿Qué habría sucedido en 1854 si aquellas masas hubieran participado en toda la Nación de las ideas y de los apetitos que ya asomaban en la capital?

   El sufragio universal es hoy la piedra angular del Gobierno en Francia, y no se puede ver sin espanto que allí las grandes ciudades, París, Lyon, Marsella, eligen diputados socialistas, enemigos del orden social existente, cuando de tales centros de ilustración y de riqueza debieran salir para el Cuerpo Legislativo los ciudadanos más aptos para tan augusta misión. La minoría socialista crece allá con alguna lentitud, es cierto, pero crece a impulso del principio erróneo que le da vida, principio que destierra a Dios del santuario de las leyes, junto con la patria, la propiedad y la familia. Sin el contrapeso que opone en la actualidad la clase propietaria, por fortuna, numerosa a causa de la grande división de la tierra, aquellas minorías serían ya prepotentes en el Parlamento. Pero es de preverse que no tarde esto en suceder si se atiende a que el crecimiento de aquella clase propietaria está limitado por la extesión del suelo, en tanto que la industria fabril, que es el semillero de la clase obrera, tiene delante de sí ilimitada perspectiva. De aquí que haya que temer que la Francia, la hermosa Francia, no haya pasado aún por su última revolución, ni sufrido su último despotismo.

   No podían quedar las cosas en 1857 en el mismo pie en que las había encontrado dos años antes el señor Mallarino. Su advenimiento al poder no había sido precedido por una lucha eleccionaria, en medio de la cual siempre reviven y se enconan las pasiones en los partidos, al propio tiempo que la unión de ellos para derrocar la dictadura de Melo aún no se había del todo disuelto. Los hombres de uno y otro bando estaban disponibles para prestar desinteresada cooperación al Supremo Magistrado, y éste supo aprovechar tan feliz coyuntura al elegir el personal de su administración.

   Encargado el señor Ospina de la Presidencia, ya volvió a tener caudillo la causa conservadora, y la Administración Ejecutiva volvió a quedar exclusivamente a cargo del partido que la defiende, pero el sistema tenía que atravesar primero la crisis federalista para reaparecer en los Gobiernos seccionales según fuera el partido que en ellos predominara. Tal crisis era ya inevitable. Los detractores de la memoria del doctor Ospina encubren mal el despecho que les dejara su derrota en 1861, atribuyéndole a su caudillo de entonces deserción de las doctrinas que venían sosteniendo. La derrota es crimen que nunca obtiene perdón de los partidos.

   Creados ya tres Estados soberanos (Panamá, Antioquia y Santander), era imposible volver atrás sin lucha sangrienta; de modo que el no poner obstáculos a una tendencia irrepresible era prueba de cordura y de patriotismo. Así se llegó en paz a 1858.

   Hase necesitado que el país sufriera las consecuencias de la reforma de 1863 para que se pueda apreciar en su justo valor la de 1858. Las reformas por las cuales en vano se suspiró por muchos años para corregir los errores contenidos en el Código de Rionegro, quedaban de antemano consignadas en el de 1858, siguiéndose de ello la completa inutilidad de la guerra a que sirvió de pretexto.

   Manteníanse en la Constitución de 1858 las dos falsas conquistas hechas en 1853: la ciudadanía sin más condiciones que la edad y el sexo, y el sufragio universal.

   Si se comparan los capítulos de las dos Constituciones, relativos a las facultades correspondientes al Gobierno de la Nación y a los de los Estados, habrá de convenirse en que la causa del orden quedaba mejor servida por la de 1858 sin menoscabo de una justa y amplia libertad. Las prohibiciones impuestas a los Estados quedaban en ésta bien definidas, principalmente en lo relativo a gravámenes y estorbos puestos al comercio interior, de los que tánto habría de abusarse después. Entre tales prohibiciones estaba la de no intervenir en asuntos religiosos, con la cual se habría evitado, si hubiera sido conservada, aquel contingente con que contribuyeron después los Gobiernos de los Estados a la cuestión religiosa.

   En la enumeración de los objetos de la competencia exclusiva del Gobierno general, quedaron mejor definidas en 1858 las facultades relativas a la conservación del orden público y de la armonía entre los Estados.

   Los derechos individuales fueron puestos bajo el amparo de la Confederación, aunque en realidad su garatía dependería enteramente de la legislación civil y penal de los Estados. La libertad absoluta de la prensa no fue alterada, ni las de dar o de recibir la instrucción, ni la de profesar cualquiera religión, con tal que con los actos del culto no se turbase la paz pública, ni estuviesen ellos calificados de punibles por leyes preexistentes.

   La organización de los altos Poderes y sus funciones no ofrecen objeción, si se exceptúa el voto directo de los ciudadanos como fuente de la elección del Presidente y de los miembros del Congreso, dada la excesiva amplitud de la ciudadanía para tan importante función. Además, aquel voto para Presidente debía ser el de la mayoría nacional, no el de los ciudadanos de cada Estado, para computar los votos de estas entidades. Los Magistrados de la Suprema Corte debían ser elegidos por el Congreso, a propuesta en terna de las Legislaturas de los Estados. En cuanto a la independencia de los dos poderes colegisladores, el Ejecutivo continuó privado del derecho de veto, pero podía presentar proyectos de ley al Congreso, y nombrar libremente los Secretarios de Estado, de manera que ambos poderes podían obrar, sin embarazos, dentro de la órbita natural de sus respectivas misiones.

   El Poder Federal podía tener sus propios agentes en toda la República, así en lo administrativo como en lo judicial, quedándole, además, cuando la ley creara el Distrito Federal, residencia propia y exclusiva.

   La conservación del orden general, encargada al Presidente, tenía por garantía la concesión de facultades eficaces al efecto, faltando apenas entre ellas la de terminar, por medio de convenios, las contiendas armadas que pudieran ocurrir entre el Gobierno general y uno o más Estados, puesto que estas entidades no podían ser tratadas como los delincuentes particulares en casos de rebelión. De este defecto adoleció la ley de 25 de Abril de 1860, sobre orden público. En hora buena que se afirmara con sanciones precisas lo prescrito en la Constitución con respecto a ese orden, mas hay que convenir en que tanto aquella ley como la de 8 de Abril de 1859, sobre elecciones, adolecían del defecto de ser inspiradas por el centralismo, que no permitía proceder inspirándose en el espíritu de la nueva forma del Gobierno. La primera de dichas leyes echaba en olvido que los Goberadores y demás funcionarios de los Estados tenían doble pauta a que arreglar su conducta: la Constitución y las leyes de la Confederación y las del respectivo Estado. La ley de orden público cerraba los ojos sobre este grave punto y definía delitos, e imponía penas, a los funcionarios seccionales, no obstante que la Constitución nacional sólo a la Corte Suprema y al Senado daba la atribución de suspender y anular las leyes de los Estados, leyes válidas y obligatorias, entretanto, para esos funcionarios.

   La misma prescindencia absoluta se observó en la organización del régimen eleccionario. Su base era el Consejo electoral, supremo en cada Estado, del cual emanaban las Juntas y los Jurados electorales. Correspondía el nombramiento de los miembros de aquellos Consejos al Senado, a la Cámara de Representantes y al Presidente de la República, a razón de tres miembros para cada entidad. ¿Por qué no haber dejado a las Legislaturas de los Estados la impropia intervención del Presidente en el asunto?

   Por último, para la reforma de la Constitución sólo se necesitaba que la pidiera la mayoría de las Legislaturas de los Estados y fuera aprobada por una ley del Congreso.

   Fue la Constitución de 1858 obra común de los partidos. El Congreso que la dictó emanaba del régimen legal existente. Veíanse en ella los progresos que desde 1821 venían haciendo la libertad y el orden. Hubiera este progreso comprendido la teoría y la práctica, las doctrinas y la conducta de los hombres y de los partidos, y ya podríamos esperar con toda confianza el advenimiento de una paz definitiva, si acaso algunas ligeras y últimas convulsiones lo hubieran demorado.

   En los dos años de vida que tuvo esta Constitución, pudieron los sistemas proseguir su marcha, aplicada al régimen de los Estados. Los dos principales caudillos civiles pasaron a regir, cada cual, el Estado en que su partido tenía mayoría. Antioquia gozó de orden, y Santander quedó sometido al ensayo del impuesto único y directo a que sus pueblos no estaban acostumbrados, y al de la doctrina del Dejad Hacer mal comprendida.

   Cundinamarca quedó bien organizado bajo la dirección del partido conservador, sin exclusivismo de doctrinas ni de personal liberal en la Convención Constituyente. La redacción y expedición de códigos de leyes, que sustituyeron la antigua y embrollada legislación española y nacional que arrancaba desde las Partidas, es un título de gloria, tanto para sus autores y para el Gobierno del Estado, como para el régimen federal.

   Los errores del radicalismo en Santander dieron origen, o acaso más bien pretexto, a las primeras conmociones locales, y a las faltas que el Gobierno general iba a cometer bien pronto. La muerte heroica y gloriosa del Presidente Herrera, y la respetuosa sumisión del Presidente Salgar al juicio a que fue sometido ante la Suprema Corte, son timbres de honor para el radicalismo. Más tarde, aleccionados por la experiencia, ellos exhibieron, en el mismo Estado, modelo del buen gobiero liberal como, lo fue Antioquia del conservador.

   No supo, a nuestro juicio, el Presidente Ospina discernir con acierto de qué lado estaba el verdadero peligro para la legitimidad cuando abrió campaña contra Santander, en donde la ley no tenía enemigos, y en donde el derecho podía reclamar miramientos en vez de hostilidad. La verdadera tempestad venía del Sur, desencadenada por la ambición y apoyada en el prestigio de un poderoso caudillo. El trato a que fueron sometidos los prisioneros del Oratorio hizo posible la inteligencia entre el Liberalismo y Mosquera.

   Mosquera tuvo respiro para organizar su rebelión, y motivo y habilidad para atraer a su causa al Liberalismo, y al mismo Obando, sus víctimas de otro tiempo. El Presidente profesaba respeto ciego a la ley, y ésta no había hecho diferencia, para el caso de rebelión, entre un Estado y los particulares. De aquí probablemente el no haberse aprobado la esponsión de Manizales y evitádose el triunfo de la rebelión sobre la legitimidad, que es la mayor de las desgracias que pueden sobrevenir a una Nación.


VIII

   Como ya lo hemos dicho, el objeto especial de estos últimos artículos, consagrados a la libertad y el Orden, es seguir la marcha impresa a cada uno de los dos principios por las diversas Constituciones que nos han regido. Respecto de la de 1863, he aquí el juicio emitido por uno de sus autores, distinguido por su patriotismo, su ilustración y su circunspección.

   "En la parte de derechos civiles proclamados, fue prolija y escrupulosa (la Constitución); pero omitió los medios de realizarlos, y por tanto, si bien confirió muchos derechos, no dio en realidad ninguna garantía. Al definir los poderes seccionales se propuso autorizar la sedición perpetua, y los medios de amenazar constantemente los Estados unos a otros, y todos, o alguno de ellos, al Gobierno general. Organizando los poderes nacionales como si fuesen unos simples huéspedes tolerados en la mansión constitucional, quitóles su índole y su fuerza propias, al paso que los hizo inútiles para la unión y casi incompatibles entre sí. Por último, sembró sin plan doctrinas tan brillantes por su novedad como peligrosas por su alcance, y más que todo por la extraña inteligencia que han recibido."

   Creemos muy acertado este juicio. La libertad no cedió el terreno que venía conquistando desde 1821, en cuanto la pueda favorecer la definición de los derechos, pero sufrió pérdidas lamentables en la efectividad de sus garantías, que son los atributos esenciales del orden.

   Antes de entrar en el análisis de las prescripciones de aquel Código, débense recordar algunos de los rasgos de la situación en que se encontraba la Convención de Rionegro que sirvan para explicar los errores que se imputaban a su obra.

   No había terminado la guerra que empezó en 1860; de manera que las pasiones aún no se habían calmado. Faltaba en aquel cuerpo el contrapeso de una minoría que hiciera oír la voz de los vencidos al tratarse de instituciones que sobre todos los colombianos debían regir. Aún estaba sometido el país a una de las dictaduras más largas, más duras y más audaces de las que ha tenido que soportar, y el caudillo que la ejercía era miembro de la Convención. Junto con el caudillo se había instalado en ella el Pacto de Unión, que en 20 de Septiembre de 1861 habían celebrado los plenipotenciarios de los caudillos que dominaban los Estados; Pacto al cual pretendía el Dictador que debía subordinarse la obra de la Convención, de manera que se negaba a ésta la plenitud del poder constituyente. La mayoría de aquel cuerpo repugnaba esta limitación, no obstante que estaba de acuerdo con el referido pacto en lo esencial, que era la existencia de nueve Estados soberanos, los cuales se pretendía que iban a constituir una nacionalidad que ya tenía tres siglos de existencia y medio de independencia. El origen de la Convención era popular, el del Pacto era el caudillaje.

   Si bien se reflexiona sobre estos diversos antecedentes, habrá de convenirse en que el último de los mencionados era el más grave, a la vez que el más peligroso para el desarrollo pacífico de las instituciones. El hecho natural, preponderante, era la unidad nacional, hecho tradicional, persistente, contra el cual tenía que entablar lucha a muerte el hecho artificial de los Estados soberanos. Compruébalo, a nuestro juicio, la tenacidad con que los partidos conservaron su anterior integridad, sin localizarse, no obstante que la vida seccional pasaba a ser la más intensa, la más importante. Aquel empeño por adquirir el predominio en los Estados, que dio origen a tántas guerras locales y a dos guerras generales en el espacio de veinte años, deja bien comprender que el hecho natural obraba siempre, pues tales guerras tenían por objeto la posesión de los poderes nacionales.

   No pretendemos condenar en absoluto la forma federal. Bien comprendemos que las sociedades continúan y continuarán sometidas a las transformaciones que les imponen los progresos científicos en lo social y en lo político; mas hay que tener en cuenta que de cada ciencia nace un arte, y que el gobernar es el más complejo de todos, puesto que exige el estudio de cada pueblo, casi desde sus primitivos orígenes. Vese, en consecuencia, la federación informando la vida política en los Estados Unidos, mientras que la libertad continúa en progreso en la antigua Metrópoli con el Condado y el Municipio, no soberanos, pero sí autónomos en la medida de lo conveniente. El fondo del asunto está en la educación, y si la forma federal es la más delicada, la que supone mayores aptitudes en las masas populares y en las clases directivas, es claro que en una Colonia española, de reciente emancipación, tales aptitudes tienen que ser muy deficientes. ¿Puede un manumiso pasar de repente de la casa del amo a fundar florecientes establecimientos industriales? ¿Puede ponerse en manos del alumno de escuela de primeras letras, que apenas acaba de aprender a leer, un tratado de Geometría para que resuelva sus problemas?

   En materia de libertades, o de derechos, poco fue lo que agregó la nueva Constitución. La abolición de la pena de muerte y la limitación a diez años de toda pena corporal, son asuntos más propios de la legislación penal, susceptible de fáciles cambios. El derecho de propiedad quedó tal como lo había reconocido la Constitución de 1858, según la cual (artículo 56, § 3°) el empréstito forzoso no era permitido, y menos habiéndose hecho consistir la igualdad, principalmente, en no estar nadie sometido a servicios excepcionales que graven a unos, y eximan a otros de los ciudadanos que estén en la misma condición. Así lo declaró expresamente el Senado por resoluciones dictadas en 1860 contra leyes de Panamá, Santander y Cauca. Y digno es, también, de observarse que el Congreso de aquel año sólo autorizó al Poder Ejecutivo para contratar empréstitos voluntarios en el caso de exigirlo la conservación del orden público. El Gobierno fue vencido, no por falta de recursos pecuniarios, sino por la suerte adversa de los combates, así como ésta le había dado el triunfo en 1840.

   Fue la organización conveniente del orden el grande escollo para la obra de la Convención. El artículo l° dice que los Estados se unen para formar la Nación, la cual ya estaba formada, a Dios gracias, por el total de los ciudadanos. Lo importante era saber de qué modo y por qué medios la vida colectiva iba a funcionar mediante aquella unión. La primera de las bases en que esa unión se hacía consistir deja comprender que el ánimo de los convencionales aún no se había serenado, puesto que en tales bases daban el primer puesto a otra cuestión muy importante, sin duda, pero que también corresponde a la legislación civil. Nos referimos al principio de incapacidad de las comunidades religiosas para adquirir bienes raíces, al de que esta clase de propiedad sea siempre enajenable, y al de que sólo sobre el Tesoro público se puedan imponer censos a perpetuidad.

   Diremos, respecto de las bases 3a, 4a, 5a y 7a, relativas a la libertad del comercio interior, que nos parecen mejor definidas en la Constitución de 1858, y mucho mejor aún, en la de los Estados Unidos. Lo cierto es que los Estados llegaron a establecer verdaderas Aduanas interiores como en los tiempos de la Edad Media.

   Obligábanse los Estados a organizarse conforme a los principios del Gobierno popular, electivo, representativo, alternativo y responsable, y a someterse a la decisión del Gobierno general en sus controversias, sin poderse declarar la guerra unos a otros. Debían también los Estados guardar neutralidad en las contiendas que se suscitaran entre los habitantes y sus respectivos Gobiernos, y era prohibido permitir enganches o levas que tuvieran por objeto hostilizar a un Estado o a otra Nación. La efectividad de estos compromisos iba a depender de la eficacia de las sanciones para los casos de transgresión.

   Naturalmente correspondía al Gobierno general cuidar de que se cumpliera con todas esas prescripciones, y para ello le prohibía el artículo 19 hacer la guerra a los Estados sin permiso del Congreso, si bien encargaba el artículo 66, § II, al Presidente, velar por la conservación del orden general. También tenía la Suprema Corte atribuciones para juzgar a los Gobernadores de los Estados y a los Magistrados de sus Tribunales por violación de la Constitución y de las leyes de la Unión, lo mismo que para decidir las controversias que se suscitaran entre los Estados o entre éstos y el Gobierno general. ¿Quién debía hacer ejecutar las sentencias, y por qué medios, en caso de resistencia? Contesta esta pregunta el artículo 20, según el cual no podía el Gobierno general tener en los Estados agente alguno con jurisdicción ordinaria o autoridad en tiempo de paz, pues eran las autoridades de los Estados las encargadas de cumplir y hacer cumplir los actos del Gobierno general. En caso de conflicto, ¿a quién obedecerían tales autoridades?

   Para complemento de este orden los Estados podían sostener ejércitos, aunque con el nombre de milicias, y el derecho de insurrección vino a quedar establecido, y hasta reglamentado, en la siguiente ley, expedida en Abril de 1867, denominada de orden público:

   "Artículo 1° Cuando en algún Estado se levante una porción cualquiera de ciudadanos con el objeto de derrocar el Gobierno existente y organizar otro, el Gobierno de la Unión deberá observar la más estricta neutralidad entre los bandos beligerantes.

   "Artículo 2° Mientras dure la guerra civil en un Estado, el Gobierno de la Unión mantendrá sus relaciones con el Gobierno constitucional, hasta que de hecho haya sido desconocida la autoridad en todo el territorio; y reconocerá al nuevo Gobierno, y entrará en relaciones oficiales con él, luego que se haya organizado conforme al inciso 1°, artículo 8° de la Constitución".

   A esta ley de orden público no se le puede hacer, por vía de comentario, otra cosa que quitarle el nombre.

   En lo relativo a la Constitución de los altos Poderes Federales, se observa que la fuente de ellos no era el pueblo, todo el pueblo colombiano, sino los Estados. En efecto, a ellos correspondía determinar el modo de hacer las elecciones para Senadores y Representantes; por el voto de las nueve Legislaturas se verificaba la elección de Presidente de la Unión, y esos mismos cuerpos proponían al Congreso los candidatos de entre los cuales debía designar los Magistrados de la Suprema Corte.

   El Presidente debía nombrar al General en Jefe del Ejército a propuesta del Congreso, y podía removerlo la Cámara de Representantes. Correspondía al Senado aprobar los nombramientos de Secretarios de Estado, Agentes diplomáticos, empleados superiores de los Departamentos administrativos y jefes militares. Como correspondía al Congreso crear y designar aquellos Departamentos, y fijar en la jerarquía militar el grado a que debiera corresponder el nombre de jefe, se comprende cuánto podía ingerirse el Cuerpo Legislativo en el ramo de nombramientos del orden ejecutivo. De esta amplitud usó y abusó escandalosamente el Congreso de 1882, dando así margen a la reacción exagerada que en favor de las prerrogativas del Poder Ejecutivo había de encargarse en la Constitución de 1886, aunque aquel abuso, y el presente uso, hayan sido obra de un mismo partido y en su exclusivo provecho.

   Tenía el Congreso la facultad de prorrogar sus sesiones y la de ordenar su propia convocatoria a sesiones extraordinarias, cosas ambas que consideramos como salvaguardias de las libertades públicas. Pero la que es, para nosotros, suprema, la hallamos en el artículo 85, que dice:

   "No se hará del Tesoro Nacional ningún gasto para el cual no haya sido aplicada expresamente una suma por el Congreso, ni en mayor cantidad que la aplicada".

   Sólo aquellos países en que esto se cumple, son o están en camino de ser libres. Es la arbitrariedad en los gastos públicos el mayor enemigo de la libertad.

   El artículo 91 declaró que el Derecho de Gentes hacía parte de la legislación nacional, especialmente para el caso de guerra civil. Era esta disposición humanitaria, además de ser exigida por la forma federal. La Constitución expedida para Cundinamarca, en 1870, interpreta aquel artículo en el sentido de que "no faculta a ninguna autoridad del Estado para ejercer, durante la guerra, contra las personas, sus derechos o sus bienes, ningún acto o función que pueda pretermitir en algún sentido el cumplimiento fiel de la garantía de los derechos individuales, consignados como condiciones de asociación de los Estados, en el artículo 15 d la Constitución nacional". . .

   El artículo 92 fue, según entendemos, la forma que tomó la transacción a que al fin llegaron la Convención y el General Mosquera respecto de la validez del Pacto de Unión. La reforma constitucional quedó imposibilitada con aquel artículo, por exigirse en él la ratificación "por el voto unánime del Senado, teniendo un voto cada Estado" cuando la reforma fuera dictada por el Congreso; y en caso de serlo por una Convención, debía ésta ser convocada por el Congreso a solicitud de la totalidad de las Legislaturas. Estas condiciones paralizaron la obra de Rionegro, pues dejó de ser perfectible.


IX

   Los días que hemos llamado nefastos en nuestra historia se presentan casi siempre por parejas, uno de cuyos miembros ha sido generador del otro. Esto acontece con los del 7 de Marzo y 19 de Julio de 1861, el 29 de Abril y el 23 de Mayo de 1867, y el 9 y 10 de Octubre de 1868. La pasión de partido se apodera de estos hechos, no para juzgarlos por el bien o el mal que hayan producido, sino por el daño que con ellos se haya inferido a los intereses de las banderías.

   El 7 de Marzo se aprehendió a reos o a prisioneros, que emprendieron la fuga. Reos eran según las ideas que predominaban en el partido que venció en el Oratorio; prisioneros eran ante la verdad y la razón. Mas sea lo que fuere, no hubo crimen cometido sino por algunos fanáticos del barrio más atrasado de la capital. Aquellos prisioneros estaban divididos y custodiados en locales distintos, en uno de los cuales se hallaban reunidos el Presidente de Santander y muchos de los más conspicuos liberales. Si el pensamiento de inferir daño grave a la causa liberal, con la supresión de un grupo de hombres importantes, hubiera sido el inspirador de la fuga para ejecutar el crimen, es claro que se habría elegido para ello el grupo más importante. Además, los precedentes intachables de los dos funcionarios a quienes se atribuyó el hecho, los ponían a cubierto de toda sospecha.

   El 19 de Julio fueron fusilados aquellos funcionarios en castigo del falso crimen que les era imputado, y no fueron ellos oídos siquiera ante un Consejo de Guerra. El uso de represalias, o del talión, después de cuatro meses y después de un triunfo que parecía definitivo, no puede admitirse en el presente caso. Por consiguiente, aquella fecha sí es nefasta, y lo fue, aun más que por la sangre vertida, porque su verdadero significado era la imposición de una dictadura en reemplazo del triunfo de la Constitución, que había servido de bandera de la causa victoriosa.

   El mismo caudillo que ejecutó aquel hecho aparece después como Presidente constitucional, proclamando otra vez su espada, como ley del país, en 29 de Abril de 1867, disolviendo para ello el Congreso. Elegidos por este Cuerpo los Designados para ejercer el Poder Ejecutivo por falta del Presidente, uno de ellos aprehende al dictador, en ejercicio de sus funciones, el 23 de Mayo. No obstante el fallo legal condenatorio del hecho ejecutado el 29 de Abril, los partidos callan sobre él y se obstinan en calificar de negra traición el 23 de Mayo. Que faltaba el Presidente, la entidad constitucional, es cosa evidente, puesto que se había éste convertido en dictador. La traición a las instituciones, al deber, a la patria, se pasa en silencio para atribuírsela al Magistrado legítimo que todo esto restablecía sin derramar sangre. Si él desempeñaba a la vez el empleo de General en Jefe del Ejército, su fidelidad era debida también a la patria, no al dictador, porque el ejército es precisamente el defensor de su dignidad y de su libertad, y debía obedecer al magisrado legítimo.

   El hecho ejecutado el 9 de Octubre de 1868 fue semejante al de 29 de Abril respecto de la Constitución y el pueblo de Cundinamarca. La aprehensión del Gobernador que había roto su título de legitimidad, verificada el 10, es, sin embargo, el hecho que se recuerda con amargura y despecho, no obstante que el Gobierno general se limitó a esa aprehensión y a disolver las fuerzas que la hubieran resistido. El Estado continuó regido por sus autoridades legítimas, sin hostilidad contra ellas ni menoscabo de sus facultades. Preténdese inculpar al Presidente de la República con la violación de la neutralidad que, se dice, le imponía el artículo 1° de la ley de orden público que hemos dejado transcrita, mas no se fija la atención en que tal neutralidad se limitaba terminantemente al caso en que una porción de ciudadanos se levantara para derrocar el Gobierno existente, cosa del todo distinta del alzamiento ejecutado por el mismo personal del Gobierno contra la Constitución que debía defender. El artículo 2° de la ley disipa toda duda a este respecto. El Gobierno de la Unión debía, en caso de guerra civil en un Estado, mantener sus relaciones con su Gobierno constitucional, no con las dictaduras en que tales Gobiernos pudieran transformarse, y para este efecto debía esperar a que la rebelión triunfante organizara nuevo Gobierno, conforme al inciso l° del artículo 8° de la Constitución nacional, es decir, conforme a los principios del Gobierno popular, electivo, representativo, alternativo y responsable. Era este el orden por cuya conservación debía velar el Presidente, según el inciso 19 del artículo 66 de la Constitución, y eso fue lo que hizo el General Gutiérrez sin faltar a la prohibición de hacer la guerra al Estado, a menos que se confunda esta entidad con la persona del mandatario que renuncia a su misión constitucional.

   En el caso de que se trata, no había en parte alguna del Estado ciudadanos alzados contra el Gobierno; las fuerzas que éste había estado organizando fuera de la capital, marchaban sobre ella, en donde tampoco había en armas otros ciudadanos que los que rodeaban al Gobernador, y una corta guarnición de la guardia colombiana. Era notorio que el Presidente de la Unión había mandado recoger las armas que no estaban en sus parques, y lo era también que se había negado a darlas a sus co-partidarios cuando alarmados por los aprestos bélicos del Gobernador, se las pedían con instancia. ¿Contra quién, pues, podía suponerse que se dirigían esos aprestos? Muy por encima de sospechas desdorosas consideramos la persona del Gobernador, mas no era razonable esperar que de esa confianza participara gran número de liberales, y mucho menos que se extendiera a los jefes que marchaban a la cabeza de aquellas fuerzas que amenazaban la capital, jefes que los liberales habían estado acostumbrados a encontrar, como enemigos, en todos los campos de batalla.

   Nefasto, verdaderamente, fue el 9 de Septiembre de 1861, fecha de los decretos por los cuales la dictadura confiscó los bienes de Manos Muertas para pagar con ellos la deuda pública. La resistencia que naturalmente debía encontrar esta medida, dio pretexto para adoptar otras de igual violencia, tales como la extinción de las comunidades religiosas, el derecho de tuición, el juramento del clero y los extrañamientos de Prelados. La cuestión religiosa, que en 1853 parecía ya resuelta en los términos que dejamos expuestos, volvió a dividir los ánimos con mayor exacerbación. Ella es, y será por largo tiempo, causa de trastorno y de embarazo para que nuestro desarrollo político obedezca tan sólo al progreso de las ideas meramente políticas y al de los hábitos que de las instituciones deban derivarse.

   Para que el lector forme su juicio sobre los motivos en que se fundó aquella medida, y sobre la responsabilidad que ella apareja, insertamos a continuación el documento más autorizado entre todos los que de ella trataron en aquellos tiempos:

   "CIRCULAR"

   "Estados Unidos de Colombia.—Poder Ejecutivo Nacional.—Despacho del Tesoro y Crédito Nacional. Sección del Crédito Nacional.— Ramo de Desamortización.— Número 1°."

Al señor Secretario de Estado de. . .

   "La vasta operación económica que, por orden del Presidente, ha principiado a realizarse y cuya forma exterior es la venta de los bienes adjudicados a la Nación por el memorable Decreto de 9 de Septiembre del año último, merece, por lo complejo de su fondo y por lo indefinido de sus miras, que se hagan acerca de ella algunas explicaciones y comentarios; y ese es el objeto con que ha redactado este Despacho la presente circular.

   "La desamortización es una de esas medidas que tienen su día preciso, necesario, providencial, de realizarse en la marcha laboriosa de los pueblos hacia la civilización; y así ella ya es del dominio de la historia en casi todos los países de Europa, inclusive los más católicos, como Austria y España, porque es un absurdo monstruoso imaginar que tenga carácter religioso de ninguna especie lo que siendo rigurosamente mundano o temporal, no se roza, ni puede remotamente rozarse, con el espíritu o la conciencia.

   "La desamortización es simplemente un movimiento hacia adelante; una estación del itinerario que venimos recorriendo desde 1810, estación posterior de aquellas en que ya hemos visto realizadas otras transformaciones semejantes, como la abolición de los autos de fe y el tormento, la de los mayorazgos, la de los derechos diferenciales, la de la esclavitud, etc. etc., y precursoras de otras en que sólo Dios sabe lo que veremos, siempre en el mismo sentido del progreso por la libertad.

   "La desamortización era, pues, una cosa que se esperaba; que debía lógicamente llegar; y que al fin ha llegado en medio de la crisis que aún experimentamos, o acaso por consecuencia de ella; porque, como ha dicho el célebre historiador contemporáneo César Cantú: el destino de la humanidad es progresar padeciendo.

   "Son diferentes las combinaciones colaterales hechas en los países en que esta medida se ha adoptado, para el efecto de su consumación; pero es seguro que ninguna de ellas excede en previsión, ni en amplitud y fecundidad de tendencias a aquella que ha tocado el honor de cumplir a este Despacho.

   "Porque aquí no se trata solamente de sacar a la vida y a la circulación una masa considerable de valores inertes, lo cual era bastante; ni se trata tampoco solamente, además de lo dicho, de amortizar la deuda pública, lo cual era más todavía: aquí, por la índole de los precedentes, porque se trabaja en suelo eminentemente fértil y a la luz de una época más adelantada; aquí, repito, se trata de resolver con la desamortización, hasta donde es posible, el arduo e inmenso problema de la distribución equitativa de la propiedad sin perjuicio de ningún derecho individual anterior.

   "Los benéficos resultados de la desamortización, considerada bajo el primero de estos tres puntos de vista, casi se tocan con la mano, por ser demasiado notorios. ¿Quién no presiente la animación que habrá de producir en el modo de ser económico de dos millones y medio de habitantes, la súbita aparición de una masa de valores cinco o seis veces mayor, según los cálculos más racionales? Pero no es sólo esto lo que se logra; porque se impide también la disolución a que estaban fatalmente condenados esos valores, como su historia escrita en sus inventarios lo atestigua, disolución que podría decirse total, si los fraudes y los abusos de confianza, inevitables también, por desgracia, no hubieran establecido y no hubiesen seguido estableciendo excepciones.

   "Bajo el punto de vista de la amortización de la deuda, los resultados deben anunciarse con números: y para ponerlos al alcance de todos usaré de una fórmula rigurosamente sintética y aun familiar.

   "A saber:

   "Los diez o doce millones de bienes desamortizados valen, al mayor precio de mercado actual de nuestra deuda, veinte o veinticuatro millones, por lo menos. Y toda nuestra deuda, inclusive la aún no reconocida, apenas alcanzará a diez o doce millones.

   "Saldo a favor del Tesoro: cinco o seis millones.

   "Con este saldo hay más de lo que se necesita para pagar el gravamen de la operación, que es el reconocimiento de las rentas viajeras; las cuales, por una injustificable obcecación ó por un estéril egoísmo, han quedado reducidas, de hecho y de derecho, a cifras relativamente insignificantes.

   "Para más claridad de este punto importante, haré observar que, aun suponiendo reducido el saldo a cinco millones y el producto anual de este saldo a un interés de 3 por 100; con los $ 150.000 resultantes, habrá el doble de lo que se necesita para pagar el gravamen mencionado. "La consecución del tercero de los objetos de la desamortización ha sido materia de muy detenidas meditaciones para el Gobierno, porque éste deseaba llegar naturalmente a él sin sacrificar los otros, o mejor dicho, el segundo, único que podía ser contrariado por aquél.

   "Creo que esto se ha conseguido por medio de las disposiciones que siguen:

   "1a La concesión de plazos para el pago de las propiedades adjudicadas en remate;

   "2a La división en lotes de estas propiedades;

   "3a La supresión de la fianza personal, que no está al alcance de muchos conseguir; y

   "4a La anticipación de los remates a la época de completa paz en que el capital reservado y tímido en los tiempos de peligro, da la ley en estas operaciones de una manera absoluta.

   "Además, se ha establecido que las propiedades se enajenen libres de toda responsabilidad proveniente de mejoras, censos, etc.; y esto, aparte de emanciparlas de todo obstáculo capaz de entrabar su circulación y mejora en lo porvenir, ha aumentado, puede decirse, el dividendo real de los valores ofrecidos, y suprimido el privilegio de hecho de que gozarían en las ventas los respectivos acreedores.

   "Y es probable que se haga aún más todavía en este sentido, si la práctica demuestra que las disposiciones mencionadas son insuficientes.

   "Una medida tan compleja, tan vasta y trascendental, no podía seguramente dejar de tener adversarios.

   "Unos la han llamado expoliación.

   "Otros la han llamado impiedad.

   "Otros la han calificado de extemporánea.

   "Lugares comunes! Todas las reformas hieren intereses, desconciertan esperanzas, inspiran zozobras; y he aquí la causa de la resistencia que ellas de ordinario suscitan.

   "¿Pero cuál sería el estado de la civilización si esa resistencia hubiera triunfado siempre del espíritu de progreso?

   "Sería necesaria una gran dosis de justicia y de filantropía de parte de los privilegiados para que se sometieran tranquilamente al acto que les quita sus privilegios.

   "Sería necesario ese mismo grado de justicia y de filantropía en los que especulaban a mansalva con la inactividad e incuria inherentes a las comunidades para que encontraran razonable la desamortización.

   "El Gobierno no ha cometido despojo, en el sentido filosófico de la palabra; no ha hecho más que dar una nueva organización al sistema rentístico de las Corporaciones.

   "Además, lo que se llama derecho, cuando por el transcurso del tiempo y el cambio de las necesidades públicas llega a convertirse en germen del mal, debe, en estricta justicia, ser abolido o transformado consiguientemente; y tal es el motivo productor de las revoluciones, unas sangrientas y otras pacíficas, según la magnitud de la reforma que hay urgencia de realizar. La palabra derecho, evocada en esos solemnes momentos, es más que un sofisma, una imprudente crueldad, si se intenta con ella contrariar el movimiento Regenerador (!!!)

   "En cuanto a la inoportunidad de la medida, o de su realización, los resultados responden elocuentemente. El Gobierno ofreció en venta, en sólo el Distrito Federal, $ 500,000; y en pocos días se le han dirigido propuestas que no bajaran de $ 700,000, aceptándose, por lo general, los avalúos hechos conforme a las disposiciones respectivas, como base obligada de la operación.

   "Es probable que la falta de confianza haya retraído a algunos de formular propuestas y hécholes creer sinceramente que no era tiempo de que se principiara a consumar la obra; pero, como acaba de verse, está demostrado plenamente lo contrario.

   "Por otra parte, la administración de los bienes desamortizados es, por la naturaleza y ubicación de ellos, tan costosa, que sus productos ordinarios no han alcanzado a cubrir los nuevos gastos con que ha gravado el Tesoro su adquisición, sin embargo de ser esos gastos mucho menores de lo que debieron ser, por consecuencia de lo que en otro lugar de esta nota se ha expuesto. Era, pues, urgente acelerar su enajenación.

   "La buena fe y la conveniencia pública también exigían que se cumpliesen, sin más demora, las promesas hechas a los tenedores de deuda nacional, cuyos fondos de amortización primitivos fueron tomados para la guerra por el último Gobierno de la Confederación Granadina, hace ya el espacio de tres años; originándose consecuencialmente en esos considerables valores una depreciación casi absoluta, de que hoy principian a salir.

   "La desamortización, puesta en actividad, ha sacado, puede decirse, de la nada todos esos capitales que no lo eran ya sino en esperanza, y ha fomentado proporcionalmente el movimiento económico del país, procurándole también nuevos apoyos a la actual situación política.

   "La desamortización no ha sido una medida de partido, en el sentido apasionado de esta palabra. Prueba irrecusable de ello es, que al mismo tiempo que se disponían las ventas, se mandaba reconocer y admitir en ellas la deuda de Tesorería de la Confederación, cuyos dueños son, en la generalidad, antipáticos al presente régimen.

   "Tampoco ha sido una medida de odio contra nuestras comunidades religiosas, aunque sea evidente que éstas han perdido ya su razón de ser, como la perdieron hace tiempo y desaparecieron los Templarios y Teutónicos. Prueba de ello es que a todos los regulares que lo han solicitado se les ha pagado y se les sigue pagando con escrupulosa exactitud, y aun con anticipación, su respectiva renta.

   "Es seguro que cada lote que se saque a licitación no tendrá muchos postores; pero esto no proviene de las circunstancias presentes, toda vez que lo único que se exige de contado es el 10 por 100, y para la casi totalidad del valor de los remates se conceden largos plazos, lo cual es una amplísima garantía aun para los especuladores más pobres de espíritu, respecto de la posibilidad de una contrarrevolución. La causa de ese fenómeno es otra más general y permanente, cual es el crecido número de valores que deben enajenarse para consumar la desamortización, circunstancia que distribuye naturalmente las posturas e impide que afluyan a un solo punto, mucho más contrayéndose la operación a valores raíces que ni los particulares, con todos los recursos que da el interés individual, logran enajenar fácilmente en un momento dado, aun tratándose de pocos objetos. Para realizar la desamortización a estilo de mostrador, sería preciso desnaturalizarla, sería preciso un espacio de tiempo suficiente para que el resto se aniquilara del todo, después de haberse invertido sumas considerables en su administración. Lo importante, lo racional era, pues, dar pronto principio a la obra; y cuando venga la calma, época en que aún estará en poder del Gobierno la mayor parte de los bienes desamortizados, se verá prácticamente que no se obtiene más de la que ahora, como en proporción tampoco se obtuvo antes de la guerra, de la venta de otras propiedades nacionales, aparte de que el mayor precio que tendrá entonces la deuda, principalmente la contraída por el nuevo régimen, contrapesará en los remates a la influencia que pueda ejercer la paz en sentido favorable al valor venal de los bienes.

   "Cuál es, pues, la expoliación, cuál es, pues, la impiedad, cuál es, pues, la inconveniencia o la injusticia de esta gran reforma?

   "En cuanto a la impiedad, la sangre cristiana que se ha derramado, en la parte central del país principalmente, por las sugestiones del interés mundano, envuelto en el sagrado manto de la religión, y a pesar de la constante benevolencia del Gobierno con los revoltosos, dice suficientemente que no está, de ninguna manera, de nuestro lado la impiedad. No hay una letra en los Evangelios en virtud de la cual se pueda, no digo justificar, dejar de proscribir y condenar el derramamiento de una sola gota de sangre humana por cuestiones de casas y haciendas para el servicio del que es Padre de todos, creador y dueño de todo y cuya encarnación en la tierra fue el ejemplo vivo del desprendimiento de las cosas temporales. . .

   "Grande es la labor y grande la responsabilidad que se ha impuesto a los encargados de llevar a cima esta magna reforma en todos sus varios y complicados pormenores, y uno de los objetos que se han querido, de paso, alcanzar, dando principio en estos momentos a la ejecución de las ventas, es el de adscribir a las Agencias para el efecto de descubrir propiedades ocultas, inventariarlas y avaluarlas, tantos colaboradores adicionales cuantos sean los interesados en aquéllas. Es muy posible que se cometan errores involuntarios, y no es difícil que haya algunas irregularidades, sobre todo a los ojos de los que, sin percibir las tendencias fundamentales de la operación, quieran examinarla como un negocio común de compraventa; pero todos estos serán accidentes secundarios de que el juicio ilustrado del país habrá de prescindir seguramente; y un día llegara en que, palpándose por todos el inmenso bienestar resultante, todos, sin excepción, nos harán justicia.

   "Bogotá, 14 de Julio de 1862".

R. NUÑEZ"


X

   No podemos dejar sin algunos comentarios el documento que se acaba de leer y, a Dios gracias, lo podemos hacer sin palinodia.

   Lo que más llama la atención, es que el autor de la circular haya calificado de providencial el hecho de la desamortización y considerado como un honor para él la parte importantísima que le correspondió en su consumación. ¿Podrá avenirse lo providencial en la medida con lo providencial en la persona? Lección es esta que deben aprovechar quienes se atrevan a profanar ciertos nombres.

   Era, en 1861, la desamortización "movimiento hacia adelante, precursora (¡ay!) de otras en que sólo Dios sabe lo que veremos, siempre en el mismo sentido de la libertad."

   Hasta ahora llevamos visto: amortización de la riqueza nacional en beneficio de las manos vivas por medio del papel-moneda, el régimen de la prensa y el de las facultades extraordinarias, siempre en el mismo sentido de la libertad...

   El ejemplo de las naciones católicas de Europa, en que se apoya la circular, no nos presenta la medida como resultado de un movimiento progresivo, verificado en plena paz. Al contrario, vemos siempre en tal movimiento una explosión de cóleras, acompañadas de persecuciones de todo género, y seguidas de reacciones vigorosas para restablecer lo que la revolución pretendía extinguir. Esto mismo ha sucedido en Colombia, en donde la mujer, el más respetable elemento de poder social, sin vacilación tomó a su cargo el restablecimiento del culto con igual o mayor pompa que la acostumbrada antes de la desamortización. A esta actitud creemos que en mucha parte se debe el que se haya comprendido cuán por encima de todo sistema político están las fuerzas vitales de la sociedad, y el que esté resuelto sinceramente el Liberalismo a respetar la más fecunda de las tradiciones de nuestros mayores. Falta aún que tal respeto se extienda al nombre que le corresponde al partido político que le disputa al orden lo que éste pretenda arrebatarle o negarle a la libertad, por lo cual se llama partido liberal. Los partidarios de doctrinas o de teorías científicas, extrañas a la cuestión meramente política, deben conservar a éstas sus nombres respectivos. Células, microbios, actividad o inercia de la materia, son cosas que a nada bueno conducen en materia de obligaciones y derechos, y que por tanto, exigen que se proteste contra su incrustación en en el Liberalismo. Ningún disolvente mejor que tan extraña mezcla podrían encontrar los adversarios de la causa liberal para combatirla, y aun para aniquilarla. Que sigan la Física, la Química, la Biología y todas las ciencias naturales su carrera de descubrimientos, de hipótesis, de teorías, de rectificaciones y de controversias, y que los partidarios de ellas lleven los nombres que les correspondan; pero que a los liberales no se les exija imponerse en todo eso, porque, en tal caso, lo menos que podría suceder sería excluir del partido a la gran mesa profana que lo forma.

   Atribúyense a la desamortización por el autor de la Circular tres objetos principales que analizaremos brevemente, por su orden:

   1° Sacar a la circulación, sacar a la vida industrial los bienes de las corporaciones y salvarlos de pérdida total.

   A esto contestamos que tales bienes no tenían carácter de inenajenables, y que no es misión del Gobierno cuidar de la administración de los bienes que no le pertenecen, si se exceptúa la defensa de los de pupilos y otras prsonas incapaces. El decreto comprendió los bienes de los colegios, escuelas, hospitales y otros establecimientos de esta clase, respecto de los cuales volvió atrás el Gobierno, siendo así que tales bienes eran precisamente aquellos sobre cuyo manejo pudiera pretender alguna intervención y mostrar su interés por evitarles pérdida completa.

   ¿Por qué volver a retirar de la vida y de la circulación, y condenar a pérdida fatal, los bienes que no pertenecían a entidades religiosas?

   2° Amortizar la deuda nacional. ¿Se puede, pues, pagar las deudas propias con los bienes ajenos? Pero ni aun esto se logró. Según las cuentas hechas en la Circular, la deuda, comprendiendo la que había de reconocerse por causa de la guerra, podría alcanzar a diez o doce millones de pesos, que era también el importe de los bienes confiscados; con este importe se podría amortizar, al mejor precio que tenía la deuda en el mercado, el doble en ésta, luego con sólo cinco o seis millones del producto de los bienes iba a amortizarse toda la deuda, quedando un sobrante de cinco a seis millones. No quedó tal sobrante. Al cabo de treinta años de amortizaciones lo que sobró fue deuda. El saldo de los bonos emitidos en 1861 ocupó el puesto de honor en la operación de la deuda antigua. "A pesar de todas las esperanzas que se fundaron en la desamortización, sucedió con los bienes que ella ocupó "algo parecido a lo que acontece cuando el diablo entra en tratos con los humanos, a quienes engaña con su oro, que al llegar el alba se convierte en carbón".

   3° Distribuir equitativamente la propiedad raíz, cosa que fue objeto de muy detenidas meditaciones. Magnífica idea si se aplicara a los baldíos de la Nación, pues así procedería ella como madre amorosa con sus hijos; pero si se les distribuyen a unos los bienes que otros poseen, ya la cosa es distinta. Para obtener el objeto de las detenidas meditaciones se dividieron las fincas en lotes, se concedieron plazos a los rematadores, se les eximió hasta de dar fianza, según dice la Circular, y se resolvió la anticipación de los remates a la época de completa paz, en que el capital reservado y tímido en los tiempos de peligro, da la ley en estas operaciones de una manera absoluta. ¡Con razón que sobraran bonos! Para realizar la desamortización a estilo de mostrador, sería preciso desnaturalizarla, agrega la Circular, y nosotros diremos: habría sido preciso promover una competencia leal. Expoliación, impiedad, son lugares comunes con que siempre se ha querido denigrar esta medida, y contra cuyos calificativos protesta la Circular. No es, según ella, expoliación suprimir privilegios, dar nueva organización al sistema rentístico de las comunidades religiosas; y en cuanto a la impiedad, "la sangre cristiana que se ha derramado, en la parte central del país principalmente, por las sugestiones del interés mundano, envuelto en el sagrado manto de la religión, y a pesar de la constante benevolencia del Gobierno con los revoltosos, dice suficientemente que no está, de ninguna manera, de nuestro lado (el de los providenciales de 1861) la impiedad."

   No estamos de acuerdo con los anteriores conceptos de la Circular, pues no se suprimían privilegios sino derechos, ni puede darse el nombre de nueva organización del sistema rentístico de las comunidades a la distribución de sus bienes entre los rematadores. Lo que realmente entrañaba la medida era la violación de los dos derechos, el de propiedad y el de asociación.

   Violóse el derecho de propiedad en los que habían dispuesto de lo que era suyo en favor de las comunidades, y se violó también en éstas un derecho adquirido por título legítimo, cual es la donación.

   "Lo que se llama derecho, dice la Circular, cuando por el transcurso del tiempo y el cambio de las necesidades públicas llega a convertirse en germen de mal, debe, en estricta justicia, ser abolido o transformado consiguientemente." . . . "La palabra derecho, evocada en esos solemnes momentos (los de las revoluciones que producen la abolición o la transformación), es más que un sofisma, una imprudente crueldad, si se intenta con ella contrariar el movimiento REGENERADOR."

   Tal no es para nosotros el concepto propio de la palabra derecho, ni hay necesidad de discutirlo aquí. Nos basta lo dicho sobre la existencia del derecho de propiedad; y en cuanto al de asociación, diremos, en primer lugar, que estaba reconocido por todas las Constituciones de la República; en segundo lugar, que la asociación de los católicos para rendir culto a la divinidad no es germen de mal sino de bien; y, por último, que si alguna de nuestras tradiciones merecía particular respeto, era la de aquellas comunidades que tánto habían contribuído a suavizar la suerte de los indios en los primeros años de la conquista, y a atraerlos, en seguida, al cristianismo y a la vida civilizada.

   ¿Habrían perdido las comunidades su razón de ser? ¿Cuándo sucede esto, y quién lo declara? Contesta a la primera de estas preguntas el hecho persistente de que, disueltas o simplemente toleradas y despojadas de sus bienes nuestras comunidades, no han dejado de existir ni un solo día. Perseguidas por el Gobierno, dos poderes que le son superiores las han sostenido: Dios y la Sociedad. Tan lejos están de haber perdido su razón de ser, que no solamente existen hoy las antiguas comunidades, sino que muchas otras han ingresado al país.

   ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir que es a la sociedad a quien corresponde dar y quitar la razón de ser a las personas jurídicas, sostener o condenar instituciones de todo orden. Por eso han desaparecido la Inquisición, los mayorazgos y la esclavitud, de modo definitivo. ¿Habrían dejado de reaparecer tales instituciones después de su abolición si ellas informaran todavía las creencias y las costumbres de nuestra sociedad?

   Para dar término a este asunto haremos mención de dos documentos que llevan la firma del autor de la Circular. Uno de ellos es la Ley 123 de 1887, que decretó una contribución sobre los poseedores de bienes desamortizados, consistente en 5 por 100 del importe de los remates o de sus primitivo avalúo, con el nombre de derecho complementario de título. ¿Indicaba esto escrúpulos sobre la justicia del título del derecho?

   El otro documento es el convenio celebrado con la Santa Sede para el arreglo de las relaciones entre la potestad civil y la eclesiástica, y para el de las cuestiones pendientes, una de las cuales era la que se originaba de la desamortización. Por el artículo 28 se obligó al Gobierno "a devolver a las entidades religiosas los bienes desamortizados que les pertenezcan y que no tengan algún destino." Aquí terminaban los escrúpulos de la Regeneración. Existían en poder del Gobierno, entre otros bienes, muchos de los edificios en que habían habitado los miembros de las comunidades, edificios que podían devolverse a sus dueños, los cuales, puede asegurarse, a lo menos en Bogotá, habitan en casas alquiladas, o en partículas de sus antiguos conventos. Parte de aquellos edificios están contiguos a los templos de Santa Inés, Santa Clara y La Enseñanza, y bien podría el Gobierno devolverlos convenientemente refeccionados. La Comunidad Dominicana poseía el edificio que sirve a la Academia de Música, edificio exceptuado de la desamortización, porque estaba destinado a la Universidad que sostenía aquella Orden, y ha sido reclamado infructuosamente varias veces por su dueño. ¿No se podría ir con la música a otra parte y devolver aquel local? Los Franciscanos perdieron la comunicación que tenía su convento con el coro. ¿Sería excesiva liberalidad el que la Asamblea de Cundinamarca ordenase la devolución de la galería oriental del patio principal? Obras son amores. . .


XI

   A pesar de los esfuerzos hechos para reformar la Constitución de 1863, no se pudieron vencer los obstáculos que a tal reforma oponía el artículo 92. Aun en vísperas de su inesperado fin, el Diario Oficial de 28 de Julio de 1884 publicó una excitación que el Senado dirigía a las Legislaturas de los Estados con el objeto de que solicitaran dicha reforma. La guerra de 1885 no permitió que aquellos cuerpos dieran su respuesta, y otro vuelco violento imprimió a la dirección del desarrollo político nuevo cambio, con su natural cortejo de cóleras y de falta de minoría que hiciera oír en el Cuerpo constituyente la voz del partido que sucumbía.

   Juzgando desapasionadamente la Constitución de 1886, nos parece que no son muchas aquellas de sus prescripciones que requieren inmediata rectificación. Enmiendas sucesivas, que marcharan de par con la gradual pacificación de los ánimos, podrían conducirnos a la deseada concordia en lo fundamental de las instituciones, ya que en nuestra patria quedó cortada de raíz toda aspiración posible a un cambio sustancial en la forma de Gobierno. Es la Causa, es aquello cuya definición hemos dejado al historiador Jervinus, lo que más hondamente nos divide. Que el obstáculo no está al tanto en las doctrinas cuanto en la conducta, lo habría demostrado la política iniciada en Marzo último por el primer Designado. Con una energía que no fuera intermitente, lo más agudo de las presentes dificultades habría podido desaparecer y, acallados algún tanto los clamores que hoy se dejan oír, hubiérase podido pasar después con alguna serenidad de lo adjetivo a lo sustantivo en punto a reformas constitucionales.

   La Constitución vigente trata extensamente en el título III de los derechos civiles y garantías sociales. Cuanto las Constituciones anteriores habían reconocido a este respecto, queda consagrado en dicho título con las excepciones que en seguida anotamos. La libertad y la seguridad personales quedan al arbitrio del Gobierno, en tiempo de guerra, según el artículo 82. Preciso es reconocer que tales derechos no pueden estar tan asegurados para el belicoso e indisciplinado colombiano como lo están, sin inconvenientes, para el inglés o el norteamericano. Con todo, a ese artículo se le podrían agregar las condiciones que en Códigos anteriores fueron establecidas, tales como la de que la orden de arresto se dicte por escrito y se le entregue al arrestado; la de que éste sea puesto a disposición del juez competente, junto con la constancia de los indicios que motivan la orden, dentro de tiempo determinado, y la de que siempre que fueren privados los ciudadanos de alguno de sus derechos en virtud de órdenes verbales, o de que estas órdenes, verbales o escritas, se dictaren por quien ejerza el Poder Ejecutivo, sin la intervención de uno de los Ministros, el caso se agregue a los de responsabilidad que establece el artículo 122 para este funcionario.

   La propiedad no queda con suficiente garantía por el artículo 33, si en la facultad de expropiar lo que es indispensable en tiempo de guerra, queda comprendida la de exigir empréstitos forzosos ad libitum por vía de pena.

   Brillan por su ausencia los derechos de igualdad y de dar y recibir la instrucción, ya tradicionales.

   La libertad de la prensa dejó de ser irresponsable. Punto es éste en que pueden diferir los partidos sin peligro para las libertades públicas, lo mismo que el de que los abusos se sometan, o nó, al juicio por jurados. Lo esencial es que no haya censura previa y que la responsabilidad la declare el Poder Judicial.

   Del derecho de asociación reconocido en el artículo 47, quedan excluidas las juntas políticas populares de carácter permanente. Si el tiro va dirigido contra asociaciones tales como las democráticas de 1850, muy bien que dé en el blanco; pero si se permite al Gobierno impedir que se organice y funcione el partido de oposición, perderá con ello la estabilidad de la paz lo que ganará el cesarismo. Los partidos que no pueden obrar a la luz meridiana, bajo la dirección de Jefes moralmente responsables ante la Nación, ni usar libremente de la prensa, quedan en desconcierto y obligados a ocurrir a las conspiraciones; pero el verdadero responsable de ellas es el Gobierno que a tal extremo los obliga.

   Por el artículo 48 cesó para las entidades seccionales, y para los individuos, el derecho de introducir, fabricar o poseer armas de guerra. Sobre este punto hemos ya emitido con franqueza nuestra opinión en otro escrito, bien persuadidos de que, al aceptar esta prohibición, incurrimos en el desagrado de todos aquellos de nuestros conciudadanos que creen que el pueblo debe estar armado para derribar las dictaduras. Mas ¿son ellas generadoras de la anarquía, o es ésta la que las hace necesarias?

   Si hubiéremos logrado describir fielmente los orígenes de la vida política de nuestras Repúblicas confiamos en que habrá de reconocerse que la gran dificultad con que ellas han tropezado, ha consistido en el restablecimiento de la autoridad después de sacudida la de la Metrópoli. En todas las épocas de la historia se puede ver que el germen del cesarismo está en la anarquía. Los dos imperios a que la Francia se ha visto sometida en el presente siglo no han tenido otro origen. La sociedad, por instinto de conservación, se echa en brazos de quien le prometa seguridad por medio de la autoridad. Por consiguiente, es por el respeto a la ley por donde debe empezar la transformación del orden en nuestras Repúblicas, por viciado que se encuentre. La paz, mejor que la guerra, previene o extingue el cesarismo, pues lo priva de su único recurso para sostenerse, que es el espectro de la anarquía. La opinión pública disuelve los ejércitos y desconcierta las combinaciones del cesarismo de modo más eficaz y permanente que las sublevaciones.

   Respecto del orden político, limitaremos nuestras observaciones a los puntos en que se introducen novedades opuestas a las tradiciones republicanas, ya fundadas.

   Dispone el artículo 68 que el Congreso se reúna cada dos años, por propio derecho, en sesiones ordinarias, y el 72 confiere sólo al Gobierno la facultad de convocarlo a las extraordinarias. La Constitución de 1821, dictada para un territorio tres veces mayor que el de nuestra actual República, fijó en un año el período ordinario para la reunión del Congreso, y cinco Constituciones sucesivas han confirmado aquella regla. Era también principio adoptado el de que el mismo Congreso pudiera convocarse a sesiones extraordinarias.

   Entre las funciones que el artículo 76 le atribuye al Congreso, la cuarta le confiere la administración de Panamá. Tenemos, pues, un Departamento que no goza de autonomía limitada, concedida a los otros ocho.

   La décima de las atribuciones es para revestir, pro tempore, al Presidente, de precisas facultades extraordinarias cuando la necesidad lo exija o las conveniencias públicas lo aconsejen. Las tradiciones le precisaban al Congreso las facultades que él podía conceder para sólo el tiempo de guerra. Volveremos a tocar este punto en otro lugar.

   Prohíbele al Congreso el artículo 78 dirigir excitaciones a funcionarios públicos, dictar leyes o resoluciones sobre asuntos que correspondan a otros poderes, dar votos de aplauso o censura respecto de actos oficiales, exigir comunicación de las instrucciones dadas a Ministros diplomáticos o informes sobre negociaciones de carácter reservado, decretar gratificaciones, indemnizaciones, pensiones ni otra erogación que no esté destinada a satisfacer créditos o derechos reconocidos con arreglo a la ley preexistente, y decretar actos de proscripción o persecución contra personas o corporaciones.

   Nos permitiremos observar que si la prohibición relativa a gratificaciones, pensiones, etc., se hubiera respetado, el volumen de los Códigos de leyes expedidos desde 1886 quedaría reducido a muy poca cosa, y que si bien no se han decretado por el Congreso actos de proscripción o persecución directamente, sí los ha ejecutado el Gobierno con autorización de aquel Cuerpo.

   Entre las atribuciones que el artículo 98 le confiere especialmente al Senado, la sexta le permite conceder al Presidente licencia para ejercer el Poder fuera de la capital. De aquí la ya aludida clasificación de Presidentes en titulares e inquilinos, sin desahucio a estos últimos. Es de esperarse que esta innovación, que tánto desconcierta el buen servicio público, entre en desuso, y que a los Presidentes les cobijen las reglas generales que sobre licencias y goce de sueldos rigen para todos los servidores públicos.

   De las atribuciones que corresponden al Presidente sólo observaremos que la del inciso 17 del artículo 120, relativa a la organización del Banco Nacional, incrusta entre las instituciones fundamentales una que no les corresponde. Esta es cuestión propia de la legislación, y si hay entre nosotros una que esté resuelta por la ciencia y por la experiencia en sentido opuesto al pensamiento que la introdujo en nuestra economía industrial y fiscal, es precisamente ésta.

   Preñado de cuestiones ha venido el artículo 121, cuya suprema importancia requiere que lo transcribamos y que nos detengamos en su examen. Dice así: "En los casos de guerra exterior, o de conmoción interior, podrá el Presidente, previa audiencia del Consejo de Estado y con la firma de todos los Ministros, declarar turbado el orden público, y en estado de sitio toda la República o parte de ella".

   "Mediante tal declaración quedará el Presidente investido de las facultades que le confieran las leyes, y, en su defecto, de las que le da el Derecho de Gentes, para defender los derechos de la Nación o reprimir el alzamiento. Las medidas extraordinarias o decretos de carácter provisional legislativo que, dentro de dichos límites, dicte el Presidente, serán obligatorios siempre que lleven la firma de todos los Ministros.

   "El Gobierno declarará restablecido el orden público luego que haya cesado la perturbación o el peligro exterior; y pasará al Congreso una exposición motivada de sus providencias. Serán responsables cualesquiera autoridades por los abusos que hubieren cometido en el ejercicio de facultades extraordinarias".

   Creemos que son fórmulas vanas la previa audiencia del Consejo de Estado y la firma de todos los Ministros para declarar turbado el orden público y en estado de sitio toda la República o parte de ella. Si el dictamen del Consejo de Estado no es obligatorio para el Presidente, se reduce a la simple opinión de siete personas de entre las muchas que son competentes para dar la suya. La firma de todos los Ministros, que son de libre nombramiento y remoción del Presidente, ni aumenta ni disminuye la gravedad del acto que aprueban, si éste no les apareja responsabilidad. ¿Será ésta exigida si el alzamiento no ha pasado de la imaginación del Presidente y de su Ministerio al terreno de los hechos? Esta es la cuestión importante, pues si el alzamiento se ha verificado, el hecho mismo justifica la medida.

   Si el alzamiento tiene lugar en Pasto, ¿porqué y para qué declarar en estado de sitio a Medellín, a Bogotá o a Cúcuta?

   Las leyes deben ciertamente conferir facultades extraordinarias para facilitarle al Gobierno recursos efectivos en hombres, elementos de guerra y dinero, pero mediante reglas precisas que establezcan orden, justicia y contabilidad. Esta última condición, que parece la menos importante, reduciría a menos de la mitad el monto de las indemnizaciones con que se infla la deuda pública en estos casos. Siendo la perturbación del orden público el estado normal de nuestras Repúblicas, no hay negociado que más imperiosamente exija reglamentación.

   Sea que las leyes concedan o no las facultades extraordinarias, el Gobierno tiene siempre las que le da el Derecho de Gentes, de manera que aquellas palabras del artículo "o en su defecto" (el de las facultades legales), han debido suprimirse, sobre todo si se comprende el caso de guerra exterior. En el de guerra civil ese derecho es todavía deficiente, puesto que exige el dominio exclusivo de un territorio para reconocer el carácter de beligerante al partido que se rebela contra el Gobierno, no obstante que tal partido sea suficientemente poderoso para impedirle, por considerable espacio de tiempo, el ejercicio de la soberanía en el teatro de las operaciones, como sucede hoy en Cuba. El Gobierno de los Estados Unidos resistía el reconocimiento de los Estados Confederados en 1862, como lo resiste hoy España respecto de los insurrectos de Cuba; pero hay gran diferencia entre las reglas de conducta contenidas en la Proclama del Presidente Lincoln y las que practica el General Weyler. En nuestra última conmoción, el Gobierno procedió con los rebeldes de acuerdo con las reglas del Derecho de Gentes, pero reservó sus rigores para los ciudadanos pacíficos en quienes suponía simpatías por la revolución. Para el Presidente Lincoln no fueron enemigos los demócratas residentes en los Estados que le obedecían, por el solo hecho de pertenecer al partido de oposición. Sus derechos continuaron protegidos al igual de los de todos los ciudadanos, conforme a la Constitución y a las leyes. No es esto lo que se practica en Hispano-América, pues se ha querido entender en estos países que regir el Derecho de Gentes equivale a suprimir de] todo tal Constitución y tales leyes, y a la confiscación completa de los derechos en los ciudadanos que no han pertenecido al partido que sostiene al Gobierno. Para poner coto a este desenfreno se necesita detallar las facultades extraordinarias y reglamentar el uso de ellas.

   Ninguna conexión tienen entre sí las simples medidas requeridas por el estado de guerra, medidas que obtienen su inmediato cumplimiento, con el decreto de carácter provisional legislativo que disimuladamente se introduce en el artículo, como ha venido también el Banco Nacional. Lejos de concederse derecho de ciudadanía en nuestras instituciones a tal clase de decretos, la experiencia y la efectividad de la forma republicana exigen que se le proscriba expresamente. ¿No han sido los decretos de Mosquera en 1861, y los de Núñez en 1886, los más funestos precedentes para alimentar la cólera de nuestros partidos y preparar las represalias? ¿No perduran las consecuencias de la tiranía ejercida con tánto rigor por el primero de estos dictadores? ¿El papel-moneda que nos ha dejado el segundo, si bien podrá desaparecer algún día, no perdurará también para una o dos generaciones? ¿Perduran las facultades extraordinarias y los decretos sobre la prensa?

   Vuelve el artículo, al final de su segundo miembro, a presentarnos la firma de todos los Ministros como garantía en favor de los decretos. Por nuestra parte, preferiríamos la firma de un solo Ministro que, si es hombre recto, meditaría mucho el acto de ponerla.

   La ley debería definir el hecho en que consista el restablecimiento del orden público, puesto que su alteración da lugar al ejercicio de las facultades extraordinarias, en cuya cesación no es de suponerse que esté muy interesado quien las ejerza.

   La falta de las condiciones con que el Congreso podía conceder las facultades extraordinarias, que ya hemos objetado al inciso 10° del artículo 76, ha permitido que se expida la siguiente ley, en plena paz, y que, para baldón de nuestra patria, aún está vigente al cabo de ocho años. La Ley 61 de 1888 dice:

   "Artículo l° Facúltase al Presidente de la República:

   "1° Para prevenir y reprimir administrativamente los delitos y culpas contra el Estado que afecten el orden público, pudiendo imponer, según el caso, las penas de confinamiento, expulsión del territorio, prisión o pérdida de los derechos políticos por el tiempo que crea necesario;

   "2° Para prevenir y reprimir con iguales penas las conspiraciones contra el orden público y los atentados contra la propiedad pública o privada que envuelvan, a su juicio, amenaza de perturbación del orden o mira de infundir temor entre los ciudadanos;

   "3° Para borrar del escalafón militar a los militares que, por su conducta, se hagan indignos de la confianza del Gobierno, a juicio de aquel Magistrado.

   "Artículo 2° El Presidente de la República ejercerá el derecho de inspección y vigilancia sobre las asociaciones científicas e institutos docentes; y queda autorizado para suspender, por el tiempo que juzgue conveniente, toda sociedad o establecimiento que bajo pretexto científico o doctrinal, sea foco de propaganda revolucionaria o de enseñanzas subversivas.

   "Artículo 3° Las providencias que tome el Presidente de la República en virtud de la facultad que esta ley le confiere, deberán, para llevarse a efecto, ser definitivamente acordadas en Consejo de Ministros.

   "Artículo 4° Las penas que se apliquen, de conformidad con esta ley, no inhiben a los penados de la responsabilidad que les corresponda ante las autoridades judiciales de acuerdo con el Código Penal.

   "Artículo 5° La presente ley caducará el día en que el Congreso expida una ley sobre Policía Nacional"

   Los delitos que se logre prevenir, claro es que no se cometen. Los actos punibles sí debe reprimirlos el Gobierno, pues en eso consiste lo principal de su misión, mas no castigarlos, porque esto corresponde al Poder Judicial. Este Poder, que oye al acusado y atiende las pruebas que haya en su favor o a su cargo, aplica penas cuya duración está fijada por la ley, y cuya gravedad corresponde a la del grado asignado al delito. Castigar con penas, tan graves como las señaladas en el artículo l°, los actos de que trata el inciso 2° sólo porque, a juicio del Gobierno, envuelvan amenaza, no consumación de trastorno del orden público, o envuelvan mira de infundir temor entre los ciudadanos; castigar, decimos, con tales penas tales actos, es dejar al célebre Dracon en la sombra. Fiar al juicio del Presidente el calificar de indigna de su confianza la conducta de los militares para privarlos de sus grados, es destruir por su base la carrera militar. En tiempo de guerra civil, si la conducta de algunos militares, o su filiación política, no le inspiran confianza al Presidente, puede éste abstenerse de llamarlos al servicio, o separarlos de él, mas no infamarlos con la nota de desleales, ni privarlos de sus grados, honores y pensiones, porque esto lo prohibe del modo más expreso el artículo 169 de la Constitución, que dice así:

   "Los militares no pueden ser privados de sus grados, honores y pensiones, sino en los casos y del modo que determina la ley".

   ¿Quién podía suponer que la ley, salvaguardia del derecho, se habría de convertir en vil instrumento de proscripción o de persecución?

   ¿Qué decir de aquella otra facultad, conferida por el artículo 2° de la ley, respecto de los establecimientos científicos o entidades docentes ? En hora buena que sobre tales establecimientos se ejerza inspección y vigilancia para que en ellos no se propaguen enseñanzas revolucionarias o subversivas, siempre que el Código Penal las tenga definidas y sancionadas, y siempre que se denuncien al Poder Judicial, para que, previo juicio, ponga el remedio que la ley señale. Peligrosa en alto grado sería para la libertad de la enseñanza esta forma de la Inquisición, pero habría siquiera ocasión de oír a los acusados.

   Según el artículo 5° de la ley que examinamos, dejará ella de regir cuando el Congreso expida la de Policía Nacional, lo que equivale a dejarlo para las calendas griegas, como ha sucedido con la ley sobre prensa.

   Comprando las leyes de 1867 y 1888 sobre orden público, es como mejor se comprenden los extremos a que el espíritu de sistema conduce a los partidos.


XII

   El artículo 90 dispone que el proyecto de ley objetado por el Presidente por inconstitucional, se pase a la Suprema Corte para que ella resuelva sobre su exequibilidad. Al propio tiempo encontramos en la Ley 153 de 1887 el artículo 6°, que dice: "Una disposición expresa de ley posterior a la Constitución se reputa constitucional, y se aplicará aunque parezca contraria a la Constitución. Pero si no fuere disposición terminante, sino oscura o deficiente, se aplicará en el sentido más conforme con lo que la Constitución preceptúe".

   Creemos que en todo caso de insistencia de las Cámaras en un proyecto de ley objetado, su voluntad es la que debe prevalecer, y que si la ley es realmente inconstitucional, prevalezca sobre ella, siempre, la Constitución, en las decisiones judiciales, cuando llegue el caso.

   La responsabilidad del Presidente, tan clara y justamente definida por el artículo 105 de la Constitución conservadora de 1843, ha quedado recortada en el artículo 122 de la que rige. Es fácil comprender que de los casos de responsabilidad, detallados en el artículo 105, se fueron suprimiendo los que no se avenían con el nuevo sistema, sobre todo el 6°, que dice: "En todos los demás casos en que, por un acto u omisión del Poder Ejecutivo, se viole alguna ley expresa; siempre que habiéndole representado la violación de la ley que resulta, persista en la omisión o en la ejecución del acto; pues si no se le ha hecho tal representación, será sólo responsable el Secretario que haya suscrito el acto, o que sea culpable de la omisión".

   El nuevo sistema consiste en repudiar lo que se llama parlamentarismo, es decir, el Gobierno por un Ministerio responsable, y en repudiar también la responsabilidad que debe corresponderá al Presidente cuando es él quien gobierna. Una de dos: si no se quiere que el Presidente sea responsable, debe dejársele el gobierno al Ministerio, o de conservárselo al Presidente, que vaya acompañado de la responsabilidad. En este particular ha habido retroceso, lo mismo que en permitirse la reelección para un período inmediato, aunque el Presidente haya estado separado del mando desde diez y ocho meses antes de la reelección. Hay males que se deben cortar de raíz, y éste es uno de ellos.

   El Consejo de Estado fue suprimido en 1843 y ha sido restablecido al cabo de cuarenta y tres años. Sus funciones, según el artículo 141, le dan carácter de cuerpo meramente consultivo, propio apenas para que las determinaciones del Presidente revistan cierta solemnidad cuando son conformes con el dictamen del Consejo. La atribución 2- de dicho artículo, que es la de preparar los proyectos de ley y Códigos que deban presentarse al Congreso, es la única que nos parece útil, y eso transitoriamente, mientras termina la obra de reorganización requerida por el último cambio político. A nuestro juicio, los trabajos del Consejo han debido contraerse, de preferencia, a la redacción de un Código Fiscal que ponga término al desbarajuste administrativo en lo relacionado con la Hacienda y el Crédito Público. El Código vigente es una simple compilación de leyes, cuya redacción se ha conservado, no obstante haber sido expedidas ellas por distintas Legislaturas. Lo que queda de ese Código se parece a un libro descuadernado cuyas mejores hojas se han perdido, tales como aquellas en que se hablaba de la responsabilidad de los Ministros como ordenadores de los gastos públicos, y de las reglas que se deben observar para la celebración de los contratos.El contrato, la reforma posterior de él sin volver a licitación, el derecho de tanto, la rescisión, onerosa siempre para el Tesoro, y otras sabandijas de esta especie, deben desaparecer con prohibiciones expresas y con sanciones eficaces.

   En lo relativo al Poder Judicial hásele conferido al Presidente la facultad de nombrar los Magistrados de la Suprema Corte y de los Tribunales de Distrito. Ya que este Poder no deriva su elevado personal del voto popular, a lo menos debía corresponderle al Congreso la elección. Compuesto este cuerpo de miembros residentes en su mayoría en los Departamentos, claro es que se podrían conocer mejor las aptitudes de los candidatos posibles de toda la República.

   Disponen los artículos 147 y 155 que sean vitalicios los empleos de aquellas Magistraturas, con lo cual estamos de acuerdo, tanto porque la experiencia en otros países lo recomienda, como porque se coloca a los Magistrados en completa independencia de los partidos.

   También creemos muy importante la atribución 5a del artículo 151, por la cual corresponde a la Suprema Corte decidir sobre la validez o la nulidad de las Ordenanzas departamentales, y es de sentirse que no sea también atribución constitucional de los Tribunales de Distrito resolver lo propio sobre los acuerdos de las Municipalidades. Todo lo que sirva de salvaguardia a las facultades del Poder municipal es de suma importancia.

   El artículo 178 debió haber dejado únicamente al Congreso la facultad de fijar la división territorial para efectos electorales. La división que hoy rige parece que fue obra de los Gobernadores de los Departamentos, funcionarios que tienen el doble inconveniente del interés en la política nacional y en las cuestiones seccionales.

   En la constitución del Poder Municipal se hace sentir la reacción centralista de modo notable. Es seguro que sin los intereses creados por la Federación, las entidades municipales de primer orden, llamadas hoy Departamentos, no habrían obtenido las garantías de estabilidad consignadas en los artículos 4° a 6° de la Constitución. No lamentamos la pérdida de la soberanía que a los Estados les reconoció la Constitución de 1863, mas en esa pérdida vienen incluidas algunas que merecen estudio para ulteriores reformas. Aunque sea hoy herética la opinión de que los Gobernadores deben ser de elección popular, la preferiríamos al nombramiento hecho por el Presidente. Entre el Gobernador de un Departamento y el de uno de los anteriores Estados hay enorme diferencia. Hoy carecen tales funcionarios del poder que antes poseían para encararse con el Gobierno, y es, para nosotros, de suma importancia que ellos sean del agrado de los pueblos. Disponiendo hoy el Gobierno de tántos medios de hacerse obedecer, la insubordinación de sus agentes no es de temerse, mientras que sí lo es la resistencia que pueden oponer los pueblos a la acción de un gobernante que les sea impuesto o que les sea antipático. Hoy el centralismo tropieza con hábitos que debieran respetarse, porque se presta mayor atención a los intereses seccionales, y han obtenido éstos mayor desarrollo que en los tiempos de la Constitución de 1843. Más tememos un trastorno del orden público causado por la impopularidad de un Gobernador, que por su falta de obediencia a las órdenes de sus superiores.

   El principal escollo de la Regeneración está en lo financiero y lo fiscal. El sistema que a este respecto se ha visto implantado, consistía en la creación del Banco Nacional como punto de apoyo, en la relajación de la responsabilidad ministerial, y en la facultad de adicionar ad libitum los presupuestos. El nombre de ese sistema es Socialismo de Estado, para no aplicarle el calificativo que le da Jervinus.

   El Banco Nacional debía suministrar recursos, al parecer inagotables, con el billete de curso forzoso, de manera que se podía adicionar subrepticiamente el Presupuesto de Rentas votado por el Congreso. La ley de gastos quedó virtualmente anulada por el artículo 208. Prohíbesele al Congreso por el inciso II del artículo 76 incluir en aquella ley partida alguna que no corresponda a un gasto decretado por ley anterior, o a un crédito judicialmente reconocido, mientras que el artículo 208 le permite al Gobierno abrir créditos extraordinarios, sin limitación ni cortapisa alguna, pues lo necesario y lo imprescindible del gasto quedan al juicio del mismo Gobierno. Las condiciones de que tales créditos se abran por el Consejo de Ministros, previo dictamen del Consejo de Estado, que exige el citado artículo 208, no equivalen a las impuestas al Congreso. Algún valor tendrían tales condiciones si este Cuerpo pudiera improbar los créditos y exigir responsabilidad, mas lo único que a él corresponde es legalizarlos.

   En resumen: ha consistido el sistema en dotar al Gobierno con la facultad de crearse recursos extraparlamentarios por medio del Banco Nacional; anular, con su autonomía, las prescripciones del Código Fiscal respecto de la emisión y contabilidad de los documentos de la Deuda pública y de las operaciones de Tesorería; suprimir la responsabilidad ministerial en materia de gastos, y hacer completamente ilusoria aquella salvaguardia de los pueblos libres, consistente en que el Tesoro público esté confiado al Congreso por medio del voto del impuesto y del gasto, y por medio de una fiscalización eficaz de los actos del Gobierno. No debe extrañarse, pues, que, contra lo estatuído en el artículo 63, haya en Colombia tántos empleos que no tengan funciones detalladas en ley y que, contra la atribución 7a del artículo 76, tales empleos tengan dotaciones no fijadas por el Congreso. Tampoco deben extrañarse los contratos ilegales, las rescisiones onerosas, todas esas alcantarillas, en fin, por donde corren a torrentes los dineros de la Nación hacia incolmables sumideros.

   A pesar de los defectos que hemos observado a la Constitución vigente, creemos que por ahora no se requieren otras reformas, con carácter de urgentes, que la supresión del inciso 17, del artículo 120, referente a la organización del Banco Nacional, y la del artículo 208, sobre créditos extraordinarios. Lo demás se puede aplazar para estudiarlo y resolverlo cuando los partidos estén equitativamente representados en el Congreso, previa, eso sí, la expedición de la ley sobre prensa, la derogatoria de la Ley 61 de 1888, y el restablecimiento de la responsabilidad ministerial en materia de gastos y contratos.

   Damos ya término a los presentes estudios. En la medida de lo justo, hemos procurado apreciar la obra de los latinos en este Continente tal como se nos presenta, teniendo en cuenta los obstáculos que le han presentado la naturaleza física y los vicios de educación, debidos a los orígenes sociales y políticos de nuestras nacionalidades. Confiamos en que el lector imparcial se sentirá inclinado a ser indulgente con nuestros errores, y a concebir esperanzas de un venturoso futuro para nuestras Repúblicas. Méjico, Chile, Brasil y aun la Argentina, empiezan a dar la medida de lo que puede nuestra raza cuando la paz le permite ejercitar su eficiencia social. Quédanos la pena de ver que nuestra Patria no pueda aún figurar entre aquellas cuatro Repúblicas, y no es poca la inquietud con que miramos hacia su próximo porvenir, dada la exacerbación de las pasiones políticas. Nuestra única tabla de salvación está en que por todos sea acatada la Justicia, para lo cual los partidarios de la Libertad deben tener presente que es el Orden el medio de fecundarla, y los defensores de éste, que su objeto no es otro que asegurar el goce de aquélla.


LAS REFORMAS Y EL CESARISMO


I

   Este escrito verá la luz en medio de lo más recio de la presente lucha electoral. Es un esfuerzo, inútil para el inmediato presente, bien lo sabemos, que el deber nos impone, para inducir a los actores principales a que la comedia, que tan tristemente ofrece Colombia a la contemplación de los despreciadores de nuestra raza, no se convierta, desde el último acto, en la indispensable tragedia. La guerra es la solución de los pueblos débiles, que carecen de verdadera energía para dominar las pasiones con esfuerzo viril. Los niños también dan término a sus diferencias por medio de la violencia.

   En nuestras repúblicas, con raras excepciones, la Constitución política ha sido obra de reacciones violentas, impuestas, por lo general, a raíz del triunfo sangriento de uno de los partidos. No ha sido Colombia una de las nacionalidades menos azotadas por este modo de ser esencialmente revolucionario.

   Que nuestros partidos tienen ideales dictados por el patriotismo, es indudable ; pero lo es también que este noble sentimiento ha venido cediendo paulatinamente al interés meramente banderizo, interés que robustece cada nueva contienda armada. La lucha por los ideales se confunde con la lucha por el poder, y ésta, con la lucha por la existencia.

   Esta última lucha engendra las prácticas, especie de hongos que se desarrollan al lado de las instituciones y entorpecen y desvirtúan su acción. Es la práctica política consecuencia indispensable de la reacción violenta, que divide a los ciudadanos en vencedores y vencidos, medio único de conservar el poder los vencedores, no obstante los términos generales en que cada nueva Constitución reconoce y pretende garantizar los derechos de todos los asociados. Son las prácticas los medios de que se valen los partidos para anular tales derechos, y para ello emplean desde la ley hasta el mandato del último corchete.

   La ley banderiza es la violación de la Constitución por el Cuerpo Legislativo, y pasa, por ello, como parte de las instituciones que el pueblo debe venerar, amar y defender y en pos de la ley marchan los decretos, las resoluciones y las órdenes ministeriales, seguidos de iguales actos emanados de los Gobernadores, los Prefectos y los Alcaldes, para formar ese gran conjunto de prácticas de que se compone la legalidad, es decir, la mentira y el sofisma enfrente del noble ideal consignado en la Constitución.

   ¿Cuál podrá ser el medio principal de romper esta cadena de iniquidades? Pues claro es que el de eliminar la violencia y sustituirle el sufragio libre y efectivo como fuente de donde emanen la ley y los gobernantes. El triunfo de una mayoría genuina no significará entonces el aniquilamiento del partido que resulte en minoría, de lo que habrá de seguirse la inutilidad de las prácticas. Los ideales consignados por el vencedor en las instituciones podrán dar sus frutos naturales aun cuando en ellas preponderen con exageración el principio de Autoridad o el de Libertad. Tal exageración no podrá menos que señalar aquellos puntos en que el derecho colectivo embaraza el ejercicio del derecho individual, prestándose a que vuelva el sufragio a corregir los defectos que se hagan patentes, modificando las mayorías. En resumen: vendrá el respeto a la ley, a la verdadera ley, a sustituír la imposición de la práctica. La paz fundada en la justicia será entonces el resultado del nuevo orden de cosas. Lo que en otra ocasión hemos llamado la Causa, es decir, el nombre que da cada partido a la explotación de la Cosa pública en su particular provecho, cederá el puesto al ideal político dictado por el patriotismo, y nuestro caudillo dejará de ser César para imitar a Mallarino, o a Salgar.

   Pero, si las prácticas abarcan de preferencia el sistema electoral, ¿qué hacer para salir del laberinto? Conservar la paz, es nuestra respuesta. ¿Por qué? Porque todo lo que, así en lo físico como en lo moral, y especialmente en lo moral, se mueve o se desarrolla en sentido opuesto a la ley de su naturaleza, marcha a su destrucción. Habríase palpado esto con el régimen actual sin la impaciencia que produjo el estallido de 1895, y el régimen actual, en vez de haberse robustecido, habría cedido ya al impulso de la opinión pública desengañada. Fundado este régimen en la confianza que inspira la fuerza material, con desprecio de la que se deriva de la opinión pública, el ejército y los gajes vienen arruinando al Tesoro Público, exigen constante crecimiento de las cargas del pueblo contribuyente, inflan la emisión del papel-moneda, encarecen las subsistencias y escandalizan aun al mayor número de los que contribuyeron a establecer en Colombia el Cesarismo.

   Del exceso del mal brota el remedio, y la palabra reforma es hoy el clamor universal. Reformas pide la gran mayoría de los vencedores, y las pide también la totalidad de los vencidos. ¿Falta la sinceridad en muchos de los que concurren a ese clamor? Convenido. La confianza es sentimiento que no se impone, sino que se inspira. La desconfianza en el enemigo común tiene ya canas entre nosotros y es recíproca en los partidos; pero la necesidad de las reformas se hace sentir con fuerza irresistible y sólo la guerra podría hoy impedirlas. Tal es nuestra fe en el poder de las leyes morales, que es precisamente de las prácticas que dirigen el presente debate electoral, de donde tomamos nuestro punto de partida. Pedimos que se nos excuse si entramos en las regiones de la utopía, o si dando, como damos, entera fe a las declaraciones ya hechas por el partido conservador, pretendemos contribuir a la rectificación del régimen actual en sentido republicano.

   De dos clases son las reformas propuestas por los Directorios de los dos grandes partidos: unas requieren enmiendas a la Constitución, otras van dirigidas contra las prácticas, incluyendo en éstas las leyes banderizas. Muy digno de notarse es que las bases o los programas de los partidos coinciden casi en su totalidad. Se ve por esto que la mayoría del partido conservador está dentro de la República, y que el liberal reduce sus aspiraciones de actualidad, aleccionado por la experiencia.

   Haremos breve análisis de las instituciones para compararlas en seguida con las prácticas, porque es del fermento de éstas de donde se destilarán las reformas.

   Los puntos esenciales de una Constitución republicana son:

   1° El reconocimiento de los derechos individuales y las garantías políticas que se requieren para dar seguridad a tales derechos; y

   2° La organización de la autoridad, de tal manera que sea ella verdadera defensa de tales derechos.

   El Título III de la Constitución empieza con el artículo 19, el cual dice que "las autoridades de la República están instituídas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en sus vidas, honra y bienes, y asegurar el respeto recíproco de los derechos naturales, previniendo y castigando los delitos".

   En los siguientes artículos se proscribe la esclavitud; se establece la inmunidad de la persona y de su domicilio contra órdenes que no emanen de autoridad competente, a virtud de mandamiento escrito, dictado con las formalidades legales y por motivo previamente definido en las leyes; se proscribe la obligación de declarar en juicio criminal contra sí mismo o contra los más próximos parientes, se prohibe juzgar por tribunales que no sean competentes, por leyes que no sean preexistentes y sin que se guarde la plenitud de las formas propias de cada juicio, aun en tiempo de guerra; la pena de muerte sólo se permite en caso de delitos tan graves como el de traición a la Patria en guerra extranjera, parricidio, asesinato, incendio, asalto en cuadrilla de malhechores, piratería y ciertos delitos militares, quedando expresamente prohibida dicha pena para los delitos políticos; se reconocen los derechos civiles de las personas jurídicas; la propiedad sólo queda limitada en los casos de pena o de apremio, o de indemnización, o de contribución general, y la expropiación debe estar revestida de fórmulas protectoras y acompañada de justa y previa indemnización. La propiedad está menos defendida en caso de guerra, por no ser decretada la expropiación por la autoridad judicial y no ser previa la indemnización. Está prohibida la confiscación; se protege la propiedad literaria y la artística; se garantiza el destino de las donaciones hechas conforme a las leyes para objetos de beneficencia o de instrucción pública; se desconocen la inenajenabilidad de los bienes raíces y las obligaciones irredimibles; nadie podrá ser molestado por razón de sus opiniones religiosas, ni compelido por las autoridades a profesar ni a observar prácticas contrarias a su conciencia.

   El derecho de dar y de recibir instrucción no está reconocido de manera expresa, pero sí lo está el de abrazar cualquier oficio u ocupación honesta, aunque con sujeción, como parece conveniente, a la inspección de las autoridades en lo relativo a la moralidad, la seguridad y la salubridad pública. Siendo la enseñanza oficio u ocupación honesta respecto del maestro, así como la instrucción es medio de prepararse para el ejercicio de la industria, respecto del discípulo, bien se puede suplir con esta interpretación aquella deficiencia, sobre todo si en la confección de la ley no impera el espíritu banderizo.

   La prensa, dice el artículo 42, es libre en tiempo de paz, pero responsable, con arreglo a las leyes, cuando atente a la honra de las personas, al orden social o a la tranquilidad pública.

   La correspondencia confiada a los telégrafos y a los correos, es inviolable, dice el artículo 43, con las excepciones y condiciones que naturalmente imponga la necesidad de buscar pruebas en juicio.

   Están también reconocidos los derechos de petición ante las autoridades, de reunión pública popular, de asociación pública o privada, con excepción de las juntas políticas de carácter permanente.

   El artículo 48 dispone que sólo el Gobierno puede introducir, fabricar y poseer armas y municiones de guerra, y prohibe a los particulares llevar armas dentro del poblado sin permiso de la autoridad, permiso que no comprenderá los casos de concurrencia a reuniones públicas, a elecciones o a sesiones de las corporaciones públicas. El artículo 54 declara incompatible el ministerio sacerdotal con el desempeño de cargos públicos, aunque se permite a los sacerdotes católicos ser empleados en la instrucción y en la beneficencia pública.

   Con estas dos excepciones puede, acaso, decirse que no falta en la precedente enumeración de derechos reconocidos en la Constitución ninguno de aquellos de que se goza en los países libres. Y es de anotarse que, como para confirmar esta opinión, dice el artículo 20: "Los particulares no son responsables ante las autoridades sino por infracción de la Constitución o de las leyes. Los funcionarios públicos lo son por la misma causa y por extralimitación de funciones, o por omisión en el ejercicio de éstas".

   Si se corrigen las imperfecciones que se advierten en la redacción de algunas de estas prescripciones constitucionales, no quedará motivo de censura sino para las prácticas que se aplican a estas instituciones. De ellas unas son comunes a todos los partidos y a todas las épocas de nuestra corta historia. El residuo es imputable, acaso exclusivamente, al artero cesarismo.

   El artículo 21 dice que no habrá esclavos en Colombia: pero el vencido y el reclutado los reemplazan y los han reemplazado siempre.

   La orden verbal, que anula la libertad personal garantizada por el artículo 23, es práctica cesariana. Este artículo expresamente previene que la orden de arresto sea escrita y dictada por autoridad competente, con las formalidades legales. No infirma esta prescripción el que el artículo 28 permita al Gobierno dictar tales órdenes contra las personas, cuando haya graves indicios de que atentan contra la paz pública. Quiere decir que en ese caso será el Gobierno la autoridad competente, mas no que sea verbal la orden, ni que se puedan omitir las formalidades legales. Justo sería que se impusiera la obligación de poner delante del indiciado las pruebas de la gravedad de los indicios, con lo cual se refrendaría la vil delación, y que se oyeran los descargos del inculpado. Además, esta facultad debiera limitarse al tiempo de guerra.

   El mismo artículo 28 exige que preceda dictamen del Consejo de Ministros. ¿Habrá consentido esta entidad en la expedición de las órdenes verbales?

   El artículo 59 dice que el Presidente de la República y los Ministros, y en cada negocio particular con el Ministro del respectivo ramo, constituyen el Gobierno. Si pues, del Presidente parten órdenes verbales, claro es que no parten del Gobierno. A lo cual se agrega que el artículo 21 no exime de responsabilidad al agente que ejecuta una orden contra alguna persona con manifiesta infracción de un precepto constitucional, excepto los militares en servicio. Encargar de tales órdenes, dadas por el Presidente, a un militar, no estando comprendido el caso entre los de responsabilidad del Presidente, es ejercer puro cesarismo.

   Hemos dicho que hay leyes que no merecen el nombre de instituciones y que corresponden a las prácticas. De este género es la Ley 61 de 1888, que en ninguna ocasión oportuna omitiremos poner delante de nuestros conciudadanos. Dice así:

   "Artículo 1° Facúltase al Presidente de la República:

   1° Para prevenir y reprimir administrativamente los delitos y culpas contra el Estado que afecten el orden público, pudiendo imponer, llegado el caso, las penas de confinamiento, expulsión del territorio, prisión o pérdida de los derechos políticos, por el tiempo que crea necesario;

   2° Para prevenir y reprimir con iguales penas las conspiraciones contra el orden público y los atentados contra la propiedad pública o privada que envuelvan, a su juicio, amenaza de perturbación del orden o mira de infundir temor entre los ciudadanos;

   3° Para borrar del escalafón militar a los militares que, por su conducta, se hagan indignos de la confianza del Gobierno, a juicio de aquel Magistrado.

   Artículo 2° El Presidente de la República ejercerá el derecho de inspección y vigilancia sobre las asociaciones científicas e instituciones docentes; y queda autorizado para suspender, por el tiempo que juzgue conveniente, toda sociedad o establecimiento que, bajo pretexto científico o doctrinal, sea foco de propaganda revolucionaria o de enseñanzas subversivas.

   Artículo 3° Las providencias que tome el Presidente de la República, en virtud de la facultad que esta ley le confiere, deberán, para llevarse a efecto, ser definitivamente acordadas en Consejo de Ministros.

   Artículo 4° Las penas que se apliquen, de conformidad con esta ley, no inhiben a los penados de la responsabilidad que les corresponda ante las autoridades judiciales, de acuerdo con el Código Penal.

   Artículo 5° La presente ley caducará el día en que el Congreso expida una ley sobre Policía Nacional".

   ¡Vaya un colmo de prácticas!

   Tenemos, pues, atropellada por esta ley media Constitución. Los Poderes Ejecutivos y Judicial quedan confundidos en tiempo de paz, aunque expresamente lo prohiba el artículo 61, y aunque diga el 57 que "todos los Poderes públicos son limitados y ejercen separadamente sus respectivas atribuciones". Las formalidades legales que para privar de su libertad a un individuo prescribe el artículo 23, lo mismo que las formas protectoras de todo proceso, quedan reducidas al solo juicio del Presidente; la duración de las penas y la graduación de ellas se cambian por el tiempo que el Presidente crea necesario; los grados militares quedan a merced de este Magistrado ¡en plena paz! y también las asociaciones científicas y los institutos docentes. Por último, las penas que se apliquen no inhiben a los penados de la responsabilidad que les corresponda ante las autoridades judiciales, de acuerdo con el Código Penal, esto por si acaso le quedare al desterrado algún deseo de regresar a la patria.

   El restablecimiento de la pena capital para ciertos delitos atroces no ha recibido la sanción de la experiencia. Aunque falte estadística para comparar la frecuencia de tales delitos mientras rigió la Constitución de 1863, con la época de la Regeneración, creemos que está en la conciencia de todos que aquella pena no ha servido de correctivo a las enfermedades morales y a las deficiencias sociales de que depende la comisión de los delitos enumerados en el artículo 29. Es este artículo un evidente paso de retroceso en el desarrollo de nuestro Derecho público.

   En cuanto al derecho de propiedad, hay que reconocer que en todas las Constituciones ha sido consagrado, y que el escollo para su efectividad, en tiempo de guerra, ha sido común para todos los gobiernos, pues en todo tiempo las prácticas han prevalecido sobre las instituciones. Esta cuestión, lo mismo que la de libertad y efectividad del sufragio, pertenece entre nosotros mucho más al estudio de las costumbres que al del Derecho público. Este aspecto lo hemos estudiado en nuestros opúsculos La miseria en Bogotá y Libertad y Orden.

   Al artículo 42, relativo a la libertad de la prensa, corresponde el transitorio K, aunque éste pertenece a las prácticas. Nada mejor podemos decir sobre este asunto que copiar el siguiente comentario:

   "El presente artículo y el siguiente contienen las más graves de todas las disposiciones transitorias, y fueron los más combatidos en el Consejo Nacional Constituyente, ocasionando debates que, sostenidos con calor, llegaron hasta la acrimonia, de parte de algunos de los sostenedores de las ideas contenidas en los artículos primitivos.

   Se observó por los adversarios del artículo K, que una de las más preciosas y necesarias libertades era la de la prensa, sin la cual ni el Gobierno mismo podía contar con el apoyo de la opinión, ni librarse de incurrir en muchas faltas, ni ponerse a cubierto de injustas imputaciones verbales; que estando restablecido el orden público, no había razón para mantener un régimen excepcional respecto de la prensa; que aun cuando era muy reciente la revolución de 1885, el Gobierno, con la nueva Constitución, iba a quedar armado de toda la autoridad y fuerza necesarias para defenderse, sin necesidad de someter la imprenta a un régimen arbitrario; que era seguro, y se tenía evidencia moral de ello, que el Consejo Legislativo no expediría ley alguna sobre imprenta, en cuyo caso duraría la dictadura del Gobierno hasta fines de 1888, cuando el primer Congreso constitucional hubiese expedido la ley sobre la materia; y que si se quería mantener aquella dictadura a despecho del régimen constitucional, era necesario suavizar siquiera un tanto suprimiendo la palabra prevenir, que dejaba libertad al Gobierno para prohibir las publicaciones que no le agradasen, o para establecer la censura previa y cuantas precauciones, aun desiguales e injustas, le parecieran preventivas; que asimismo, el artículo transitorio no debía dar facultad absoluta para castigar cuanto se reputase abusos de la prensa, sino que debía limitarse el castigo a los abusos definidos en el artículo 42 de la Constitución, que es permanente; que era muy irregular la atribución que se daba al Gobierno de ejercer una función judicial, cual lo es la de reprimir los abusos de la prensa, represión que entrañaba condena y castigo; que si se quería hacer simpático el nuevo régimen constitucional, era necesario sostenerlo con la legalidad y la benevolencia, y no con el rigor de la arbitrariedad y de la dictadura; y que la reforma constitucional era una obra de reparación y justicia, y no de reacción absolutista o antirrepublicana.

   A todo esto se contestó con coléricas reconvenciones y suposiciones, pero no con razonamiento de equidad y verdadera conveniencia; y es lo cierto que el artículo fue aprobado por considerable mayoría, haciéndose al Gobierno el flaco servicio de ofrecerle el medio de ejercer, junto con su autoridad constitucional en todo lo demás, la dictadura o la arbitrariedad respecto de la prensa, que es la más grande y eficaz de todas las garantías con que puede contar una sociedad civilizada, sin que por esto necesiten los servidores de la imprenta atentar a la honra personal, al orden social o a la tranquilidad pública.

   No puede hacerse mayor daño a un Gobierno que el de cerrar a la opinión pública en tiempo de paz, las válvulas de su descontento o de su satisfacción. Sin la prensa honradamente libre, toda censura se elabora en silencio o en voz baja, y circula, se exagera, se agranda y se pervierte hasta tomar las proporciones de la maledicencia, la calumnia y la difamación, cuyas mayores víctimas son precisamente los gobernantes y el Gobierno. Sin la prensa no hay modo de hacer oír a éste la voz leal de los amigos sinceros, y en su lugar solamente le llega, de íntimo, la voz interesada de los aduladores; no hay modo de que los adversarios pacíficos hagan observaciones que sirvan de correctivo a los errores oficiales. De error en error y de abuso en abuso, los gobernantes pueden llegar hasta la obcecación, a infatuarse con su autoridad y a cometer gravísimas faltas o tolerar los más graves desafueros, precisamente porque no hay quien los discuta ni censure con independencia y moderación. Y ¡ay de los gobernantes que no tienen quien les diga la verdad, o que no se la dejen decir porque les incomoda!

   Contra todas estas y otras verdades peca el artículo K. El tiempo hará apreciar sus consecuencias".

   Los conceptos anteriores son, no sólo acertados, sino proféticos. Por nuestra parte, sólo agregaremos que la Historia no perdonará al partido conservador que haya consentido en que el artículo K subsistiera por diez años, durante los cuales ha regido el ominoso decreto dictatorial que impuso el silencio a la opinión pública en el desarrollo de una obra digna del doctor Francia. Ni es tampoco de perdonarse el que tal decreto se haya trasmutado en la ley vigente sobre prensa.

   Podemos prescindir del examen de las prácticas relativamente a los demás derechos, bastándonos hacer mención del sagrado de la correspondencia que gira por los correos y por los telégrafos, no siempre respetada. El que corresponde a los sacerdotes para desempeñar cargos públicos, niégalo el artículo 54 al sacerdote y al elector en estos términos:

   "El ministerio sacerdotal es incompatible con el desempeño de cargos públicos. Podrán, sin embargo, los sacerdotes católicos ser empleados en la instrucción o beneficencia públicas".

   El comentador de nuestro Derecho público, ya citado, dice en la página 105 del tomo 2°:

   "El sacerdote, por el solo hecho de serlo, no pierde la capacidad de criterio ni el patriotismo o interés por la cosa pública; antes bien, como que tiene a su cargo la moralización de las costumbres y la predicación, está más interesado que nadie en contribuir al mantenimiento del orden público, a la consolidación de la paz y al sostenimiento de un Gobierno que dé a la sociedad las necesarias garantías. Asimismo, su criterio es más ilustrado, más elevado, más noble, y por lo tanto más libre, que el del mayor número de ciudadanos, y las virtudes y moralidad de que ha de dar ejemplo le ponen en mayor capacidad de obrar conforme a la justicia y al bien común". . .

   Hechas estas reflexiones, a las cuales asentimos, el comentador pasa a justificar las excepciones constitucionales, que abarcan todo cargo que no tenga por objeto la instrucción o la beneficencia. Por nuestra parte, opinamos que las excepciones debieran limitarse a los empleos que impliquen mando o jurisdicción civil o militar, dejando la aceptación de los demás cargos públicos al criterio del sacerdote y a la prudencia de los Prelados.

   La antigua querella entre la Iglesia y el liberalismo tiende a apaciguarse, y aun llegaría a desaparecer si el liberalismo genuino, el meramente político, lograra en las naciones latinas de Europa y América desembarazar sus doctrinas y sus ideales de ciertas aspiraciones que lo conducen a campo extraño a su verdadera misión. A esta obra salvadora contribuye poderosamente la sabiduría del soberano Pontífice, para quien la forma republicana de gobierno no es obstáculo para la buena inteligencia entre las Potestades civil y eclesiástica. Quien dice República, implícitamente reconoce las libertades esenciales que la informan y la distinguen de los gobiernos absolutos.

   Vemos en obra reciente de un religioso dominicano, aprobada por el Consistorio general de la Orden, y con la firma del eminente Padre Montsabré, entre muchos otros conceptos relativos a este asunto, los siguientes:

   "En resumen, el medio más seguro de llegar a nuestro objeto, es seguir el consejo del Papa, y llamar en nuestra ayuda a todos los republicanos honrados, moderados y verdaderamente liberales".

   Hablando de los principios de la Revolución francesa del siglo pasado, proclamados por la Asamblea Nacional, Cuerpo que no confunde con los que le sucedieron, dice:

   "No es cierto que los principios de 89 estén en oposición formal con la doctrina de la Iglesia".

   Recuerda que Mirabeau propuso que se pusiera El Decálogo a la cabeza de la Constitución.

   Hablando de la igualdad en relación con la responsabilidad, cita este pasaje de Santo Tomás:

   "Cuando alguno es dispensado de la ley común, no debe ser en detrimento del interés general, sino al contrario, para el mayor provecho del bien público".

   "El papel de la prensa —continúa el escritor— consiste en hacer advertencias al Poder, señalar los abusos y los excesos, crear en la opinión una corriente que paralice la mala voluntad de los gobernantes y los haga retroceder cuando están tentados a olvidar su deber. Para que la prensa pueda desempeñar esta misión, debe ser libre. Debe, pues, la ley permitirle que trate de los actos del Gobierno, para aplaudirlos si son buenos, para criticarlos si son malos. No puede un Poder aspirar a la perpetua alabanza; debe aceptad la crítica cuando la merece. La libertad política de la prensa es un derecho, pues si no estamos obligados a elogiar sin reservas todos los actos del Gobierno, tenemos el derecho de pensar y de decir que se engaña, y de condenar las medidas que nos parezcan reprensibles".

   Sobre la libertad absoluta de la prensa se expresa así:

   "¿Está condenada por la Iglesia la libertad de la prensa por la Encíclica del 8 de diciembre? El Papa, de acuerdo con su predecesor Gregorio XVI en la Encíclica Mirari vos, condena y trata de delirio el que se diga que los ciudadanos tienen derecho a la plena, libertad de manifestar públicamente sus opiniones, cualesquiera que sean, por la palabra, por la imprenta, o de otro modo, sin que la autoridad eclesiástica o la civil puedan limitarla".

   Es, pues, lo absoluto de tal libertad lo que está condenado por la Iglesia. Veríamos, pues, con placer, que el liberalismo colombiano no se dejara llevar del entusiasmo por la defensa de las libertades públicas hasta el extremo de desconocer que lo absoluto en la libertad de la imprenta conduce a la impunidad de verdaderos delitos y a la rebelión de los católicos contra la sabia enseñanza del Pontífice Romano.

   Respecto de las doctrinas condenadas en el Syllabus, aconseja el escritor que se lean los documentos relativos a cada una de ellas, a fin de que, teniéndose en cuenta el tiempo y las circunstancias, se pueda determinar con precisión el alcance de las censuras. Sin cambiar la esencia de los dogmas católicos, la Iglesia se presta a modificaciones exigidas por la marcha de la humanidad. No puede ocultarse a su sabiduría que este gran cuerpo, cuya dirección en lo moral le está encomendada, viene, al través de los siglos, sometido a tendencias verdaderamente providenciales, una de las cuales es la perfección de la autoridad para el servicio de la libertad. La Iglesia y la Ciencia, la verdadera ciencia, nos enseñan en qué consiste la libertad, y del movimiento político universal resulta que es la Democracia el agente que habrá de hacer la libertad efectiva para todos.

   Otra tendencia conduce, paralelamente con la democrática, a la verdadera fraternidad. A medida que los gobiernos vayan perdiendo su papel de tutores, las relaciones entre los pueblos se irán estrechando por los vínculos del comercio y de la industria.

   Para terminar esta primera parte del presente estudio, sólo nos resta indicar que el esfuerzo principal del pueblo colombiano debe dirigirse de preferencia, en punto a derechos y garantías, a combatir las prácticas que los hacen nugatorios.


II

   Habiendo examinado los términos en que se reconocen, por la Constitución de 1886, los derechos individuales y las garantías sociales, como también el modo como ha venido desvirtuándose, por medio de prácticas, aquel primordial objeto del orden constitucional, pasamos a hacer igual examen respecto de ese orden, del cual resulta la organización de la autoridad que debe hacerlo efectivo.

   El Título V sienta las bases generales sobre las cuales debe reposar todo el edificio. Consagra el principio de que todos los poderes públicos son limitados, y ejercen separadamente sus respectivas atribuciones; la potestad de hacer las leyes se le reconoce al Congreso, compuesto de las dos Cámaras, de Senadores y Representantes; hace del Presidente de la República el jefe del Poder Ejecutivo, pero con la indispensable cooperación de los Ministros; forma el Gobierno aquel funcionario en asocio de los Ministros, y en cada negocio particular con el Ministro del respectivo ramo; el Poder Judicial queda a cargo de la Corte Suprema y de los demás tribunales y juzgados que establezca la ley; prohíbese ejercer, en tiempo de paz y por una misma persona, la autoridad política o civil y la judicial o la militar; déjase a cargo de la ley determinar los casos particulares de incompatibilidad de funciones, fuera de los que la misma Constitución fija adelante, así como las calidades requeridas para el desempeño de ciertos empleos, las condiciones de ascenso y jubilación, y la serie o clase de servicios civiles o militares que den derecho a pensión; declárase que no habrá en Colombia ningún empleo que no tenga funciones detalladas en ley o en reglamento, y que nadie podrá recibir dos sueldos del Tesoro público, salvo los casos especiales que determine la ley; impónese a todo funcionario el deber de prestar juramento de defender la Constitución y de cumplir con los deberes que le incumben; finalmente, se prohibe a los colombianos admitir, si son funcionarios públicos, sin permiso del Gobierno, cargo o merced alguna de gobierno extranjero, ni empleo o comisión cerca del de Colombia.

   Todo esto nos parece adecuado en la Constitución que se dicte para fundar una República, y sólo nos permitimos observar que no vemos la necesidad ni la conveniencia de que el artículo 61 deje abierta la puerta para que en tiempo de guerra pueda una persona o corporación ejercer simultáneamente la autoridad política y también la judicial.

   Desgraciadamente hallaremos en los Títulos que siguen al V, que es el fundamental, defectos graves, que iremos anotando, así como sus respectivas prácticas.

   El Título VI, relativo al Congreso, alteró la tradición constante de la reunión anual de este Cuerpo, para extender el período a dos años. En los países de gobierno constitucional las reuniones son anuales, y en los de gobierno parlamentario las sesiones se extienden a la mayor parte del año. El período de dos años ofrece los inconvenientes de no poderse ocurrir oportunamente a remediar necesidades imprevistas; de que se dejan envejecer los abusos o las faltas que el Congreso está llamado a reprimir; de que se inviste el Poder Ejecutivo con autorizaciones que en realidad implican, en el mayor número de casos, delegación de funciones que no le corresponden; de que la Ley de Presupuestos, al abrir créditos calculados para dos años, amplía el espacio en que se puede ejercer la arbitrariedad en los gastos, puesto que cada partida de ellos se duplica.

   Al artículo 76, que detalla las atribuciones del Congreso, sólo haremos observaciones sobre aquellos puntos que a nuestro juicio lo requieren.

   Empieza dicho artículo diciendo que "corresponde al Congreso hacer las leyes". Si se agregaran las palabras "con subordinación a esta Constitución", quedaría resuelta la cuestión de si la ley inconstitucional debe o no prevalecer sobre la ley suprema, de la cual deriva su autoridad el Congreso. Tendría el Poder Judicial pauta segura para sus decisiones al aplicar las leyes a los casos particulares, y los ciudadanos un escudo con qué poder parar los golpes de las prácticas cuando echa mano de ellas un Congreso banderizo.

   La segunda de las atribuciones permite modificar la división general del territorio con arreglo a los artículos 5° y 6°. Estos artículos se refieren a la división en Departamentos, cuyos límites son, según el artículo 4°, los mismos que tenían los Estados. Requieren aquellos artículos para la formulación de nuevos Departamentos, con desmembración de los existentes, la solicitud de las cuatro quintas partes de los Consejos Municipales de la comarca que ha de formar el nuevo Departamento; que éste tenga por lo menos 200.000 almas; que aquel o aquellos que hubieren de sufrir las disgregaciones queden cada uno con una población que no baje de 250.000 habitantes por lo menos; y que la creación sea decretada por una ley aprobada en dos Legislaturas ordinarias sucesivas.

   Aplaudimos estas disposiciones. Por ellas se conservan vínculos ya creados durante más de veinticinco años; se reconoce a estas secciones territoriales un principio fundamental de autonomía y de importancia política que no queda sometido fácilmente al vaivén de los cambios ni a la tendencia de algunos políticos a multiplicar el número de las secciones para robustecer la centralización administrativa y la burocracia.

   La séptima atribución es la de crear todos los empleos que demande el servicio público, y fijar sus respectivas dotaciones. Uno de los principales abusos de que se queja la opinión pública es el de la frecuencia con que el Poder Ejecutivo usurpa al Congreso esta atribución. No hay, pues, defecto en la institución, sino en la práctica con que se la viola.

   En materia de contratos, nos parece que la atribución novena no tiene objeción. Habría bastado cumplir con lo que dispone el Código Fiscal, para que se evitara una parte de los abusos a que se ha dejado arrastrar el presente régimen. El derecho de tanto, o de preferencia en igualdad de circunstancias, concedido a algunos contratistas, y el carácter, dado a otro de ellos, de empleado público en el ramo de cigarrillos, son faltas graves en la administración de la Hacienda, faltas que es indispensable impedir que se conviertan en prácticas corrientes. Admira que las tres Administraciones que se han sucedido desde que se expidió la Constitución, no hayan advertido que la arbitrariedad en este ramo tendría necesariamente que atraerles descrédito, y con él al régimen mismo. En vano se buscará en el Código Fiscal apoyo para el derecho de tanto, ni mucho menos confusión entre contratista, que hace suyas las ganancias y las pérdidas, y administrador de una renta, que sólo percibe sueldo fijo o eventual, pero cuyas operaciones se hacen por cuenta del Gobierno. Serán estos dos puntos piedra de toque para el próximo Congreso, según sea la resolución que sobre ellos adopte, sea como legislador, sea como juez.

   El remedio contra estas prácticas lo ofrece el cumplimiento fiel de los artículos contenidos en el Código Fiscal con relación a contratos. Bien estudiado un negocio, se redacta un pliego de cargos, en el cual se especifican y determinan las obligaciones que debe contraer el contratista para con el Gobierno, y las de éste para con aquél; se abre la licitación pública, señalándose término prudencial para verificarla en día fijo, de manera que los licitadores puedan concurrir hasta del Exterior, si el asunto lo requiere, dándoseles tiempo suficiente para prevenir fianzas, fondos, etc. Para que la licitación sea leal, sólo deben quedar dos espacios en blanco en el pliego de cargos, uno para llenarlo con el nombre del mejor postor, y otro para la mejor postura, ya sea ésta para obtener el menor precio por un servicio, ya para el mayor para una concesión. Así es probable que el arrendamiento de las minas de esmeraldas y el monopolio de fósforos hubieran dado mayor provecho al Tesoro.

   La décima atribución, que permite al Congreso "revestir pro tempore al Presidente de la República de precisas facultades extraordinarias, cuando la necesidad lo exija o las conveniencias públicas lo aconsejen", quedó limitada por el artículo 68 en estos términos: "Ninguna persona o Corporación podrá ejercer simultáneamente, en tiempo de paz, la autoridad política o civil, y la judicial o militar". Aunque muy defectuosa la décima atribución, ella no permite que el Presidente pueda imponer penas de destierro y las demás contenidas en la Ley 61 de 1888 ya citada, puesto que así quedan confundidas en una misma persona, en tiempo de paz, la autoridad política y la judicial. Suprime esta ley toda fórmula protectora del derecho, pues a juicio del Presidente se pueden declarar culpables los ciudadanos, sin que se les dé siquiera conocimiento de los indicios ni de los denuncios que existan contra ellos, y sin oír sus descargos. Viólase con ello otro artículo, el 26, que dice:

   "Nadie podrá ser penado sino conforme a leyes preexistentes al acto que se impute, ante Tribunal competente, y observando la plenitud de las formas propias de cada juicio". . .

   Si para el tiempo de guerra es necesario revestir al Poder Ejecutivo de facultades extraordinarias, la Constitución debe empezar por precisarle al Congreso mismo las que le permite conceder, pues de lo contrario esta Corporación tendría mayor autoridad que la del Cuerpo constituyente y resultaría ser más soberana que la Nación. El asunto requiere, pues, a nuestro juicio:

   1° Que la Constitución precise y determine las facultades que el Congreso puede conceder;

   2° Que, en cuanto a la duración de ellas, en vez de las palabras vagas pro tempore, que así pueden aplicarse a los diez años que ya dura la vigencia de la Ley 61 de 1888, como a un siglo, se limite tal duración hasta la próxima reunión del Congreso, quedando por este solo hecho suprimidas, y también si la guerra ha cesado antes de dicha reunión; y

   3° Que por ningún motivo se confundan los poderes públicos en las solas manos del Gobierno. Es odioso que esta entidad imponga penas, y es monstruoso permitirle que las imponga sin fórmula alguna que proteja los derechos del ciudadano, quedando todo, motivos y procedimientos, a juicio del Gobierno, y oculto!

   La undécima atribución dice:

   "Establecer las rentas nacionales y fijar los gastos de la Administración.

   En cada Legislatura se votará el Presupuesto general de unas y otros.

   En el Presupuesto no podrá incluirse partida alguna que no corresponda a un gasto decretado por ley anterior, o a un crédito judicialmente reconocido".

   Es esto lo que el progreso del Derecho público ha alcanzado en todo país que realmente se pueda llamar libre. Aún debemos reconocer que en lo relativo a esta atribución se han perfeccionado las Constituciones anteriores, puesto que no se le permite al Congreso votar gastos no decretados por leyes o por sentencias preexistentes. Afírmase la salvadora doctrina aquí consignada, con el artículo 207, que prohibe hacer "ningún gasto público que no haya sido decretado por el Congreso, por las Asambleas departamentales o las Municipalidades; ni transferirse ningún crédito a un objeto no previsto en el respectivo Presupuesto".

   Desgraciadamente a continuación viene el artículo 208 a decir:

   "Cuando haya necesidad de hacer algún gasto imprescindible, a juicio del Gobierno, estando en receso las Cámaras y no habiendo partida votada, o siendo ésta insuficiente, podrá abrirse al respectivo Ministerio un crédito suplemental o extraordinario.

   Estos créditos se abrirán por el Consejo de Ministros, instruyendo para ello expediente y previo dictamen del Consejo de Estado.

   Corresponde al Congreso legalizar estos gastos".

   Aquí la institución del artículo 76 se convierte en práctica, es decir, se falsea por su base el sistema republicano, porque se le arrebata al Congreso la más preciosa de sus facultades para transferirla a las manos que precisamente se ha tratado de atar, por ser las más peligrosas en este asunto. Ni decreto anterior de ley, ni sentencia que reconozca créditos, son trabas puestas al crédito extraordinario que el Gobierno se abre. Bástale a éste empapelar el negocio con la intervención del Consejo de Ministros y del Consejo de Estado, para gastar lo que tenga a bien y en aquello que mejor le acomode. Al Congreso le queda el deber de legalizar tales gastos. Si, conforme al artículo 76, es a este Cuerpo a quien corresponde fijar los gastos nacionales, conviene saber qué cosa es fijar. Este verbo significa, entre otras cosas, hincar, clavar, asegurar algún cuerpo en otro, lo que en el caso presente querría decir que es la voluntad del Congreso la única que debe quedar clavada en el presupuesto de gastos; pero el referido verbo también significa "pegar con engrudo, como en la pared, los anuncios y carteles", y es esto lo que la práctica tiene establecido con el crédito extraordinario respecto del voto del Congreso y de la nivelación de los presupuestos, a la cual jamás se podrá llegar con pegaduras de engrudo.

   Con este artículo queda establecida la dictadura del Gobierno en lo fiscal, puesto que implícitamente se suprime la responsabilidad de los Ministros por créditos extraordinarios; y, además, si no estamos equivocados, esa responsabilidad, como ordenadores de los gastos públicos en general, ha quedado desvirtuada por la Ley 146 de 1888.

   Siendo de tanta importancia este asunto, conviene que nos detengamos a considerarlo.

   La Constitución, si en ella se quería consignar una garantía efectiva respecto de la administración de los caudales públicos, no dejándola al arbitrio ni aun del Congreso mismo, lo que ha debido consagrar es el principio salvador de la responsabilidad. Las leyes de Hacienda, sin embargo, desde tiempo que se puede calificar de inmemorial, tenían dispuesto lo siguiente, resumido en el Código Fiscal.

   Los créditos extraordinarios se abrirán sólo en casos singularmente extraordinarios, inevitables, de tal naturaleza, que de no hacerlos, resultarían a la Nación pérdidas mayores, como en el de reparación indispensable de edificios que amenacen ruina (artículos 1328 y 1331) "bajo la responsabilidad del respectivo Secretario, y después de comprobada la necesidad".

   A la Oficina General de Cuentas debía remitirse, separadamente, la cuenta de los créditos adicionales y extraordinarios con todos los comprobantes que demostrarán la necesidad urgente de ellos. (Artículo 1367).

   Las cuentas de los ordenadores, en caso de encontrarse en ellas gastos ilegales, verificados a pesar del protesto de los pagadores, debían pasarse a la Suprema Corte junto con los descargos alegados por el ordenador (Artículo 2001).

   Proseguido el juicio en aquel Tribunal, el expediente se pasaba a la Cámara de Representantes, en caso de alcance, para la resolución definitiva del asunto (Artículo 2081).

   Llegaba la severidad del Código Fiscal (artículo 2053) hasta declarar al Presidente de la República, solidariamente con el Secretario, responsable por ordenación ilegal de gastos.

   Los contadores eran nombrados por el Congreso, por cuatro años, sin podérseles suspender sino por la Suprema Corte, que era su juez. Con todo esto se realzaba la categoría, y se afirmaba la independencia del Tribunal encargado de la defensa del Tesoro Público (Artículos 1972, 1973, y 1975). ¡Todo esto ha desaparecido!. . .

   Faltó advertir en la Constitución que, así como en el presupuesto de gastos conviene la fijación de límites, así también debe tenerla el de rentas, no en cuanto a su producto, sino respecto del período para el cual son aplicables. En otros términos: debe prohibirse que se inviertan en un período rentas o entradas que deben corresponder a períodos venideros. Esto es lo que ha sucedido, o puede suceder, con los fondos que corresponden a la República por el contrato sobre prórroga del plazo concedido a la Compañía del Canal Interoceánico para terminar la obra, con los del producto del arrendamiento de las minas de Muzo y Coscuez y con los que deberá suministrar el empréstito que debe hacer el concesionario del monopolio de los fósforos. Lo contrario sería practicar aquello de "después de mí el diluvio", máxima que empezó a funcionar con el descuento de veintisiete anualidades de la renta de la República en el Ferrocarril de Panamá, y que ha continuado con las emisiones de papel-moneda, pues no son ellas otra cosa que giros contra las futuras rentas con que habrá que amortizarlas.

   Dos atribuciones parecen destinadas a un mismo objeto: la 12a, que dice: "Reconocer la deuda nacional y arreglar su servicio", y la 16a, "organizar el crédito público". Esta incógnita la despeja el inciso 17° del artículo 120, el cual entre las atribuciones del Presidente de la República, incluye la de "organizar el Banco Nacional, y ejercer la inspección necesaria sobre los bancos de emisión y demás establecimientos de crédito, conforme a las leyes".

   Hase creído siempre que reconocer la deuda nacional y arreglar su servicio equivale a organizar el crédito público, puesto que crédito significa deuda en el lenguaje financiero. Por tanto, organizar el crédito público es tanto como reconocer la deuda y arreglar su servicio. Cualquiera de las dos fórmulas expresa la misma idea y está de más una de ellas.

   La inspección que requieren los bancos particulares es materia de ley, no de base orgánica de los Poderes Públicos, por lo que el figurar como tal semejante atribución, sólo sirve para confirmar la sospecha de que el fundador del Banco Nacional quería tener en sus manos, no en otras, los medios de combatir el crédito particular, que es el verdaderamente nacional, en beneficio de la especulación oficial, que estaba en la mente del inspirador de los citados incisos, 16° del artículo 76, y 17° del 120.

   Además de lo dicho, el Banco Nacional debía ejecutar las operaciones fiscales de que lo encargara el Gobierno, y ser autónomo e inmune, menos para el mismo Gobierno. Esto equivalía a despojar a la Tesorería general del desempeño de funciones que la ley tenía encomendadas a empleados responsables, fiscalizados por la Oficina General de Cuentas, en beneficio de una institución anómala, de indeterminada responsabilidad, y dispuesta, por consiguiente, a encargarse de operaciones poco en armonía con la severidad del servicio del Tesoro. En resumen, la referida atribución 16a del artículo 76 se ha convertido en la de desorganizar el Crédito público.

   Al Congreso no se le podía despojar, muy a las claras, de la atribución de "fijar el peso, tipo y denominación de la moneda", por lo cual quedó consignada en el inciso 15° del artículo 76. ¿Cómo burlar esta disposición para imponerle al país, como moneda, algo que no tuviera ley, ni peso, ni valor intrínseco, y que se pudiera obtener ad libitum y casi gratuitamente? Pues poniendo al lado de la institución, sana y tradicional, la práctica que debía desvirtuarla, el ¡Banco Nacional, príncipe de todas las prácticas fiscales.

   Otra atribución del Congreso, anulada por el crédito extraordinario y la irresponsabilidad, es la 17a, por la cual le corresponde "decretar las obras públicas que hayan de emprenderse o continuarse, y monumentos que deban erigirse". El Código Fiscal ponía como ejemplo, para legitimar tal crédito, la necesidad urgente de evitar la ruina de un edificio público. Hoy podemos preguntar a todo colombiano si no preferiría que se derrumbara el inconcluso Capitolio, o el lujoso Teatro de Colón, más bien que el edificio de la República, levantado por nuestros proceres sobre los escombros de la servidumbre colonial. Aun respecto de estas dos obras se puede observar que la del Capitolio fue decretada por ley, que es obra de necesidad, y que está inconclusa y amenazando ruina, en tanto que el teatro ostenta un lujo que hace contraste con la pobreza general, que fue obra del despojo, y como ostentación de despótico poder.

   La Constitución vigente ha tenido por inmediato objeto robustecer la autoridad, pero lo ha hecho en beneficio únicamente del Poder Ejecutivo, como si éste fuera el único Poder depositario de la autoridad; y lo ha hecho, además, recortando las atribuciones de los otros dos Poderes constitucionales, o minando su independencia. El personal del Poder Judicial depende del nombramiento del Presidente de la República, y los Magistrados de los Tribunales están sometidos a remoción bajo el nombre de trashumancia. En cuanto al Poder Legislativo, ya hemos notado algunos de los recortes que ha sufrido, a los cuales se agregan los del artículo 78.

   Es prohibido al Congreso, dice este artículo, dirigir excitaciones a funcionarios públicos; inmiscuirse por medio de resoluciones o de leyes en asuntos que son de la privativa competencia de otros Poderes; dar votos de aplauso o de censura respecto de actos oficiales; exigir al Gobierno comunicación de las instrucciones dadas a Ministros diplomáticos, o informes sobre negociaciones que tengan carácter reservado; decretar a favor de ninguna persona o entidad gratificaciones, indemnizaciones, pensiones ni otra erogación que no esté destinada a satisfacer créditos o derechos reconocidos con arreglo a ley preexistente, salvo el fomento de las empresas útiles o benéficas, dignas de estímulo y apoyo; y, finalmente, decretar actos de persecución contra personas o corporaciones.

   Las excitaciones y los votos de aplauso o de censura a los funcionarios públicos corresponden con toda naturalidad, a la representación nacional. Admítese que el Poder Ejecutivo sea colaborador del Legislativo para el expedición de las leyes, e idéntica labor está ya admitida en lo administrativo, a las Cámaras legislativas, todo ello dentro de límites que precavan la independencia de cada poder en lo sustancial. No basta que una de las Cámaras tenga la facultad de acusar, y la otra la de juzgar, al Presidente de la República y a los más altos funcionarios. Muchos, muchísimos casos se presentan, en que no habría justicia ni conveniencia en llegar hasta el juicio y la deposición, ni debe olvidarse que los partidos políticos que están en el poder no se decapitan voluntariamente. Algunos ejemplos ilustrarán mejor este pensamiento.

   Merecía voto de aplauso la orden de abrir las puertas de la autonomía del Banco Nacional, paso que condujo a su liquidación; eran casos de excitación los de tratar de que se diera posesión de su empleo a un Consejero de Estado a quien se negaba este derecho; lo mismo que la publicación de los comprobantes de la conspiración de la dinamita en Barranquilla, y la de los fundamentos del origen de aquellos graves indicios de que el doctor Santiago Pérez conspiraba contra el orden público en 1893. La renuencia a dar posesión al Consejero de Estado nombrado por una de las Cámaras, no sólo implicaba la falta al cumplimiento de un deber, sino implícita negación del derecho del Congreso, y hasta la posibilidad de suprimir aquel Consejo, y todo esto sin que el caso estuviera comprendido entre los de responsabilidad del Presidente de la República, enumerados en el artículo 122.

   La prohibición relativa a las instrucciones dadas a los Ministros diplomáticos y a las negociaciones de carácter reservado, son admisibles para muy limitado término, pues si bien puede la divulgación ser perjudicial, también puede serlo el secreto, sobre todo si se guarda con quien necesariamente tendrá que impartir su aprobación a los Tratados. Muy afianzadas deben estar las instituciones fundamentales, muy habituados los partidos políticos a estimarlas por encima de sus intereses del momento, para que en nuestras Repúblicas se admita como inofensiva la reserva en estos asuntos.

   En cuanto a la prohibición de decretar gratificaciones y demás erogaciones de que trata el inciso 5° del artículo 78, nada hay que objetar a la institución, aunque sí mucho, muchísimo, a las prácticas con que la tienen anulada los Congresos. Lo mismo se puede decir con relación a los actos de proscripción o persecución contra personas o corporaciones. De seguro que los legisladores constituyentes tenían presente el recuerdo de los Obispos y de la Compañía de Jesús proscritos en aciaga y agitada época. Tales actos no se repetirán, así lo esperamos, aunque sólo fuera por su inutilidad, porque en un país en que predomina el catolicismo, son los fieles, es la masa del pueblo la que debe sufrir la expatriación si se quiere que aquellos actos sean perdurables. Mas no sucede lo propio con los particulares, que sólo tienen vínculos de familia, incapaces de ejercer atracción bastante poderosa para obligar al poder perseguidor a volver sobre sus pasos.

   Lo que en el particular es muy digno de notarse, es el modo como el Congreso ha acatado esta última prohibición. No se ha expedido ley por la cual se hayan directamente decretado proscripciones y persecuciones, pero se le ha conferido al Gobierno autorización para decretarlas. ¿Qué decir de conducta semejante? ¿Será, no diremos aceptable, sino siquiera decoroso, que la Ley 61 de 1888 haya burlado el citado inciso 6° del artículo 78, de tan escandalosa y servil manera? A muy tristes reflexiones dan lugar las innovaciones que ha sufrido nuestro Derecho público al reorganizarse la autoridad después de la guerra de 1885.

   El cesarismo, cuyos más conspicuos imitadores han sido los dos Jefes del Imperio impuesto a Francia en el presente siglo, no puede prescindir de las fórmulas necesarias para encubrir la usurpación. Aun en Roma, su cuna, tuvo que apelar al arbitrio de que el César desempeñara, con diversos nombres, las diferentes funciones de la autoridad, confundiéndolas en su persona, y ya que no podía prestarse a ello la pluralidad de miembros en el Senado, se esforzó en corromperlo y dominarlo. Los Napoleones tuvieron, sin embargo, que conservar las formas de gobierno representativo, pero convirtiendo en cuerpos sordomudos las Cámaras legislativas.

   En la obra de 1886 creemos distinguir tres elementos que concurrieron a darle vida. El primero de ellos fue el Jefe de la Regeneración, en cuya mente estaba todo el sistema que logró implantar, mezclando en él el autoritarismo y el cesarismo, con el socialismo de Estado. Fruto fue esto de largos años de residencia en Europa, en puesto lucrativo, que dejaba ocios suficientes para estudiar, tanto en Inglaterra como en Francia, los dos sistemas opuestos que allá luchan por el predominio: el cesarismo y el parlamentarismo. De esperarse era que este último sistema fuera el preferido por el pensador y el patriota, bien preparado al efecto por anteriores estudios, aunque hubiera de modificarlos en vista de los excesos a que dio lugar el régimen federal. Reformar este régimen o volver al central, en el sentido de vigorizar la autoridad relajada, pero apoyándose en las tradiciones republicanas, ya bien arraigadas en las costumbres y en las creencias, parecía obra tentadora para un verdadero regenerador, aun aceptando la evidente exageración de este vocablo. El desequilibrio entre el amor a la patria y el amor al poder dan la clave de los resultados obtenidos por el primero de los elementos a que hemos aludido.

   Con este elemento concordaba, en lo puramente político, otro que muy lenta y sordamente ha venido desarrollándose hasta formar escuela, en parte por espíritu de sistema, por teorías sinceramente profesadas; en parte por el espectáculo que ofrecían los excesos del sistema opuesto, excesos que hacían cundir en los espíritus aspiraciones en que se perdían de vista las fuerzas sociales nacidas de aquellas creencias y costumbres que han venido desarrollándose y afirmándose desde que se verificó la independencia nacional. Por débil que fuera este elemento de que hablamos, en el seno de la Corporación constituyente, las circunstancias le eran propicias para introducir en las instituciones novedades que el representante del cesarismo tenía que apoyar y que acaso también sugería.

   Temible es el espíritu de sistema. Su lógica es en sus manos arma de imposición, no de convicción, que convierte en espada el silogismo. No importa el fin que se pretenda obtener para que el hombre sistemático, sintiéndose esclavo de sus ideales, aun conservando la buena fe que da el convencimiento, se convierta, sin advertirlo, en intransigente apóstol de doctrinas que los progresos de la ciencia política han desechado, o que rechazan, como peligrosas utopías, las circunstancias de cada país.

   De este estado de espíritu nace el tipo del jacobino, descrito por el Padre Maumus en estos términos:

   "El jacobino no discute: condena; y si se persiste en contradecirle, excomulga. Pensar de distinto modo que él, no es un error de juicio, es maldad digna de castigo, traición. Cuando se le conduce al extremo, suprime al adversario con leyes excepcionales, si puede, o por procedimientos excepcionales, si no hay otro medio. Hay para él un derecho, y otro para los demás. Un lenguaje para la derrota y otro para la victoria. Si se trata de él, nunca tiene suficiente libertad; si se trata de los contrarios, ellos tienen siempre demasiada. Si es el más débil, clama contra la persecución; pero si es el más fuerte, oprime. Si los amigos no tienen ningún vicio, los enemigos carecen de todo mérito".

   Sin duda el original que el ilustrado dominicano tuvo en la mente fue el jacobino rojo de 1793, mas no estaba muy lejos aquella aciaga época, la del Terror, de la restauración de Fernando VII en el trono español. También allí ostentó sus doctrinas intransigentes y sus cóleras, el que podemos llamar jacobino blanco.

   Por último, y para terminar esta digresión, un tercer elemento, el más numeroso por ser el más natural entre nosotros, mezcló en los debates del Cuerpo constituyente doctrinas republicanas junto con las que inspiraban una ciega adhesión al jefe que los traía al Capitolio, sin advertir, acaso, que éste los iba a impulsar por una pendiente que debía conducirlos a renegar de ideales y de tradiciones que en anteriores tiempos habían acatado.

   Volvemos a tomar el hilo de nuestra disquisición.

   La mayoría de los dos tercios de los votos en cada Cámara, que requiere el artículo 88 para la insistencia de ellas en un proyecto objetado por el Poder Ejecutivo, equivale a convertir una minoría en que éste se apoye, en arbitro del voto de la verdadera mayoría.

   De las funciones que el artículo 98 atribuye al Senado, nos permitimos objetar la cuarta, que dice:

   "Aprobar o desaprobar los nombramientos que haga el Presidente de la República para Magistrados de la Suprema Corte".

   Si se quiere establecer fundamentalmente la independencia del Poder Judicial, es menester que se empiece por dar a su personal origen popular. Si la frecuencia de las elecciones de este orden, en el actual estado de las costumbres o prácticas electorales, ofreciere inconvenientes, bien se podría conferir al Congreso la atribución exclusiva de elegir aquellos Magistrados.

   Es también objetable la atribución sexta del citado artículo en cuanto faculta al Senado para permitirle al Presidente que ejerza el Poder fuera de la capital, y esto sin limitación de tiempo. Incalculables son los perjuicios que sufrirá el servicio público si el Presidente no se lleva consigo los Ministros y todo el tren de la alta Administración, en tal caso el gasto de dinero sería enorme. El recuerdo de Caprea debió pasar por la mente de quien inspiró tal facultad.

   Desde que se suprimió el empleo de Vicepresidente, quedó éste reemplazado por Designados elegidos por el Congreso, los cuales podían hallarse fuera del país, o a larga distancia de la capital, y esta circunstancia se tuvo acaso en cuenta para restablecer aquel sustituto del Presidente.

   Respecto de incompatibilidades entre los miembros del Congreso y los empleados del orden administrativo, judicial y militar, que se establecen en los artículos 108 y 109 creemos que sería conveniente extender a seis meses los tres que bastan para habilitar la elección de quienes hayan ejercicio jurisdicción o autoridad civil, política o militar en el Departamento, o Circunscripción electoral que sufrague por ellos. Creemos también conveniente que no pueda el Presidente nombrar Consejeros de Estado, ni Gobernadores, a los miembros del Congreso, sin que haya transcurrido un año desde que terminó su período.


III

   El Título XI de la Constitución organiza el Poder Ejecutivo, dándole por jefe al Presidente de la República. Bosquejaremos aquí tan sólo aquellos rasgos principales que se relacionan con los dos términos del nombre puesto a este estudio.

   El Presidente será elegido por Asambleas de electores especiales, para un período de seis años; le corresponde nombrar los Magistrados de la Suprema Corte, los de los Tribunales superiores, los Ministros del Despacho, los Gobernadores, y dos de los Consejeros de Estado; organiza el Banco Nacional; por el hecho de declarar turbado el orden público queda investido de las facultades extraordinarias que le confiera la ley, y, en su defecto, de las que le da el Derecho de gentes; puede dictar decretos de carácter provisional legislativo en este caso; no es responsable sino por actos de violencia o coacción en elecciones, o porque estorbe al Congreso, o a las demás entidades constitucionales, el ejercicio de sus funciones, o por delitos de alta traición. Además de las facultades que se le confieren en este Título, puede adicionar, sin limitación legislativa, el presupuesto de gastos, y ejercer el poder fuera de la capital, por tiempo indeterminado, con licencia del Senado. Es reelegible para el próximo período si no ha ejercido el poder dentro de los diez y ocho meses inmediatamente precedentes a la nueva elección. Se crea el empleo de Vicepresidente para que subrogue al Presidente, dándosele el mismo origen y la misma duración que a éste, y el carácter de Presidente del Consejo de Estado.

   A las facultades concedidas al Poder Ejecutivo por la Constitución hay que agregar la de trashumar a los Magistrados de los Tribunales superiores, y todas las que le confiere la Ley 61 de 1888.

   Nos ocuparemos, por su orden, de las cuestiones que deja enunciadas la exposición precedente.

   La elección.—En las dos grandes Repúblicas contemporáneas, Francia y los Estados Unidos de la América del Norte, no se deja al pueblo la elección directa de su primer magistrado. En Francia, no obstante que es el sufragio universal la fuente de donde derivan sus poderes los miembros del Parlamento, es a este Cuerpo a quien la ley constitucional de 25 de febrero de 1875 encarga la elección del Presidente. En los Estados Unidos la hacen Electores nombrados ad hoc, en número igual al de los Senadores y Representantes que corresponden a cada Estado. En las Repúblicas latinas de América hase adoptado en unas la elección directa, en otras la de dos grados, y en Colombia rigió últimamente la del voto de la mayoría de las Legislaturas de los Estados. El sistema francés corresponde a la adopción del régimen parlamentario, según el cual, al lado del Jefe Supremo del Poder Ejecutivo, irresponsable, está un Consejo de Ministros, directamente encargado del Gobierno, responsable por consiguiente, y cuya existencia depende del apoyo que obtenga de las mayorías del Parlamento. El sistema norteamericano parece que ha querido conciliar la elección indirecta del Presidente con cierta tendencia al régimen parlamentario, por cuanto la elección de aquel funcionario coincide con la renovación de la mayoría del personal de las Cámaras, y con la aprobación que el Senado debe impartir a los nombramientos de Secretarios de Estado, de los Ministros diplomáticos y de los jefes de los principales departamentos administrativos.

   En Inglaterra, cuna del parlamentarismo y de las modernas libertades, y aunque con poderosos elementos aristocráticos, la preponderancia de las Cámaras es el hecho dominante en la dirección de los negocios públicos; y hacia la misma situación convergen las fuerzas que vienen transformando los imperios de Europa Central, en gobiernos sometidos a la acción de la democracia. Esta es la dirección a que obedece el desarrollo del Derecho público en la época presente.

   Por tanto, nos parece que es una aberración lo que la Ley fundamental de Colombia ha querido establecer a este respecto. Si para la elección del Presidente se ha creído que ella debe encomendarse a un cuerpo de Electores escogidos en toda la República, siguiendo la ley de la selección pudiera darse un nuevo paso hacia adelante, si tal elección se encargara a un cuerpo de Electores mejor escogido, como es el Congreso. Nos parece probable que éste sería un medio de reducir las proporciones de nuestros grandes caudillos y, de consiguiente, de disminuir los peligros con que las luchas electorales amenazan la tranquilidad pública. El caudillaje es germen del cesarismo en nuestras Repúblicas.

   La duración.—El período de cuatro años rigió en nuestras Constituciones desde 1832 hasta 1863 sin inconvenientes que hayan hecho deseable el cambio que introdujo la del último de estos años, por la cual se redujo el período a dos años, ni su extensión a seis, como lo establece la Constitución vigente.

   Estos vaivenes proceden tal vez de que la alternabilidad de los partidos significa entre nosotros, por lo regular, cambio total, no tan sólo en la dirección de la política respecto de la Administración simplemente, sino que se extiende a lo fundamental en las instituciones. Con esta desgraciada tendencia concurre la parte que debe atribuirse al caudillaje. Es el caudillo quien de ordinario impone su programa, en vez de aceptarlo del partido que lo eleva al poder, después de discutirlo amplia y libremente, de manera que la mayoría nacional lo que acepte sea en realidad las doctrinas del programa, en vez del caudillo que se las imponga. Si así fuera, nos parece que el período de cuatro años bastaría para la implantación y desarrollo de las medidas que va reclamando la situación mudable de los negocios públicos.

   Con esta cuestión se relaciona la de la reelección, respecto de la cual es también tradicional la repugnancia de la inmensa mayoría de la Nación a consentirla. En los Estados Unidos del Norte no está prohibida la reelección legalmente, y no es aventurado atribuir a ella gran parte de la corrupción que en aquel país han introducido las prácticas eleccionarias. No está en lo humano esperar que un Presidente deje de poner en acción todos los resortes de la máquina administrativa que tiene en sus manos para hacerse reelegir, o para darse, como Cesar, sucesor. No se ha sabido, o no se ha querido comprender allá, que la reelección de Washington no podía servir de precedente. Era ella indispensable en la época en que se verificó; fue dictada por aspiración nacional irrepresible, no por el grande hombre que la aceptaba con repugnancia y por necesidad.

   ¿Qué decir de las elecciones y de las reelecciones en nuestra República? En los momentos en que escribimos, la Nación presenta certamen electoral. Preceden al acto los nombramientos de los altos empleados que deben presidir la función en cambio de aquellos que ofrecen garantías, y el reclutamiento, que es toque de llamada a la masa sufragante. Suele haber circulares en que se recuerda a todo el personal administrativo el deber en que está de abstenerse de toda ingerencia indebida en las elecciones (lo que para el buen entendedor basta), y el de hacer efectiva la libertad del sufragio junto con la pureza con que deben recogerse y escrutarse los votos. El complemento de todo esto lo hallará el lector en los telegramas, correspondencias y boletines eleccionarios que publican los periódicos. Declarada la elección, o la reelección, el candidato-caudillo se siente bajo del solio con la conciencia perfectamente tranquila.

   ¿Qué moralidad política podría resistir a este conjunto de prácticas? ¿Cómo podremos obtener en las costumbres un cambio tal que borre la mancha y el delito de tántos millares de frentes? Y ese delito es precisamente el de alta traición, no obstante que no esté bien definido, o acaso no comprendido, en el artículo 135 del Código Penal. El capítulo 2° del libro 39 de dicho Código se contrae a los delitos que se cometan contra la libertad, la efectividad y la pureza en las elecciones; mas cada día se inventan nuevos medios de burlar la ley, y se relaja más la responsabilidad de los culpables, o se contamina con el mal la conciencia de los llamados a hacerla efectiva.

   Sea de todo esto lo que fuere, se desprende de ello la conclusión de que debe estar prohibida en absoluto la reelección del Presidente y del Vicepresidente y, en general, la elección, para estos empleos, de toda persona que haya ejercido el Poder Ejecutivo en cualquier tiempo del período que preceda al que se tiene en perspectiva. La sanción de esta prohibición debe ser la expatriación del candidato que pretenda violarla, consignada en la Constitución.

   Es de notarse aquí que la incapacidad para ser reelegida la persona que haya desempeñado la Presidencia dentro de los diez y ocho meses inmediatamente precedentes a la nueva elección, impuesta por el artículo 127, supone en tal persona la facultad de abstenerse, por tan largo tiempo, de desempeñar las funciones a cuyo ejercicio ha sido llamada. Esto equivale a introducir en el organismo político le Roí fainéant, o el antiguo Mikado japonés.

   Con respecto a la responsabilidad presidencial, lo que nos parece conveniente es que se derogue el artículo 122 para que luzca tan sólo el artículo 20, que es tan liberal como conservador, y que dice:

   "Los particulares no son responsables ante las autoridades sino por infracción de la Constitución o de las leyes. Los funcionarios públicos lo son por la misma causa y por extralimitación de funciones. o por omisión en el ejercicio de éstas".

   De esta hermosa doctrina se olvidó el Congreso de 1888 al expedir la Ley 61 de aquel año, por la cual los particulares han quedado sometidos a penas graves sin que se les compruebe violación de la Constitución o de las leyes, bastando, para que se les impongan, la voluntad del Presidente. Los que quieran irresponsabilidad para este funcionario tienen, necesariamente, que patrocinar el sistema del gobierno parlamentario. Este régimen encarga el gobierno directo a un Ministerio responsable, encabezado por un Jefe, que no es el de la Nación, y que tiene que contar con la mayoría de las Cámaras. La responsabilidad de un Ministro no es un hecho capaz de conmover la sociedad y de poner en peligro la paz pública, y es ésta una consideración poderosísima en países en donde se haya relajado la disciplina administrativa. A pesar de esto, aún no nos atrevemos a indicar la conveniencia de una reforma constitucional en este sentido, pues ella sería aventurada o prematura, no estando precedida por una discusión detenida y meditada.

   Si el Presidente, además de la facultad que le confiere el inciso 6° del artículo 120 para que nombre todos los empleados que la Constitución o las leyes no exceptúan de esta regla, nombra también los Magistrados de la Suprema Corte, los de los Tribunales superiores, y los Jueces de Circuito, claro aparece que se le confieren poderes incompatibles con la independencia del Poder Judicial, según ya hemos indicado.

   El libre nombramiento y remoción de los Ministros del Despacho es congruente con el sistema que se viene adoptando desde la fundación de nuestro Estado, pero no lo es con la irresponsabilidad del Presidente, ni con las prohibiciones impuestas al Congreso.

   No pensamos del mismo modo respecto del libre nombramiento y remoción de los Gobernadores, mientras sean éstos, al mismo tiempo que agentes ejecutores de las leyes y de los actos del Gobierno, jefes de la Administración municipal de los Departamentos. Con esta dualidad se sacrifica la independencia municipal, y con ella valiosísimos intereses, pues éstos se subordinan a la política, a las miras más o menos interesadas de los que dirigen el Gobierno. Mas no estando actualmente en discusión este punto, no adelantaremos examen respecto de él.

   Dejamos ya examinados los puntos relativos al Banco Nacional y a las facultades extraordinarias, mas sí parece oportuno indicar que las que reconoce el Derecho de Gentes a los beligerantes tienen que sufrir modificación cuando uno de ellos es el Gobierno en guerra civil. No puede admitirse que esta entidad declare enemigos suyos a todos los miembros que, durante la paz, han pertenecido al partido de oposición y usado del derecho de censurar los actos oficiales. El deber supremo de respetar y asegurar los derechos de todos los ciudadanos no rebelados, subsiste siempre, pues la guerra civil no significa disolución nacional. Los principios proclamados por el Presidente Lincoln, al empezar la guerra de Secesión, mantenían las garantías de los demócratas en los Estados no rebelados, y por duras que fuesen las declaraciones del Rey de Prusia al invadir el territorio francés en 1870, las hostilidades no comprendían a los ciudadanos inermes, ni con ellos, individualmente, debían entenderse los jefes militares para las exacciones de guerra. Falta evidentemente en Colombia una ley que reglamente el desorden en nuestras contiendas civiles, aproximando siquiera a las reglas del Derecho de Gentes el pillaje que se desata sobre las poblaciones inermes en tiempo de revueltas.

   El general Mosquera fue el primero de nuestros dictadores que se atrevió a penetrar, por medio de decretos, en el dominio de la legislación civil. Los tristemente famosos de 9 de septiembre de 1861, sobre crédito y desamortización, billetes de Tesorería y otros semejantes, conmovieron hondamente los más vitales intereses, y no fueron, por desgracia, repudiados por la Constitución de Rionegro. Verdad es que los hechos estaban consumados cuando aquel Cuerpo se reunió, mas su obra se contrajo a regularizar las medidas adoptadas, sin ninguna que atenuase su alcance, o que indicase intención de reparar en lo posible los daños inferidos.

   Ni aun con tales antecedentes puede disculparse a los constituyentes de 1886 por haber introducido, de manera insidiosa, el decreto ejecutivo con carácter legislativo, en el artículo 121. Viénese tratando en él del uso de las facultades extraordinarias que tenga conferidas el Congreso y, a falta de ellas, de las que da el Derecho de Gentes, es decir, que se trata de medidas preestablecidas con autoridad legítima, de carácter que, por su propia naturaleza, es transitorio, puesto que deben cesar con el estado de guerra. ¿A qué fin, pues, introducir el carácter de legislativo dado a tales medidas?

   Ya la dictadura de 1885 tenía expedido su decreto sobre monedas y papel-moneda, decreto por el cual la desamortización se extendió a todas las manos vivas que de ella quisieran aprovecharse, dándole en pasto la masa entera de la riqueza nacional. Y es de notarse que aquel decreto, que no respetó los contratos existentes, traía consigo la prohibición de impugnar el nuevo medio circulante, lo que equivalía a imponer silencio a todo el que sintiera que se le estaban desocupando los bolsillos. Agregóse a esto el decreto sobre prensa, que ha sido edición aumentada y corregida de los que dictó Napoleón III al consumar la traición de convertir en Imperio la Presidencia que la nación francesa le había confiado. ¿Pueden llamarse decretos transitorios actos que perduran hasta el presente, despojada como permanece la sociedad del derecho de estipular en monedas, y disfrazado de ley el decreto sobre prensa?

   Examinemos ahora los tres únicos casos de responsabilidad en que puede incurrir el Presidente conforme al artículo 122, a saber:

   1° Por actos de violencia o coacción en elecciones;

   2° Por impedir la reunión del Congreso, o el ejercicio de las funciones constitucionales de las autoridades públicas; y

   3° Por delitos de alta traición.

   No necesita el Presidente descender a la plaza pública a dispersar, con su guardia, jurados y sufragantes. Le basta prepararse con nombramientos de agentes adecuados, presenciar impasible la interminable serie de prácticas a que estos agentes y sus numerosos subalternos se entregan desde que se inicia el debate electoral. El arma de la remoción no se debe emplear para con los agentes que saben cumplir con su deber, sino para con aquellos que lo olvidan o lo violan. Los denuncios de las prácticas llueven de todas partes y la prensa los pregona. ¿Qué es lo que sucede?. . .

   El caso 2°, a lo menos respecto de la reunión de las Cámaras legislativas, es de aquellos en que la Nación tiene que armarse, luchar con la dictadura hasta postrarla, antes de que pueda tener lugar el juicio ante el Senado. Es esto lo que sucedió con Obando (por medio de Melo) en 1854, y con Mosquera en 1867. No parecerá extemporáneo llamar aquí la atención al hecho singularmente honroso para nuestros partidos, de haberse ellos unido para derrocar dos dictaduras, y es de justicia reconocer en el partido conservador el mérito especial de que en ambos casos la legitimidad se restablecía bajo el mando de un Vicepresidente y de un Designado, elegidos ambos por su adversario. Al partido liberal no le corresponde honra menor, pues que, además de las dictaduras mencionadas combatió contra las de Bolívar y Urdaneta.

   El caso 3°, que es el de delitos de alta traición, queda virtualmente comprendido en el anterior, en vista de lo que dispone el artículo 135 del Código Penal.


IV

   El Poder Judicial está organizado por el Título XV. Sobre este ramo de la Administración nos contraeremos a estos dos puntos:

   1° El nombramiento de los Jueces; y

   2° La duración en sus empleos.

   Hay que reconocer que en casi todas las Constituciones se le atribuye al Jefe del Poder Ejecutivo el nombramiento de los Jueces, a lo menos de los que se hallan a la cabeza de la jerarquía. Tal atribución tiene origen monárquico; mas, como las costumbres tienden a rodear al Poder Judicial de independencia y de respeto, por eso en el goce de los derechos civiles, lo más sustancial en la vida civilizada, pueblo y monarcas han marchado de acuerdo. Así, en la monarquía absoluta de Prusia pudo el molinero de Postdam sentirse seguro en su propiedad, por haber jueces en Berlín.

   Sin embargo, creemos que en una República como la nuestra sería más natural que el Congreso eligiera los Magistrados de la Suprema Corte, ésta los Magistrados de los Tribunales superiores, y éstos los Jueces de Circuito. La elección hecha por el Congreso no da lugar a que las decisiones del Supremo Tribunal puedan atribuirse a motivos políticos en ningún sentido, y deja en plena libertad a los Jueces. Aquel Tribunal es más competente que ninguna otra entidad para conocer los letrados dignos de desempeñar las funciones de Magistrados de los Tribunales Superiores de Distrito, y éstos, a su turno, lo son también para escoger los Jueces de Circuito. La jerarquía judicial, así organizada, ofrecerá, a la vez que más competencia para el desempeño de sus funciones, la mayor independencia posible entre nosotros. Si a esto se agrega un período relativamente largo para la duración de los empleos, y la seguridad absoluta contra remoción a que no preceda sentencia judicial, la imparcialidad de los Jueces quedará asegurada.

   Lo que se ha llamado trashumancia, que es la facultad concedida por ley al Presidente de la República para trasladar de un Tribunal a otro a los Magistrados, es mera práctica política, introducida con expresa violación de los artículos 147 y 155, según los cuales no pueden ser destituídos sino por mala conducta, en casos definidos por la ley y siguiéndose los trámites y formalidades correspondientes para declarar tales casos por sentencia judicial. Al no haber sentencia, no puede haber destitución. Enhorabuena que, correspondiendo al Presidente el nombramiento de los Magistrados, pueda él nombrar al que pertenezca a un Tribunal para que ejerza en otro sus funciones, pero es bien entendido que el nombrado tendrá la elección entre conservar su puesto o aceptar el que se le brinda. Si se le priva de tal elección, esto equivale a destituirlo.

   A pesar de lo terminante de las disposiciones citadas, viene el artículo 160 a decir lo mismo que ellas, y aun con mayor precisión, pero se le agregan estas palabras:

   "Tampoco podrán ser trasladados a otros empleos (los Magistrados) sin dejar vacante su puesto".

   Aquí tenemos la práctica insidiosamente introducida en la Constitución misma para desvirtuar su espíritu. Lo ostensible en estas palabras es que habrá de quedar vacante el puesto del Magistrado trasladado a otro empleo, cosa que no había para qué decirla, cayéndose de su peso; por lo cual queda patente el objeto real, que fue dejar resbalar la palabra trasladados para los efectos de la trashumancia. ¡Las sirtes y los arrecifes en una Constitución!. . .

   No es del caso discutir aquí la cuestión de los empleos vitalicios en el orden judicial, aunque parezca que hay en ello incompatibilidad con los principios republicanos. Si el Derecho público es ciencia experimental, y si en los países en donde los Jueces son vitalicios se administra bien la justicia, hay motivo para desconfiar del espíritu de sistema a este respecto. En todo caso, opinamos por el período largo para las funciones judiciales.


V

   Sobre la fuerza pública, que es materia del Título XVI, sólo observaremos tres puntos que llaman nuestra atención, a saber:

   1° El modo de constituírla;

   2° Las garantías que se le ofrecen a. militar; y

   3° Su ingerencia en elecciones.

   Es universal el clamor contra el reclutamiento, y es, por tanto, inútil repetir aquí lo que con sobrada razón se alega contra ese hecho, monstruoso en todas partes, pero especialmente en una República democrática. Hay que reconocer que esta lepra está arraigada en nuestras costumbres, que es más constitucional que las constituciones, ya figure expresamente en ellas, ya se la disimule. Ningún partido ha dejado de reclutar cuando ha estado en el poder, ninguno ha dejado de deplorarlo cuando ha sido opositor. En tal situación lo conveniente es iniciar, introducir en el organismo social, lo mismo que en el político, la institución del servicio obligatorio y general, como lo ha intentado el Congreso de 1896, y perfeccionar el nuevo sistema, de manera que a la vez que vaya penetrando en las costumbres, no quede el Gobierno destituído de medios de defensa contra las guerrillas.

   Sobre el segundo punto dice el artículo 169 que "los militares no pueden ser privados de sus grados, honores y pensiones, sino en los casos y del modo que determine la ley". Y la Ley 61 de 1888 cumple, en su artículo 1°, parágrafo 3°, con establecer esos casos y ese modo, facultando al Presidente de la República "para borrar del escalafón militar a los militares que, por su conducta, se hagan indignos de la confianza del Gobierno, a juicio de aquel Magistrado", sin previo juicio, audiencia y sentencia de un tribunal competente. ¡Borrar de una plumada años enteros de servicios, acciones distinguidas de valor, cicatrices y esperanzas de una familia expuesta a quedar huérfana de un día para otro!


VI

   El sistema electoral tiene sus bases en el Título XVII. Eligen Consejeros municipales y Diputados a las Asambleas departamentales todos los ciudadanos.

   Se exige saber leer y escribir, o tener una renta anual de $ 500, o propiedad raíz de valor de $1.500, para votar directamente por Representantes al Congreso, o por Electores que elijan al Presidente y al Vicepresidente de la República. Para votar por Representantes se dividirá cada Departamento en tantos distritos electorales cuantos le correspondan para que cada uno de ellos elija un Representante, y para Electores, los Distritos municipales elegirán uno por cada mil habitantes.

   Las Asambleas departamentales eligen los Senadores.

   No tenemos objeción qué hacer a este sistema. Son las prácticas, ya legislativas, ya administrativas, ya sociales, las que dan origen a las quejas justísimas que nuestras elecciones suscitan. Sólo llamaremos aquí la atención al punto relativo a la elección de Representantes. La división de los Departamentos en círculos para que cada uno de éstos vote por un Representante, tiende a que los diversos grupos de intereses que existen en el territorio de la República puedan hacerse oír en el Congreso, y este pensamiento es laudable y justo. Desgraciadamente en algunos Departamentos los círculos, lejos de ser redondos, son tan puntiagudos como un haz de triángulos. Esto se debe a las prácticas, no a la Constitución. Esta emplea la palabra círculos para denotar homogeneidad de intereses en el grupo elector. Acaso no sea éste el verdadero interés que deba tenerse en mira en este asunto, sino más bien el de dar participación a las minorías en la Cámara de Representantes, porque son los partidos políticos los que verdaderamente entran en lucha en las elecciones. Este resultado no puede obtenerse sino por el sistema de votar por la mayoría, solamente, del total de Representantes que correspondan al Departamento.

   Lo que nos parece esencial en el ramo de elecciones en nuestro país y en la actualidad, es la legislación que desarrolle con lealtad las bases constitucionales, y que encargue su práctica a funcionarios independientes del Gobierno. Para lo primero dan abundante materia las prácticas, así administrativas como sociales, pues todo está corrompido a este respecto, ciudadanos y autoridades. El Código Penal, bien severo, debe estar en justa relación con las prácticas, y abiertas ampliamente las puertas a la acción popular contra todos los abusos. Para lo segundo, nos atrevemos a indicar que la constitución del cuerpo de funcionarios parta de abajo para arriba, al contrario de lo que hasta ahora se ha practicado. Toda la cuestión está en encontrar un punto de partida que asiente el sistema sobre la concurrencia de todos los partidos. El Consejo Municipal de cada Distrito puede dar esa base si para este efecto se restablece y se amplía el olvidado Cabildo abierto, nombre que deberá traer a la memoria el que en Bogotá inició la Independencia. Esta entidad fue restablecida bajo la Administración Herrán, por el artículo 18 de la ley de 21 de junio de 1842. Componíanla los miembros del Cabildo ordinario, y podían concurrir a ella, con voz y voto, el cura de la parroquia, los vecinos de ella que hubieran desempeñado los destinos de alcalde del mismo distrito, de juez de él, o del cantón o circuito, o que hubieran sido Gobernadores de la provincia, o jefes políticos, o miembros del Consejo Municipal del cantón. Debiera ampliarse la aptitud, para concurrir, a los Senadores, Representantes, Diputados a las Asambleas y Legislaturas y Ministros de los Tribunales, con tal que sus servicios los hayan prestado en la Provincia, Estado o Departamento respectivo, y que sean vecinos del Distrito. Formaríase de este modo una corporación numerosa, respetable y competente, para que de ella partieran los nombramientos de funcionarios superiores en el ramo electoral, lo mismo que los inferiores. Obtendríase, además, la ventaja de estar representados en ella todos los partidos, sin poderse asegurar cuál de ellos tendría la mayoría.

   Fuera de los nombramientos podría quedar a los Cabildos abiertos la función de formar el censo electoral, base de todo el sistema, ya por sí mismo, ya por medio de comisiones especiales. Este censo debiera formarse despacio, con anterioridad a las épocas electorales, cuidándose en él de que todos los vecinos, que tengan a lo menos por seis meses este carácter y sean aptos para votar, sean inscritos, borrados y vueltos a inscribir, según los casos. El censo se debe llevar con esmero, en libros permanentes, custodiados con fidelidad bajo muy severas penas, como libro más importante que el protocolo de un notario. Las listas se deben tomar de tales libros, e imprimirse en muchos ejemplares para que circulen en el público. El sufragante debe recibir un título que lo acredite como tal y que sea exhibido al consignar su voto. Como no es éste el lugar de indicar todo lo relacionado con las elecciones, nos limitamos a sintetizar nuestras ideas en esta forma: Ponga la Constitución las bases esenciales, figurando entre ellas la gran función del Cabildo abierto.

   Desarrolle la ley tales bases bajo la condición constitucional de que será prohibido atribuir en este ramo funciones a empleados públicos del orden ejecutivo o administrativo.

   Preciso será también suspender el derecho de sufragio a los miembros del ejército. En Francia, el país del sufragio universal, tal suspensión la establece el artículo 2° de la ley constitucional de 30 de noviembre de 1875, en estos términos:

   "Los militares y asimilados de todo grado y de toda arma de las fuerzas de tierra y mar no toman parte en ningún voto cuando están presentes en su cuerpo o en su puesto, o en el ejercicio de sus funciones. Los que, en el momento de la elección, se encuentran en residencia libre, en no actividad o en posesión de una licencia regular, pueden votar en el distrito comunal sobre cuyas listas están regularmente inscritos. Esta disposición se aplica igualmente a los oficiales y asimilados que están en disponibilidad o en el cuadro de reserva".

   En España está dispuesto que las clases e individuos de tropa que sirvan en los ejércitos de mar y tierra no puedan emitir su voto mientras se hallen en las filas.

   Lo cierto hasta hoy es que las elecciones en nuestro país han sido escollo para los Congresos, los Presidentes y sus subalternos, lo mismo que para los partidos.

   Hablando un escritor español del sistema electoral de su país, y del propósito de hacerlo correcto, dice:

   "Lo que no se ha podido lograr es la realización del propósito, no por culpa de la ley, sino por impotencia de la ley, ante la fuerza de costumbres electorales de una corrupción que abruma y avergüenza, y ante la falta casi absoluta de espíritu de justicia y de moralidad de los políticos de todos los partidos, que hace que España sea en este punto la nación de política electoral más degradada y escandalosamente impura de Europa".

   Oportuno es también copiar aquí los siguientes conceptos que encontramos al final del Ensayo sobre la Evolución de la Propiedad en Colombia, del señor doctor Diego Mendoza Pérez:

   "La República continuará siendo una prolongación de la Colonia, mientras no busque la manera de emancipar a las clases elevadas de la sociedad de la intransigencia en lo político y de la intolerancia en lo religioso, y a las clases inferiores de la opresión que sobre ellas ejerce por medio del impuesto y del reclutamiento, como de la ignorancia secular que pesa sobre ellas. La República no es hoy, políticamente hablando, sino una nueva forma de la encomienda para los pobres, y un monopolio de sueldos e influencias para las clases altas, las que, a su turno, truecan periódicamente su papel de opresoras por el de oprimidas. . .

   "Acercándonos a nuestro propio hogar, lo único que en realidad poseemos es la independencia material de España, mas su sangre de ideas y de instituciones fundamentales corre aún por nuestras venas. No podemos, por lo mismo, decir que seamos un pueblo libre. En la base de nuestra pirámide social hay grandes masas de hombres por cuya mente no ha pasado todavía el soplo de las ideas, y cuyos brazos no han conquistado tampoco el derecho de propiedad, sin la cual la roca de la libertad carece de la única base firme contra el tiempo y la muerte".

VII

   Pasamos a examinar el Título XVIII, relativo a la Administración departamental y municipal. Divídense los Departamentos en Provincias y éstas en Distritos; para cada Departamento habrá una Asamblea compuesta de Diputados elegidos a razón de uno por cada 12.000 habitantes. Estas Asambleas se reunirán cada dos años, y les corresponde dirigir y fomentar la instrucción primaria y la beneficencia, las industrias establecidas y la introducción de otras nuevas, la importación de capitales extranjeros, la colonización de tierras pertenecientes al Departamento, la apertura de caminos y de canales navegables, la construcción de vías férreas, la explotación de bosques de propiedad del Departamento, la canalización de ríos, lo relativo a la policía local, la fiscalización de las rentas y gastos de los Distritos, y cuanto se refiera a los intereses seccionales y al adelanto interno. También compete a las Asambleas crear y suprimir municipios y alterar sus límites, aunque con sujeción al Congreso, a petición del vecindario respectivo. Votan las Asambleas el Presupuesto de rentas y gastos, y para cubrir éstos establecen contribuciones con las condiciones y dentro de los límites que fije la ley. En fin, eligen los Senadores.

   Se adjudican a loe respectivos Departamentos los bienes, derechos y acciones que pertenecieron a los extinguidos Estados soberanos, mientras tales entidades tengan existencia legal. Proceden las Asambleas por medio de ordenanzas, que son obligatorias mientras no sean suspendidas por el Gobernador o por la autoridad judicial, y se reconoce a los particulares el derecho de recurrir, para ello, al Tribunal competente.

   Para cada Departamento habrá un Gobernador de libre nombramiento y remoción del Presidente de la República, cuyo período se fija en tres años. Este funcionario es agente del Gobierno y también jefe de la Administración del Departamento. Así, le corresponde cumplir y hacer que se cumplan las órdenes del Gobierno; nombra y remueve sus agentes; y reforma o revoca las providencias que ellos dicten; lleva la voz en asuntos políticos y administrativos; vigila y protege las corporaciones oficiales y establecimientos públicos; sanciona las ordenanzas, y las suspende, dentro del término de diez días después de su expedición, por razón de incompetencia, de infracción de leyes o de derechos de terceros, quedando al arbitrio del Gobierno resolver sobre la suspensión; ejerce igual atribución sobre los actos de las Municipalidades, por motivos de incompetencia o de ilegalidad.

   Respecto de aquellas entidades se establece una para cada Distrito para que, por medio de acuerdos, la administren; para que voten las contribuciones y gastos locales, de conformidad con las ordenanzas de las Asambleas; para que lleven el movimiento anual de la población y formen el censo civil.

   El Alcalde es también, en cada Distrito, agente del Gobernador y mandatario del pueblo.

   Si acaso pareciere larga la exposición de las disposiciones constitutivas del poder municipal, en cambio la sustancia es bien escasa.

   De las tres entidades seccionales que se mencionan en este Título, se omite decir lo que es la Provincia, de manera que ella no tiene en realidad existencia constitucional, ni vemos que la ley haya hecho de ella otra cosa que una circunscripción territorial para el efecto de facilitar la acción del Gobernador. Nuestra Provincia es muy semejante al Condado en los Estados Unidos.

   El Departamento sí es entidad que merece toda la atención del legislador constituyente, lo mismo que el Municipio. Aparte de los motivos que para la existencia del Departamento suministra la configuración de nuestro territorio, de la cual nacen intereses homogéneos para las diferentes regiones, distintos de los que son comunes a todas ellas, los veintisiete años de federación dejaban vínculos y tradiciones de que no era posible prescindir en 1886, no obstante la reacción centralista, y de que no se podrá prescindir en lo futuro.

   Mas fuera del respeto con que se vieron los límites de los Departamentos, y de parte de los bienes que correspondieron a los Estados, la herencia política que éstos hubieran podido dejar quedó casi confiscada. Si bajo el régimen central del gobierno no era posible que se volviera al que estableció la Constitución de 1853, no obstante que ella no concedía a las Provincias el poder de legislar para lo civil y lo penal, a lo menos era prudente, a la par que justo, reconocer a los Departamentos facultades que los pusieran a cubierto de la fiebre centralizadora que habría de desarrollarse en los Congresos.

   Los miembros de las Asambleas quedaron despojados de la inmunidad que ya se les había reconocido y que, aun siendo ellas corporaciones meramente administrativas, pondría a los Diputados a cubierto de persecuciones, dando a la vez mayor respetabilidad y libertad a tales cuerpos. En cuanto a sus atribuciones, si se exceptúan las concernientes a la instrucción primaria, a la apertura de caminos y de canales, a la policía local, al voto de las rentas y de los gastos y su fiscalización, lo demás es pura palabrería. Dirigir y fomentar las industrias establecidas es cosa que huele mucho a socialismo. Dirigir y fomentar la introducción de nuevas industrias y de capitales extranjeros, es cosa que, como lo anterior, corresponde a los particulares. La inmigración presupone la facultad de legislar respecto de ella, lo mismo que la colonización de las tierras de propiedad del Departamento. En materia de canalización, será rarísimo el caso en que tal facultad llegue a ser ejercida, y lo cierto es que el río Bogotá, que pudiera ser navegable en no pocas leguas, continúa inundando la Sabana y esperando a que un dictador induzca a los propietarios ribereños a que armonicen entre sí, y con el público, sus intereses. Para todo esto se necesitan rentas suficientes, y aunque las tuvieran los Departamentos, no gozan éstos de garantías efectivas a este respecto, ya porque sobre sí tienen "las condiciones y los límites que les fije la ley", ya porque, aun fijados tales condiciones y límites, y aun llegado el caso de que las rentas sean hipotecadas por contrato, ya tiene el Gobierno resuelto que todo eso se entiende mientras la ley no suprima la renta o la declare nacional.

   Al lado de la Asamblea está un Gobernador que puede no merecer su confianza, que puede ser antipático a las poblaciones, o ignorante de sus circunstancias y necesidades, armado con la facultad de suspender las ordenanzas, aun en el caso de estar sancionadas. Si el artículo 192 confiere a los particulares agraviados por actos de las Asambleas el derecho de ocurrir al Tribunal competente para que sean suspendidas, bien podría también someterse por el Gobernador al mismo Tribunal la ordenanza que a su juicio viole la Constitución o las leyes, en vez de constituir al Gobierno, como lo hace el inciso 7° del artículo 195, en Tribunal de apelación.

   A pesar de lo dicho, y juzgando por lo que pasa en Cundinamarca, los dos asuntos verdaderamente importantes que están a cargo de los Departamentos, no se atienden hoy como en el tiempo de la federación. Las escuelas primarias están casi en abandono y los maestros casi en la mendicidad. Respecto de caminos, aún no se puede ir de Bogotá a Tunja y al Magdalena en carruaje, no obstante que las carreteras fueron emprendidas y quedaron casi terminadas en aquella época. Aunque precaria la subsistencia de las rentas, éstas son hoy más cuantiosas que en la época citada. Pesa sobre la destilación de los licores un impuesto monstruoso, que no se ha sabido organizar en varios años y ha causado la ruina de muchos productores, si bien con gran provecho de unos pocos asentistas. Si la inseguridad de las rentas pudiera hoy prestar algún servicio útil, sería para transmitir a los Distritos el impuesto sobre degüello de los ganados.

   Pasando a los Municipios, los hallaremos poco más o menos como los dejó la Colonia. En la época federal el poder se concentró en el Estado y nada ganó el Municipio. Hoy depende esta entidad en absoluto del Gobierno y del Departamento. Si el artículo 198 dispone que el Consejo Municipal sea una corporación popular, el Gobierno remueve los Consejeros, y en la capital dirige directamente ramos importantes del servicio municipal. El artículo 199 reconoce al Distrito el derecho de administrar sus intereses y el de votar las contribuciones y gastos locales, mas todo ello dependiente en absoluto de lo que dispongan las ordenanzas de las Asambleas. De todo esto resulta anemia completa en la vida del Municipio y el desvío de los vecinos importantes de todo lo que a tal vida interesa. Es, por tanto, esa vida la que se debe fomentar, y si de ello resultaren las naturales consecuencias de la inexperiencia y del abuso, vendrá también el estímulo para que los importantes vecinos se interesen en la buena dirección de los negocios, y para combatir el rabulismo, que es el azote de nuestros labriegos.

   "El distrito (la commune), dice Tocqueville, es la única asociación que es verdaderamente natural... El hombre crea los reinos y las repúblicas, el distrito parece salir directamente de las manos de Dios... Pero si el distrito existe desde que hay hombres, la libertad comunal es cosa rara y frágil... Entre todas las libertades, las comunales, que con tánta dificultad se establecen, son también las más expuestas a las invasiones del poder... Mientras la libertad comunal no haya penetrado en las costumbres es fácil destruirla... Es el distrito en donde reside la fuerza de los pueblos libres".

   Agregaremos, con aplicación de actualidad a nuestra situación en Colombia, que es del Distrito de donde debe partir la reacción democrática. En la legislación, el sistema electoral, y en las costumbres, la intervención eficaz del pueblo en sus negocios.

   Aquí termina la tarea que en el presente estudio nos hemos impuesto. Creemos poder dirigir con tranquilidad de ánimo una mirada retrospectiva a nuestra modesta labor de medio siglo en solicitud del triunfo de la causa de la libertad, que es a la que bien hemos consagrado, separándonos, en ocasiones, de la causa del partido liberal cuando hemos creído que él se desviaba de la verdadera ruta. El jacobino rojo o blanco, tal como lo retrata el Padre Maumus, no ha sido nuestro modelo.

   Aunque aparentemente parezca ser muchos los puntos de reforma que hemos indicado, en realidad son pocos si de las instituciones propiamente tales se separan las prácticas con que Congreso, gobierno y ciudadanos las han viciado. Una reforma general de la Constitución no es posible hoy, ni convenierte, ni oportuna. El Código de 1886 lo creemos fundamentalmente republicano, si de él se separan las cuñas que le introdujo el Cesarismo; y es consolador para el patriotismo el ver que en la actualidad coinciden las aspiraciones de los grandes partidos en materia de reformas.

   El partido liberal desea, en lo constitucional, que se amplíen las garantías individuales, pero acaso bastaría con precisarlas algo más de como están reconocidas. Pide la descentralización administrativa, no la del gobierno, cosa que, según se habrá visto, requiere más bien separación de poderes que ampliación de los conferidos a las secciones, siempre que tales poderes sean efectivos y queden precisados. La reforma que les dio el artículo 10 de la Constitución de 1853 no nos parece compatible con la central, y la experiencia no la justifica. La organización constitucional del Poder electoral, independiente y eficaz, no da lugar a la menor duda sobre la urgencia de crearlo. El restablecimiento de la libertad absoluta de la imprenta no se halla hoy en el ambiente político con la misma generalidad que en 1863, y podría limitarse la reforma a suprimir, a extirpar, la intervención gubernamental en materia de prensa.

   La reducción del período presidencial a cuatro años restablecería una tradición contra la cual la opinión pública no se ha pronunciado, en tanto que la reelección está execrada por todos, y la irresponsabilidad condenada por la experiencia, lo mismo que las facultades extraordinarias, la ingerencia del Gobierno en el nombramiento y en la remoción disimulada de los miembros del Poder Judicial. Lo relativo a impuestos parece que es materia de ley simplemente, lo mismo que el fomento de la instrucción pública, la amortización del papel-moneda, el restablecimiento de la circulación metálica, la libre estipulación de monedas y la libertad de ejercer la industria bancaria. Igual cosa puede decirse de la creación del décimo Departamento. La supresión de la pena de muerte, cuando, vigente ella, los casos de homicidio han crecido, no hallarán acaso resistencia. Sólo parece haber faltado en esta enumeración de reformas pedidas o proclamadas por la Convención liberal, las siguientes: la derogatoria del artículo 208 sobre créditos extraordinarios y el consiguiente restablecimiento de los artículos del Código Fiscal que se derogaron o reformaron para fortificar la dictadura fiscal y anular la Corte de Cuentas; una adición al inciso 15 del artículo 76 de la Constitución, que prohiba la emisión de documentos que tengan carácter de moneda de obligatorio recibo, y, finalmente, la derogatoria del inciso 16 del mismo artículo, que está en correspondencia con el 17 del artículo 120 sobre Banco Nacional.

   Comparando estas aspiraciones con las que el partido conservador ha consignado en sus Bases para las reformas, vemos que ambos partidos convienen en casi todas esas aspiraciones, y no podemos menos que aplaudir las que el partido conservador agrega, a saber: Que la ley no prevalezca sobre la Constitución; que la reunión del Congreso y de las Asambleas departamentales sea anual; que se limite el poder del veto del Poder Ejecutivo; que se limiten los efectos y el alcance de los decretos ejecutivos de carácter legislativo; que se haga discriminación de rentas y gastos de la Nación, de los Departamentos y de los Distritos, para que cada entidad atienda con orden los intereses que le incumben; que se restablezcan las incompatibilidades constitucionales para el desempeño de puestos públicos; que se restablezca también la alta categoría de la Oficina General de Cuentas y la responsabilidad de los ordenadores; que se prohiba la emisión de papel-moneda; que se supriman los monopolios y se revise la tarifa aduanera en el sentido de rebajar los derechos sobre los artículos de consumo popular y los que demanda el desarrollo de la industria nacional.

   ¡Cuán consolador es para el patriotismo ver que los ideales de nuestros partidos se acercan, y aun se confunden en muchos puntos, todo en beneficio de la libertad y sin menoscabo de lo que legítima y científicamente corresponde a la autoridad! ¡Bendito Cesarismo si a sus atropellos debiéramos la concordia y la conciliación políticas, como precursoras de la paz doméstica permanente en el goce de las libertades de la República!


VIII

   En anteriores artículos hemos procurado dar las razones en que se fundan las bases del programa del partido liberal y del de una sección selecta del conservador, encaminadas a reformar la Constitución vigente. Hoy presentamos a la pública discusión, en forma de artículos de acto reformatorio el resultado de aquel estudio, pues da esta manera las cuestiones se ofrecen en forma más práctica y concreta. Creeráse, acaso, inútil esta labor, en vista del resultado del debate electoral que acaba de terminar, mas tal resultado nos afirma en nuestro propósito, puesto que él pone en evidencia los defectos del régimen actual y sugiere los medios adecuados para corregirlo. Procedemos así como si estuviéramos en país anglo-sajón, en donde las reformas no son obra de un día ni de un año, porque los obstáculos que el poder público les opone, si bien pueden demorarlas, dan por resultado su más extensa propagación y el definitivo triunfo de la opinión pública sobre la fuerza.

   El cuerpo de reformas que presentamos aparecerá a primera vista demasiado extenso, pero ellas en realidad se refieren a pocos puntos esenciales, a saber:

   1° Un reconocimiento más preciso de los derechos individuales y de las garantías sociales;

   2° El restablecimiento de la efectiva separación de los tres poderes en que se divide la autoridad; y

   3° Más claro deslinde entre los intereses nacionales y los de las secciones.

   Con relación al primero de estos puntos, debemos reconocer que los derechos y sus garantías quedarán todavía incompletos. La libertad y la seguridad de las personas continuarán expuestas a detención arbitraria, aunque ya sometidas a la decisión del Poder Judicial. El reclutamiento no quedará del todo extirpado, pero sí puestas las bases para abolirlo. Queda, pues, en este particular, campo a los partidos para continuar avanzando en sus ideales.

   En cuanto al segundo punto, habrá de convenirse en que la Constitución vigente ha confundido el principio de la autoridad con el cesarismo.

   El principio de autoridad no consiste, a nuestro juicio, en que el Poder Ejecutivo lo pueda todo, sino en que cada uno de los tres poderes tenga los medios de desempeñar eficazmente su peculiar encargo.

   La mayor extensión que se da en el proyecto al título XVII, relativo a las elecciones, depende de la evidente deficiencia de que hoy adolece este ramo, el más importante de la Constitución. Además de esto, se desarrolla en el proyecto un sistema cuya base está en el pueblo, no en el Gobierno. Hasta hoy, el impulso ha surgido siempre del poder mismo que se trata de constituir, de donde resulta que es el partido dominante quien dicta la ley de elecciones y designa las personas que deban ponerla en planta, en interés de ese mismo partido. Según el proyecto, es el pueblo quien da aquel impulso. A él corresponde elegir los Consejos Municipales y los Electores. Los Consejos sirven de núcleo al Cabildo abierto, que es una corporación en que tendrán cabida todos los ciudadanos competentes, sin que sea posible la exclusión de ninguna parcialidad política. A esa Corporación se le encarga la formación del censo electoral, y a los electores el nombramiento de todos los funcionarios que puedan intervenir en el ramo electoral, desde el Jurado de votación hasta el Congreso. Hace procurado excluir del organismo la intervención oficial en lo posible.

   El deslinde entre los intereses nacionales y los seccionales tiende a robustecer la autoridad municipal, casi completamente anulada según el régimen actual. También queda en este terreno campo abierto al ideal de los partidos para el desarrollo de la vida seccional.

   Aunque no hace parte de las bases o de los programas que en este proyecto se desarrollan, la idea de atribuir al Congreso la elección del Presidente, nos permitimos recomendar su estudio. La lucha electoral dejaría de ser tan peligrosa para la paz pública al no ser apasionada por el prestigio de los caudillos candidatos. Téngase presente cuánto difieren las elecciones para el primer magistrado en Francia y en los Estados Unidos. En el primero de estos países la agitación política pasa en menos de una semana, mientras que en el segundo esa agitación conmueve profundamente a la nación, hace gastar sumas enormes e imprime a la política cambios bruscos y desastrosos, como son el de la moneda de oro por la de plata, o el de la libertad de comprar y vender por el de coartar esa libertad con pretexto de proteger la industria.

   En Colombia, desde que se introdujo el reemplazo del Presidente por Designado nombrados por el Congreso, se han experimentado ya las buenas consecuencias de este sistema. El doctor Carlos Holguín gobernó por cuatro años sin necesidad de lucha electoral.

PROYECTO DE ACTO LEGISLATIVO

Por el cual se reforma la Constitución de la República.

EL CONGRESO DE COLOMBIA,

DECRETA

   La Constitución dictada por el Consejo Nacional Constituyente el 4 de agosto de 1886, queda reformada en los términos que se expresan en el presente acto legislativo:

TITULO III

De los derechos civiles y garantías sociales

   El artículo 23 quedará así (1) :

   Nadie podrá ser molestado en su persona o familia, ni reducido a prisión o arresto, ni detenido, ni su domicilio registrado, sino a virtud de mandamiento escrito de autoridad judicial competente, con las formalidades legales, y por motivo previamente definido en las leyes.

   En ningún caso podrá haber detención, prisión o arresto por deudas u obligaciones puramente civiles, salvo el arraigo judicial.

   El artículo 28 quedará así (2) :

   Aún en tiempo de guerra, nadie podrá ser penado ex post facto, sino con arreglo a la ley, en que previamente se haya prohibido el hecho, y determinadose la pena correspondiente.

   Esta disposición no impide que aun en tiempo de paz, pero, habiendo graves motivos para temer la perturbación del orden público, sean aprehendidas y retenidas, de orden del Gobierno, las personas contra quienes haya graves indicios de que atentan contra la paz pública. Dichas personas se pondrán, dentro de tercer día, a lo más tarde, a disposición del Juez competente, junto con los comprobantes de donde resulten los indicios. Si el Juez los hallare suficientes para motivar la retención, la decretará por un término hasta de treinta días. En caso contrario, el Juez hará poner inmediatamente al indiciado en libertad.

   El artículo 29 quedará así (3) :

   Sólo podrá imponer el legislador la pena capital para castigar, en los casos más graves, los delitos militares definidos por las leyes del ejército.

   El artículo 33 quedará así (4) :

   La ley podrá autorizar la expropiación para el caso de guerra, de acuerdo con las siguientes prescripciones:

   1a Podrá ser decretada por la autoridad judicial o por la primera autoridad política del lugar en que haya de verificarse ;

   2a La indemnización podrá no ser previa, pero la Nación será siempre responsable, sin que para el pago puedan hacerse distinciones que hagan a unos acreedores de mejor o peor condición que a otros:

   3a Los objetos expropiados serán únicamente aquellos de indispensable y urgente necesidad para el ejército y destinados únicamente a su servicio;

   4a El uso, no la propiedad, de los inmuebles, será lo expropiable, y en ningún caso podrá despojarse de él, ni embarazarse de ningún modo, a los dueños o arrendatarios de casas de habitación que estén prestando este servicio;

   5a A las personas a quienes se les exijan suministros, o que las representen, deberá entregárseles la orden de expropiación en que se especifiquen los objetos que deben entregarse, si están en su poder;

   6a Sólo en caso de resistencia será lícito la entrada a las habitaciones o a las fincas rurales, y ocupar los objetos materia de la expropiación. En todo caso, la autoridad o su comisionado deberá entregar al interesado la orden de expropiación con un recibo en que se detallen y especifiquen los objetos expropiados. La falta de estos requisitos dará al acto el carácter de robo en cuadrilla de malhechores;

   7a Las autoridades encargadas de decretar expropiaciones llevarán un registro especial en que consten numeradas las órdenes de que trata la base 5a, con el nombre del comisionado para cumplirla, el de la persona que deba obedecerla y los objetos que se pidan;

   8a En registro separado se harán constar las expropiaciones, numeradas de acuerdo con las órdenes. A la presentación de estas órdenes por el interesado, se procederá, con su intervención, al avalúo de lo expropiado. De las diligencias que se practiquen se dará copia auténtica al interesado;

   9a Los objetos expropiados se entregarán, bajo recibo, especificado, y en virtud de orden de autoridad militar, competente, al jefe que deba emplear en el servicio dichos objetos; y

   10. En el caso en que sea indispensable rematar objetos expropiados, la pérdida que se siga del remate la sufrirá la Nación, y el exceso, si lo hubiere, del producto del remate sobre el importe de los avalúos, se entregará al interesado.

   El artículo 41 quedará así (5):

   La educación pública será organizada y dirigida en concordancia con la Religión Católica.

   La instrucción primaria costeada con fondos públicos será gratuita. La ley podrá determinar los casos en que deba ser obligatoria.

   En tiempo de guerra podrá prohibirse la publicación de noticias sobre las operaciones militares, y los escritos hostiles a la causa de la legitimidad.

   La ley señalará las penas consiguientes a la violación de estas prescripciones.

TITULO IV

De las relaciones entre la Iglesia y el Estado

   El artículo 61 quedará así (9):

   El ministerio sacerdotal es incompatible con cargos públicos que impliquen mando o jurisdicción civil o militar.

TITULO V

De los poderes nacionales y del servicio público

   El artículo 57 quedará así (8):

   Todos los poderes públicos son limitados y ejercen separadamente sus respectivas funciones, con subordinación a esta Constitución. Al efecto, deberá preceder al texto de las leyes la cita de la atribución constitucional que ejercita el Congreso; al de los decretos del Poder Ejecutivo, la de la disposición constitucional o legal en cuyo cumplimiento se dictan; y al de los actos de los Ministros y de los Gobernadores o de sus subalternos, las mismas citas o las de de los mandamientos de sus superiores.

   El artículo 61 quedará así (9):

   La facultad de juzgar y de imponer penas corresponde exclusivamente a los Magistrados de los Tribunales y a los Jueces inferiores, salvo las excepciones expresamente establecidas en esta Constitución.

   Ninguna persona o corporación podrá ejercer simultáneamente la autoridad política o civil, y la judicial o la militar.

   El artículo 63 quedará así (10):

   Corresponde al Congreso exclusivamente crear y dotar empleos y asignarles funciones. La Corte de Cuentas hará reintegrar los sueldos que se paguen contra lo ordenado en esta disposición.

TITULO VI

De la reunión y atribuciones del Congreso

   El artículo 68 quedará así (11) :

   Las Cámaras Legislativas se reunirán ordinariamente, por derecho propio, el 20 de julio de cada año, en la capital de la República.

   Las sesiones ordinarias durarán hasta 120 días, pasados los cuales podrá el Gobierno declarar las Cámaras en receso.

   El artículo 76 queda reformado en los siguientes términos (12):

   Corresponde al Congreso hacer las leyes, con subordinación a lo que se dispone en esta Constitución. En consecuencia, el precepto constitucional prevalecerá sobre el de la ley que le sea contrario.

   Por medio de leyes ejerce el Congreso las atribuciones siguientes:

   Las marcadas 1a, 2a, y 3a, como están;

   La 4a derogada;

   Las marcadas 5a, 6a 7a 8a y 9a como están;

   La 10, así:

   Revestir por tiempo fijo, al Presidente de la República, y para sólo el tiempo de guerra, de todas o de algunas de las facultades extraordinarias que se determinan en el artículo 121;

   Las señaladas como 11, 12, 13, 14, 15, 17, 18, 19, 20, 21 22, como están, y quedando derogada la 16.

   El artículo 77 se adiciona así (13):

   También elegirá el Congreso, en Cámaras reunidas, los Magistrados de la Corte Suprema, los Contadores de la Corte de Cuentas, y dos suplentes para cada uno de los nombrados.

   El artículo 78 quedará así (14):

   Es prohibido al Congreso:

   l° Alterar lo que esta Constitución tiene establecido como de la privativa competencia de cada uno de los altos Poderes nacionales:

   2° Decretar en favor de cualquiera persona o entidad gratificaciones, indemnizaciones, pensiones u otra erogación que no esté destinada a satisfacer créditos o derechos reconocidos con arreglo a la ley preexistente, quedando en consecuencia, prohibida la ordenación del gasto respectivo;

   3° Decretar, o autorizar para que se decreten, actos de proscripción contra personas o corporaciones;

   4°Decretar, o autorizar para que se decrete o resuelva, la emisión de papel moneda o de cualesquiera otros documentos que tengan carácter de moneda o que sean de obligatorio recibo en los contratos; y 5° Disponer de los bienes y rentas de los Departamentos y de los Distritos municipales.

TITULO VII

De la formación de las leyes

   El artículo 88, así (15) :

   El Presidente de la República sancionará, sin poder presentar nuevas objeciones, todo proyecto que, reconsiderado, fuere nuevamente adoptado por la mayoría absoluta en una y en otra Cámara.

TITULO VIII

Del Senado

   Al artículo 98 se le hacen las siguientes reformas (16) :

   Atribución 4a, derogada.

   Atribución 6a, quedará así:

   Conceder licencias, hasta por seis meses, al Presidente de la República o al funcionario que lo reemplace, para separarse temporalmente del ejercicio de sus funciones. Si el Congreso estuviere en receso, y si el caso fuere de enfermedad, la separación deberá avisarse a la Corte Suprema,

TITULO X

Disposiciones comunes a ambas Cámaras y a los miembros de ellas

   El artículo 109 quedará así (17):

   El Presidente de la República no puede conferir empleo a los miembros del Congreso durante el período de sus funciones y un año después, con excepción de los de Ministro del Despacho, Consejero de Estado, Agente diplomático y jefe militar en tiempo de guerra.

TITULO XI

Del Presidente y Vicepresidente de la República

   El artículo 114 quedará así (18):

   El Presidente de la República será elegido por las Asambleas Electorales, en un mismo día y en la forma que determine la ley para un período de cuatro años.

   El parágrafo 5° del artículo 118 quedará así:

   Dar a las Cámaras Legislativas los informes que soliciten. Si los asuntos demandan reserva, podrá el Presidente abstenerse de dar informes sobre ellos hasta la próxima reunión ordinaria del Congreso.

   El artículo 119 quedará sin los parágrafos 1° y 2°, los cuales quedan derogados (19).

   El artículo 120 quedará sin el parágrafo 17, el cual se deroga (20).

   El artículo 121 quedará así (21) :

   En los casos de guerra exterior, o de conmoción interior, podrá el Presidente, previa audiencia del Consejo de Estado y con la firma de todos los Ministros, declarar turbado el orden público y en estado de sitio toda la República o parte de ella.

   Mediante tal declaración podrá el Presidente ejercer las facultades extraordinarias que para tal caso le tenga conferidas o le confiera el Congreso. Tales facultades no podrán ser otras que las siguientes:

   1a Decretar el recargo de las rentas y contribuciones nacionales dentro del máximo que se fije;

   2a Contratar empréstitos voluntarios hasta por la suma y con las condiciones fijadas por la ley;

   3a Declarar forzosos para los colombianos los empréstitos en caso de insuficiencia de los empréstitos voluntarios. La repartición de los empréstitos de carácter forzoso se hará por el Gobierno entre los Distritos municipales, y por el Cabildo abierto entre los vecinos que posean renta anual que no baje de mil pesos, ya sea que proceda de fincas raíces o de empresas, profesiones, oficios empleos y cualesquiera otras fuentes de renta. El reparto se hará en justa proporción a los haberes existentes en el Distrito, y se oirán las reclamaciones que se intenten, ya sea por inclusión o exclusión indebidas, o por exceso o deficiencia en las asignaciones. Es común a los acreedores por empréstitos forzosos la prescripción 2a del artículo 33. La ley y el Gobierno reglamentarán lo relativo a estos empréstitos, cuidando se observe toda la regularidad posible en su reparto, recaudación, inversión y contabilidad.

   Artículo nuevo. Las facultades que a los beligerantes reconoce el Derecho de Gentes no se extienden, en caso de guerra civil, hasta suspender o violar los derechos individuales y las garantías sociales, sino en los casos y en los términos permitidos expresamente por esta Constitución. En consecuencia, sólo se podrán considerar como enemigos del Gobierno los individuos que estén en armas o contra él, o que lo hostilicen directa o indirectamente, o que desobedezcan las órdenes legales de las autoridades.

   El Gobierno, luego que haya cesado la perturbación del orden público, lo declarará restablecido, y tanto en este caso como en el de haber terminado la guerra exterior, pasará al Congreso una exposición pormenorizada de sus providencias, entre las cuales deberán figurar las relativas a la rendición de cuentas por quienes hayan exigido o manejado empréstitos y suministros, a la expedición de los respectivos comprobantes a los interesados, al castigo de las autoridades civiles o militares o de los individuos que hubieren cometido abusos contra las personas o las propiedades, y las demás medidas que hayan sido adoptadas.

   El artículo 122, así (22) :

   Ningún acto del Presidente de la República, excepto el de nombramiento o remoción de los Ministros, tendrá valor ni fuerza alguna mientras no haya sido refrendado y comunicado por el Ministro del ramo de administración respectivo, quien, por el mismo hecho, se constituye solidariamente responsable. Siempre que en esta Constitución se hable de actos que ejecute o deba ejecutar el Presidente de la República, se entenderá que se trata de la persona que esté en ejercicio de las funciones que corresponden a dicho Magistrado. El resto del artículo, derogado.

   El artículo 123, derogado (23).

   El artículo 127 quedará así (24) :

   Los ciudadanos que hayan sido elegidos Presidente o Vicepresidente de la República no podrán serlo nuevamente para cualquiera de dichos empleos, sino después de que haya terminado el período siguiente a aquél para el cual obtuvieron su elección. Tampoco podrá ser elegido el ciudadano que hubiere desempeñado las funciones de Presidente dentro de los seis anteriores al día en que deba verificarse la elección. La persona que hallándose en el caso de estas prohibiciones, pretenda ejercer las funciones del respectivo cargo, incurrirá por este solo hecho, en la pena de expatriación por cuatro años.

TITULO XV

De la administración de justicia

   El artículo 147 quedará así (25) :

   El empleo de Magistrado de la Suprema Corte y de los Tribunales Superiores de Distrito durará ocho años. Esta disposición no comprende a los Magistrados que actualmente desempeñan sus funciones con el carácter de vitalicio. Sólo por sentencia judicial podrá suspenderse o separarse de sus empleos a los Magistrados de que trata este artículo antes de que termine el período para el cual hayan sido nombrados. Los Magistrados no podrán aceptar empleo del Gobierno sino transcurrido un año después de haber cesado en el ejercicio de sus funciones.

   Artículo 151 como está, pero modificada la atribución 5a, así (26) :

   5a Decidir definitivamente sobre la validez o la nulidad de las ordenanzas departamentales denunciadas ante los respectivos Tribunales Superiores por cualquiera autoridad, o por cualquier ciudadano, como violatorias de la Constitución o de las leyes.

   Adicionado con la siguiente atribución:

   10. Nombrar los Magistrados de los Tribunales Superiores de Distrito, así en propiedad como interinos, y dos suplentes para cada Magistrado.

   Artículo nuevo. Corresponde a los Tribunales Superiores de Distrito:

   Suspender motivadamente las ordenanzas departamentales en el caso del artículo 191, y anular o declarar válidos los actos de las Municipalidades, de acuerdo con el artículo 195. El Tribunal podrá moderar la cuota de las contribuciones cuando el caso se refiera a exceso en ellas.

   El artículo 156 quedará así (27):

   Los Departamentos serán divididos en circuitos judiciales servidos por uno o más jueces, los cuales serán nombrados por el Tribunal Superior respectivo.

   En cada Distrito municipal habrá también Jueces de Distrito nombrados por el Cabildo abierto.

   La ley organizará los juzgados inferiores, determinará sus atribuciones y fijará la duración de los empleos.

   El artículo 160 quedará así (28):

   Los Magistrados y los Jueces no podrán ser suspendidos en el ejercicio de sus destinos ni depuestos sino en los casos y con las formalidades que determinen las leyes, y en virtud de sentencia judicial.

   No podrán suprimirse ni disminuirse los sueldos de los Magistrados y Jueces con perjuicio de los que estén ejerciendo dichos empleos.

TITULO XVI

De la fuerza pública

   El artículo 166 quedará así (29):

   La Nación tendrá para su defensa un ejército permanente y milicias organizadas. La ley establecerá el enrolamiento de todos los individuos aptos para el servicio militar, debiendo ser la suerte la que los llame a prestarlo, y como facultad de presentar reemplazo el que por ella fuere designado, excepto en caso de guerra exterior. En el enrolamiento se dividirán los enrolados en clases según la edad y demás condiciones que determine mayor o menor aptitud para el servicio y mayor o menor gravamen para las familias. Se determinarán también los casos de excepción y lo concerniente a los ascensos, derechos y obligaciones de los militares.

   El artículo 168 con esta adición (30) :

   Los miembros del ejército y de la marina que estén en servicio activo no podrán ejercer el derecho de sufragio. La fuerza pública permanecerá acuartelada en los días de votación, excepto el caso de motín en que se crea necesario sacarla para reprimirlo.

   El artículo 169 así (31) :

   Los militares no pueden ser privados de sus grados, honores y pensiones sino por sentencia judicial, previo el correspondiente juicio.

TITULO XVII

De las elecciones

   El ramo electoral se regirá por las disposiciones del presente Título con las cuales quedan sustituídos y derogados los artículos 172 a 181.

   Artículo nuevo. Todos los ciudadanos en el goce de los derechos políticos votan por Consejeros municipales y por Electores.

   Artículo nuevo. Los electores votan por Presidente y Vicepresidente de la República, por los Representantes al Congreso correspondientes al Departamento, por Diputados a la Asamblea Departamental y por Miembros del Consejo Electoral.

   Artículo nuevo. El sufragio se ejerce como función constitucional. El que sufraga o elige no impone obligaciones al candidato, ni confiere mandato al funcionario electo. Sólo puede sufragarse en el Distrito de la Vecindad.

   Artículo nuevo. En toda votación que haya de verificarse por tres o más candidatos, sólo se votará por la mayoría absoluta de éstos. La elección se declarará en favor de los que hayan obtenido mayor número de votos en escala descendente. Se votará primero por principales y en seguida por dos suplentes para cada principal, excepto en las elecciones para Presidente y Vicepresidente de la República. En los casos de empate, decidirá la suerte.

   Artículo nuevo. Lo dispuesto en el artículo anterior se observará en todas las votaciones y por todas las corporaciones públicas, inclusive el Congreso y sus Cámaras, las Asambleas Departamentales, los Consejeros Municipales y Cabildos abiertos, sea cual fuere el objeto de la votación.

   Artículo nuevo. Para ser Elector se requiere ser ciudadano en ejercicio, saber leer y escribir, poseer una renta anual de quinientos pesos, o propiedad inmueble de mil quinientos, y no desempeñar empleo público.

   Artículo nuevo. Las funciones de Elector durarán cuatro años. Se renovarán las Asambleas para cada elección de Presidente y Vicepresidente de la República.

   Artículo nuevo. Las Asambleas Departamentales elegirán los Senadores. No se podrá elegir para dicho empleo a los miembros de tales Asambleas antes de que termine el período para el cual hayan sido elegidos. Cada dos años se elegirán Representantes al Congreso y Diputados a la Asamblea del Departamento.

   Artículo nuevo. Las funciones electorales de que se trata en el presente título corresponden exclusivamente a los Consejos Municipales y Cabildos abiertos, a los Jurados de votación, a las Juntas Electorales de Distrito, a las Asambleas electorales de Provincia, a los Consejos electorales de Departamento, a las Asambleas Departamentales y al Congreso. El Tribunal de Distrito que resida en la capital del Departamento o que esté más próximo a ella, desempeña únicamente las funciones de practicar el escrutinio de las votaciones para miembros del Consejo Electoral del Departamento, declarar la elección y comunicarla a los nombrados, al Gobernador y al Ministro de Gobierno. Los documentos relativos a las demás elecciones los pasará el Tribunal al Presidente del Consejo Electoral.

   Artículo nuevo. Ningún empleado público podrá ser miembro del Consejo Municipal, del Cabildo abierto cuando esté desempeñando funciones electorales, del Jurado de Votación ni de las Juntas, Asambleas y Consejos Electorales. La transgresión de esta prohibición traerá consigo la pérdida del empleo y la suspensión por cuatro años, del goce de los derechos políticos.

   Artículo nuevo. Abierto un período electoral por las votaciones para electores, queda prohibido, en tiempo de paz, todo acto que tenga por objeto el reemplazo para el ejército, o el aumento de éste, desde los treinta días anteriores a la fecha en que debe publicarse la lista de los sufragantes hasta que se verifiquen las votaciones. La violación de esta prohibición es delito de alta traición.

   Artículo nuevo. Los miembros de las corporaciones electorales, mientras estén en actual ejercicio de sus funciones en este ramo, no serán llamados a juicio civil ni criminal, excepto el caso de flagrante delito, ni a diligencia o cargo de carácter público. Esta inmunidad se extiende, en los Diputados a las Asambleas Departamentales, al tiempo por el cual duren las sesiones y a los diez días anteriores y posteriores a la clausura de ellas.

   En los días de votaciones ningún ciudadano será llamado a prestar servicio de carácter público y obligatorio.

   Artículo nuevo. Los Electores y los Miembros de los Consejos Electorales quedarán exentos, durante el período para el cual se les ha elegido, del servicio militar y de todo cargo oneroso.

   Artículo nuevo. Las Corporaciones electorales elegirán su propio Presidente, Vicepresidente y Secretario, los dos primeros de su propio seno, pero el Secretario podrá no ser miembro de la Corporación.

   Todos los actos de estas Corporaciones serán públicos y se harán constar por escrito en libros de actas, las cuales serán firmadas por el Presidente y el Secretario. Con excepción del Congreso o sus Cámaras y las Asambleas Departamentales, los miembros de las Corporaciones arriba expresadas tendrán derecho a suscribir las actas y los pliegos en que consten los escrutinios de las votaciones.

   Artículo nuevo. El Presidente de toda Corporación electoral deberá dar aviso al Juez competente de las faltas u omisiones que cometan sus miembros en el desempeño de sus funciones, y de toda culpa o delito que por funcionarios públicos o por particulares se cometa, con relación a las atribuciones de la Corporación. Dichas faltas, omisiones culpas o delitos producen acción popular.

   Artículo nuevo. Los cargos de Jurados, Electores, Miembros de las Juntas y Consejos Electorales son de forzosa aceptación.

   Artículo nuevo. Todo Distrito Municipal convocará el Cabildo abierto con diez días de anticipación para el desempeño de las funciones electorales.

   Artículo nuevo. Corresponde al Cabildo formar el censo electoral y elegir los miembros de los Jurados y de la Junta Electoral del Distrito. Dicha corporación se instalará y funcionará con la mayoría de los miembros del Consejo Municipal y con los Vocales que quieran concurrir. El Presidente y el Secretario del Consejo lo serán también del Cabildo.

   Artículo nuevo. El censo electoral deberá contener, por orden alfabético y en numeración continua, los nombres y apellidos de los ciudadanos y vecinos del Distrito.

   Artículo nuevo. Los sufragantes consignarán su voto por escrito, después de presentar la boleta que les reconoce ese carácter.

   Artículo nuevo. Los Jurados practicarán el escrutinio de los votos luego que se haya cerrado la votación.

   Artículo nuevo. Las Juntas Electorales se compondrán de cinco miembros. Les corresponde rectificar los escrutinios parciales de los Jurados y practicar el escrutinio general de la votación en el Distrito ; declararán las elecciones en los individuos que hayan obtenido mayor número de votos, sea para Concejales, ya para Electores.

   Artículo nuevo. El censo electoral queda bajo la custodia del Presidente del Consejo Municipal y el Secretario. En todo tiempo podrá ser inspeccionado el censo por cualquier vocal del Cabildo abierto.

   Artículo nuevo. Las Asambleas electorales se compondrán de todos los Electores que nombren los Distritos de una misma Provincia, y se reunirán en el Distrito en que resida el Prefecto de ella.

   Artículo nuevo. Los escrutinios de las votaciones de las Asambleas Electorales están sujetos a la inspección por los electores, y serán firmados por los escrutadores. El Presidente, y el Secretario firmarán las actas y los pliegos de los escrutinios, y podrán hacerlo también los Electores que quieran suscribir unas y otros.

   Las actas y pliegos de escrutinio relativos a las votaciones para Presidente y Vicepresidente de la República, se remitirán al Presidente del Congreso por conducto del Ministro de Gobierno, y los relativos a las demás votaciones se dirigirán al Presidente del Tribunal del Distrito.

   Artículo nuevo. El Consejo Electoral practicará los escrutinios de las votaciones para Representantes al Congreso y para Diputados a la Asamblea del Departamento, declarará las elecciones respectivas y las comunicará a los que resulten electos, así como al Gobernador, al Ministro de Gobierno y al Presidente de la Cámara de Representantes. Los miembros del Consejo durarán en sus empleos hasta que haya renovación de electores.

   Artículo nuevo. El Congreso practicará los escrutinios de las votaciones para Presidente y Vicepresidente de la República y declarará electos a los candidatos que respectivamente hayan obtenido mayor número de votos.

   Artículo nuevo. De acuerdo con las bases sentadas en el presente Título, la ley complementará el sistema electoral, teniendo en mira que el derecho del sufragio sea efectivo para todos los ciudadanos, que los resultados del voto sean verdaderos y que sean eficaces las sanciones que se establezcan contra los que violen las prescripciones constitucionales y legales. Mientras se forman los censos electorales, servirán para las votaciones las listas de que trata la legislación vigente. Los censos se empezarán a formar desde que tenga validez el presente acto legislativo.

TITULO XVIII

De la administración departamental y municipal

   El artículo 190 quedará así (32) :

   Las Asambleas departamentales establecerán las contribuciones para el servicio de Departamento, sujetándose a las condiciones siguientes:

   1a Ninguna industria será monopolizada. Al terminar los contratos hoy vigentes sobre monopolios, se restablecerá la libertad de las industrias respectivas;

   2a La navegación de los ríos y demás aguas navegables no será gravada ni estorbada, ni el acceso a los puertos, lo que no excluye el cobro de derechos por el uso voluntario de obras de utilidad, como muelles, bodegas, u otras semejantes ;

   3a No se gravarán los productos destinados a la exportación, ni los que estén gravados por la Nación, o que sean propiedad de ella; y

   4a Los gravámenes por el uso de las vías públicas se someterán a la aprobación del Congreso.

   Artículo nuevo. El Congreso no podrá disponer de los bienes y rentas de los Departamentos o de los Distritos, ya sea para adjudicárselos a la Nación, ya para suprimirlos o darles aplicación distinta de la designada por las respectivas entidades seccionales.

   Artículo nuevo. Ninguna contribución directa ni servicio personal gratuito podrá imponerse a los individuos cuya subsistencia dependa del salario. Esta disposición se extiende a lo nacional, lo departamental y lo municipal.

   El artículo 191 quedará así (33):

   Las ordenanzas de las Asambleas son ejecutivas y obligatorias desde su sanción. El Tribunal del Distrito podrá suspenderlas a petición del Gobernador o de cualquier ciudadano por violación de la Constitución o de las leyes. La resolución del Tribunal se someterá a la Suprema Corte para que ella decida sobre la validez o la nulidad.

   El artículo 192, derogado (34).

   El artículo 195, reformado así (35) :

   La atribución 7a, suprimida.

   La 8a así:

   Solicitar la anulación por el Tribunal del Distrito, de aquellos actos de los Consejos Municipales o de los Cabildos abiertos, que a su juicio lo requieran por incompetencia, por infracción de la Constitución o de las leyes, o de las ordenanzas departamentales, o por exceso en las cuotas de las contribuciones. Dicho acto podrá suspenderlos el Gobernador hasta que resuelva el Tribunal. Los particulares tendrán derecho de solicitar la suspensión y la anulación de tales actos. El Tribunal podrá moderar, conforme a equidad, los impuestos contra cuyo exceso se intente reclamación.

   Artículo nuevo. El Gobernador es el órgano inmediato por medio del cual el Gobierno puede ejecutar sus derechos, órdenes y resoluciones en lo político.

   El artículo 199, así (36) :

   Corresponde a los Consejos Municipales administrar los intereses del Distrito por medio de Acuerdos. En consecuencia, votan los impuestos y los presupuestos de rentas y gastos; cuidan del arreglo y servicio de las vías públicas que les corresponden; de la salubridad pública, del abastecimiento de aguas, de los mercados y ferias, de la exactitud de las pesas y medidas, del alumbrado público, de la policía local, de los hospitales y casas de beneficencia, de las escuelas primarias y de lo demás conducente a la seguridad y comodidad de los habitantes. Les corresponde también proveer de locales adecuados para escuelas, cárceles y casa municipal, y formar el censo civil y electoral del Distrito.

   Artículo nuevo. El establecimiento de contribuciones, el voto de los presupuestos de rentas y gastos, el examen y el fenecimiento de las cuentas y adquisición o enajenación de bienes raíces se someterán a la aprobación del Cabildo abierto, sin lo cual estos actos no tendrán validez.

   Artículo nuevo. Serán vocales del Cabildo, con voz y voto, los vecinos del Distrito que hayan desempeñado en cualquier tiempo funciones municipales en él o en el Departamento, o en el anterior Estado, las de Gobernador o Prefecto, las de Magistrado del Tribunal o Juez de Circuito, las de Diputado a la Legislatura o a la Asamblea, y también las de Representante al Congreso o de Senador por el Departamento o por el Estado. Podrá probarse la aptitud para ser vocal del Cabildo, con la exhibición de cualquier publicación oficial, en que conste que se han desempeñado funciones de las que quedan mencionadas.

   El Presidente, Vicepresidente y Secretario del Consejo Municipal, lo serán también del Cabildo abierto.

   El artículo 201 se deroga (37).


TITULO XIX

De la Hacienda

   Artículo nuevo para después del 207:

   Sólo con previa, especial y expresa autorización de la ley, podrá el Gobierno disponer la inversión de fondos que por cualquier motivo deban ingresar al Tesoro Nacional en tiempo posterior al del período para el cual se han votado las rentas de cada presupuesto.

   Artículo 208, derogado, excepto en el párrafo que dice (38):

   El Gobierno puede solicitar del Congreso créditos adicionales al presupuesto de gastos.

   Artículo nuevo. Habrá en la capital de la República una Corte de Cuentas compuesta de los Jueces Contadores principales y suplentes que determine la ley. El Congreso elegirá los Contadores para un período de cuatro años, y podrán ser reelectos. La Corte Suprema conocerá de los juicios de responsabilidad de los Contadores, los cuales no podrán ser suspendidos ni privados de su empleo sino por sentencia judicial. Los Contadores no podrán desempeñar empleo de libre nombramiento del Poder Ejecutivo, sino después de transcurrido un año desde que cesaren en el ejercicio de sus funciones.

   Artículo nuevo. Corresponde a la Corte de Cuentas el examen y fenecimiento de las cuentas mensuales y anuales que deben llevar los Ministros del Despacho como ordenadores de los gastos nacionales, los responsables del Erario, y las demás personas o entidades a quienes la ley imponga esta obligación.

   Artículo nuevo. La responsabilidad que a la Corte de Cuentas corresponde declarar, es enteramente pecuniaria o civil, distinta de la penal, que corresponde al Poder Judicial.

   Artículo nuevo. En los juicios de cuentas de los Ministros como ordenadores de gastos, el auto de glosas se pasará a la Corte Suprema para que ella, con audiencia del interesado y del Ministerio Público, eleve o no a alcance líquido el deducido en las glosas, y exija la presentación de una fianza que asegure su importe a satisfacción del Tesorero General. El expediente se pasará a la Cámara de Representantes para que ella decida definitivamente.

   Artículo nuevo. Para que haya lugar a juicio contra los ordenadores se requiere que éstos hayan insistido en ordenar el pago a pesar de haber sido protestado por el pagador como ilegal. Las glosas procedentes de órdenes de pago por sueldos de empleos que no hayan sido creados por ley, que se eleven a alcance líquido por la Suprema Corte, se harán efectivas sin perjuicio de lo que resuelva la Cámara de Representantes.

   Quedan derogadas las disposiciones transitorias del Título XXI de la Constitución (39).

   (De El Repertorio Colombiano, diciembre de 1897 a marzo de 1898).

   (1) Artículo 23. Nadie podrá ser molestado en su persona o familia, ni reducido a prisión o arresto, ni detenido, ni su domicilio registrado, sino a virtud de mandamiento escrito de autoridad competente, con las formalidades legales y por motivo previamente definido en las leyes.

   En ningún caso podrá haber detención, prisión ni arresto por deudas u obligaciones puramente civiles, salvo el arraigo judicial.

   (2) Artículo 28. Aún en tiempo de guerra nadie podrá ser penado ex-post-facto sino con arreglo a ley, orden o decreto en que previamente se haya prohibido el hecho y determinándose la pena correspondiente.

   Esta disposición no impide que aún en tiempo de paz, pero habiendo motivos para temer perturbación del orden público, sean aprehendidas y retenidas, de orden del Gobierno y previo dictamen de los Ministros, las personas contra quienes haya graves indicios de que atentan contra la paz pública.

   (3) Artículo 29. Sólo impondrá el Legislador la pena capital para castigar, en los casos que se definan como más graves, los siguientes delitos jurídicamente comprobados, a saber: traición a la Patria en guerra extranjera, parricidio, asesinato, incendio, asalto en cuadrilla de malhechores, piratería y ciertos delitos militares definidos por las leyes del ejército.

   En ningún tiempo podrá aplicarse la pena capital fuera de los casos en este artículo previstos.

   (4) Artículo 33. Caso de guerra y sólo para atender al restablecimiento del orden público, la necesidad de una expropiación podrá ser decretada por autoridades que no pertenezcan al orden judicial y no ser previa la indemnización.

   En el expresado caso la propiedad inmueble sólo podrá ser temporalmente ocupada, ya para atender a las necesidades de la guerra, ya para destinar a ella sus productos, como pena pecuniaria impuesta a sus dueños conforme a las leyes.

   La Nación será siempre responsable por las expropiaciones que el Gobierno haga por sí o por medio de sus agentes.

   (5) Artículo 41. La educación pública será organizada y dirigida en concordancia con la Religión Católica.

   La instrucción primaria costeada con fondos públicos será gratuita y no obligatoria.

   (6) Artículo 42. La prensa es libre en tiempo de paz, pero responsable con arreglo a las leyes, cuando atente a la honra de las personas, al orden social o a la tranquilidad pública.

   Ninguna empresa editorial de periódicos podrá, sin permiso del Gobierno, recibir subvención de otros gobiernos ni de compañías extranjeras.

   (7) Artículo 54. El ministerio sacerdotal es incompatible con el desempeño de cargos públicos. Podrán, sin embargo, los sacerdotes católicos ser empleados en la instrucción o beneficencia pública.

   (8) Artículo 57. Todos los poderes públicos son limitados, y ejercen separadamente sus respectivas atribuciones.

   (9) Artículo 61. Ninguna persona o corporación podrá ejercer simultáneamente, en tiempo de paz, la autoridad política o civil y la judicial o la militar.

   (10) Artículo 63. No habrá en Colombia ningún empleo que no tenga funciones detalladas en ley o en reglamento.

   (11) Artículo 68. Las Cámaras Legislativas se reunirán ordinariamente por derecho propio cada dos años, el día 20 de julio, en la capital de la República.

   Las sesiones ordinarias durarán ciento veinte días, pasados los cuales el Gobierno podrá declarar las Cámaras en receso.

   (12) Artículo 76. Corresponde al Congreso hacer las leyes.

   Por medio de ellas ejerce las siguientes atribuciones:

   1a Interpretar, reformar y derogar las leyes preexistentes;

   2a Modificar la división general del territorio con arreglo a los artículos 5° y 6°, y establecer y reformar, cuando convenga, las otras divisiones territoriales de que trata el artículo 7°;

   3a Conferir atribuciones especiales a las Asambleas departamentales;

   4a Disponer lo conveniente para la administración de Panamá;

   5a Variar en circunstancias extraordinarias y por graves motivos de conveniencia pública la actual residencia de los altos poderes nacionales;

   6a Fijar para cada bienio, en sesiones ordinarias, el pie de fuerza;

   7a Crear todos los empleos que demande el servicio público y fijar sus respectivas dotaciones;

   8a Regular el servicio público, determinando los puntos de que trata el artículo 62;

   9a Conceder autorizaciones al Gobierno para celebrar contratos, negociar empréstitos, enajenar bienes nacionales y ejercer otras funciones dentro de la órbita constitucional;

   10. Revestir, pro tempore, al Presidente de la República de precisas facultades extraordinarias, cuando la necesidad lo exija o las conveniencias públicas lo aconsejen;

   11. Establecer las rentas nacionales y fijar los gastos de administración;

   En cada legislatura se votará el presupuesto general de una y otros;

   En el presupuesto no podrá incluírse partida alguna que no corresponda a un gasto decretado por ley anterior, o a un crédito judicialmente reconocido;

   12. Reconocer la deuda nacional y arreglar su servicio;

   13. Decretar impuestos extraordinarios cuando la necesidad lo exija;

   14. Aprobar o desaprobar los contratos o convenios que celebre el Presidente de la República con particulares, compañías o entidades políticas, en los cuales tenga interés el Fisco nacional, si no hubieren sido previamente autorizados, o si no se hubieren llenado en ellos las formalidades prescritas por el Congreso, o si algunas estipulaciones que contengan no estuvieren ajustadas a la respectiva ley de autorizaciones ;

   15. Fijar la ley, peso, tipo y denominación de la moneda, y arreglar el sistema de pesas y medidas;

   16. Organizar el crédito público;

   17. Decretar las obras públicas que hayan de emprenderse o continuarse y monumentos que deban erigirse;

   18. Fomentar las empresas útiles o benéficas dignas de estímulo y apoyo;

   19. Decretar honores públicos a los ciudadanos que hayan prestado grandes servicios a la Patria;

   20. Aprobar o desaprobar los Tratados que el Gobierno celebre con potencias extranjeras;

   21. Conceder, por mayoría de dos tercios de los votos en cada Cámara, y por graves motivos de conveniencia pública, amnistías o indultos generales por delitos políticos. En el caso de que los favorecidos queden eximidos de la responsabilidad civil respecto de particulares, el Gobierno estará obligado a las indemnizaciones a que hubiere lugar;

   22. Limitar o regular la asociación o adjudicación de tierras baldías.

   (13) Artículo 77. El Congreso elegirá en sus reuniones ordinarias y para un bienio, el Designado que ha de ejercer el Poder Ejecutivo, a falta de Presidente y Vicepresidente.

   (14) Artículo 78. Es prohibido al Congreso y a cada una de sus Cámaras:

   1° Dirigir excitaciones a funcionarios públicos;

   2° Inmiscuírse por medio de resoluciones o de leyes en asuntos que son de la privativa competencia de otros poderes;

   3° Dar votos de aplauso o censura respecto de actos oficiales;

   4° Exigir al Gobierno comunicación de las instrucciones dadas a Ministros diplomáticos, o informes sobre negociaciones que tengan carácter reservado;

   5° Decretar a favor de ninguna persona o entidad gratificaciones, indemnizaciones, pensiones ni otra erogación que no esté destinada a satisfacer créditos o derechos reconocidos con arreglo a ley preexistente salvo lo dispuesto en el artículo 76, inciso 18°;

   6° Decretar actos de proscripción o persecución contra personas o corporaciones.

   (15) Artículo 88. El Presidente de la República sancionará, sin poder presentar nuevas objeciones, todo proyecto que, reconsiderado, fuere adoptado por dos tercios de los votos en una y otra Cámara.

   (16) Artículo 98. Son también atribuciones del Senado:

   1a Rehabilitar a los que hubieren perdido la ciudadanía. Esta gracia, según el caso y circunstancias del que la solicite, podrá referirse únicamente al derecho electoral, o también a la capacidad para desempeñar determinados puestos públicos, o conjuntamente al ejercicio de todos los derechos políticos:

   2a Nombrar dos miembros del Consejo de Estado;

   3a Admitir o no las renuncias que hagan de sus empleos el Presidente y el Vicepresidente de la República y el Designado;

   4a robar o desaprobar los nombramientos que haga el Presidente de la República para Magistrados de la Corte Suprema;

   5a Aprobar o desaprobar los grados militares que confiera el Gobierno, desde Teniente-Coronel hasta el más alto grado en el ejército o armada;

   6a Conceder licencias al Presidente de la República para separarse temporalmente, no siendo caso de enfermedad, o para ejercer el poder fuera de la capital;

   7a Permitir el tránsito de tropas extranjeras por el territorio de la República;

   8a Nombrar las comisiones demarcadoras de que trata el artículo 4°;

   9a Autorizar al Gobierno para declarar la guerra a otra nación.

   (17) Artículo 109. El Presidente de la República no puede conferir empleo a los Senadores y Representantes durante el período de sus funciones y un año después, con excepción de los de Ministro del despacho, Consejero de Estado, Gobernador, Agente Diplomático y Jefe militar en tiempo de guerra.

   La aceptación de cualquiera de estos empleos por un miembro del Congreso produce vacante en la respectiva Cámara.

   (18) Artículo 114. El Presidente de la República será elegido por las Asambleas electorales, en un mismo día, y en la forma que determine la ley, para un período de seis años.

   (19) Artículo 119. Corresponde al Presidente de la República, en relación con el Poder Judicial:

   1° Nombrar los Magistrados de la Corte Suprema;

   2° Nombrar los Magistrados de los Tribunales Superiores, de ternas que presente la Corte Suprema ;

   5° Mandar acusar ante el Tribunal competente, por medio del respectivo agente del Ministerio Público, o de un abogado fiscal, nombrado al efecto, a los Gobernadores de Departamento y a cualesquiera otros funcionarios nacionales o municipales del orden administrativo o judicial, por infracción de la constitución o las leyes, o por otros delitos cometidos en el desempeño de sus funciones;

   6° Conmutar, previo dictamen del Consejo de Estado, la pena de muerte por la inmeditamente inferior en la escala penal, y conceder indultos por delitos políticos y rebajas de penas por los comunes, con arreglo a las leyes que regulen el ejercicio de esta facultad. En ningún caso los indultos ni las rebajas de pena podrán comprender la responsabilidad que tengan los favorecidos respecto de particulares, según las leyes.

   No podrá ejercer esta última atribución respecto de los Ministros del despacho, sino mediante petición de una de las Cámaras Legislativas.

   (20) Artículo 120. Corresponde al Presidente de la República como suprema autoridad administrativa:

   17. Organizar el Banco Nacional y ejercer la inspección necesaria sobre los bancos de emisión y demás establecimientos de crédito conforme a las leyes;

   (21) Artículo 121. En los casos de guerra exterior, o de conmoción interior, podrá el Presidente, previa audiencia del Consejo de Estado y con la firma de todos los Ministros, declarar turbado el orden público y en estado de sitio toda la República o parte de ella.

   Mediante tal declaración quedará el Presidente investido de las facultades que le confieran las leyes, y, en su defecto, de las que le da el Derecho de gentes para defender los derechos de la Nación o reprimir el alzamiento. Las medidas extraordinarias o decretos de carácter provisional o legislativo, que dentro de dichos límites dicte el Presidente, serán obligatorios siempre que lleven la firma de todos los Ministros.

   El Gobierno declarará restablecido el orden público luego que haya cesado la perturbación o el peligro exterior; y pasará al Congreso una exposición motivada de sus providencias. Serán responsables cualesquiera autoridades por los abusos que hubieren cometido en el ejercicio de facultades extraordinarias.

   (22) Artículo 122. El Presidente de la República o el que en su lugar ejerza el Poder Ejecutivo, es responsable únicamente en los casos siguientes, que definirá la ley:

   1° Por actos de violencia o coacción en elecciones;

   2° Por actos que impidan la reunión constitucional de las Cámaras Legislativas, o estorben a éstas o a las demás corporaciones o autoridades públicas que establece esta Constitución el ejercicio de sus funciones; y

   3° Por delitos de alta traición.

   En los dos primeros casos la pena no podrá ser otra que la de destitución, y, si hubiere cesado en el ejercicio de sus funciones el Presidente, la de inhabilitación para ejercer nuevamente la presidencia.

   Ningún acto del Presidente, excepto el de nombramiento o remoción de Ministros, tendrá valor ni fuerza alguna mientras no sea refrendado y comunicado por el Ministro del ramo respectivo, quien por el mismo hecho se constituye responsable.

   (23) Artículo 123. El Senado concede licencia temporal al Presidente para dejar de ejercer el Poder Ejecutivo.

   Por motivo de enfermedad del Presidente puede, por el tiempo necesario, dejar de ejercer el Poder Ejecutivo, dando previo aviso al Senado, o, en receso de éste, a la Corte Suprema.

   (24) Artículo 127. El ciudadano que haya sido elegido Presidente de la República no podrá ser reelegido para el período inmediato, si hubiere ejercido la Presidencia dentro de los diez y ocho meses inmediatamente precedentes a la nueva elección.

   El ciudadano que hubiere sido llamado a ejercer la Presidencia y la hubiere ejercido dentro de los seis últimos meses precedentes al día de la elección del nuevo Presidente, tampoco podrá ser elegido para este empleo.

   (25) Artículo 145. El empleo de Magistrado de la Corte Suprema será vitalicio, a menos que ocurra el caso de destitución por mala conducta. La ley definirá los casos de mala conducta, y los trámites y formalidades que deban observarse para declararlos por sentencia judicial.

   El Magistrado que aceptare empleo del Gobierno dejará vacante su puesto.

   (26) Artículo 151. Son atribuciones de la Corte Suprema:

   5a Decidir, de conformidad con las leyes, sobre validez o nulidad de las ordenanzas departamentales que hubieren sido suspendidas por el Gobierno o denunciadas ante los Tribunales por los interesados como lesivas de derechos civiles;

   (27) Artículo 156. La ley organizará los Juzgados inferiores y determinará sus atribuciones y la duración de los jueces.

   (28) Artículo 160. Los Magistrados y los Jueces no podrán ser suspendidos en el ejercicio de sus destinos sino en los casos y con las formalidades que determinen las leyes, ni depuestos sino a virtud de sentencia judicial. Tampoco podrán ser trasladados a otros empleos sin dejar vacante su puesto.

   No podrán suprimirse ni disminuirse los sueldos de los Magistrados y Jueces, de manera que la supresión o disminución perjudique a los que estén ejerciendo dichos empleos.

   (29) Artículo 166. La Nación tendrá para su defensa un ejército permanente. La ley determinará el sistema de reemplazos del ejército, así como los ascensos, derechos y obligaciones de los militares.

   (30) Artículo 168. La fuerza armada no es deliberante. No podrá reunirse sino por orden de la autoridad legítima; ni dirigir peticiones, sino sobre asuntos que se relacionen con el buen servicio y moralidad del ejército y con arreglo a las leyes de su instituto.

   (31) Artículo 169. Los militares no pueden ser privados de sus grados, honores y pensiones, sino en los casos y del modo que determine la ley.

   (32) Artículo 190. Las Asambleas departamentales, para cubrir los gastos de administración que les correspondan, podrán establecer contribuciones con las condiciones y dentro de los límites que fije la ley.

   (33) Artículo 191. Las ordenanzas de las Asambleas son ejecutivas y obligatorias mientras no sean suspendidas por el Gobernador o por la autoridad judicial.

   (34) Artículo 192. Los particulares agraviados por actos de las Asambleas pueden recurrir al Tribunal competente; y éste, por pronta providencia, cuando se trate de evitar un grave perjuicio, podrá suspender el acto denunciado.

   (35) Artículo 195. Son atribuciones del Gobernador:

   1a Cumplir y hacer que se cumplan en el Departamento las órdenes del Gobierno;

   2a Dirigir la acción administrativa en el Departamento, nombrando y separando sus agentes, reformando o revocando los actos de éstos y dictando las providencias necesarias en todos los ramos de la administración ;

   3a Llevar la voz del Departamento y representarlo en asuntos políticos y administrativos;

   4a Auxiliar la justicia en los términos que determine la ley;

   5a Ejercer el derecho de vigilancia y protección sobre las corporaciones oficiales y establecimientos públicos;

   6a Sancionar, en los términos que determine la ley, las ordenanzas que expidan las Asambleas departamentales ;

   7a Suspender, de oficio o a petición de parte agraviada, por resolución motivada, dentro del término de diez días después de su expedición, las ordenanzas de las Asambleas que no deban regir, por razón de incompetencia, infracción de leyes o violación de derechos de tercero, y someter la suspensión decretada al Gobierno para que él la confirme o revoque.

   8a Revisar los actos de las Municipalidades y los de los Alcaldes, suspender los primeros y revocar los segundos por medio de resoluciones razonadas y únicamente por motivos de incompetencia o ilegalidad.

   Y las demás que por la ley le competan.

   (36) Artículo 199. Corresponde a los Consejos Municipales ordenar lo conveniente por medio de acuerdos o reglamentos interiores, para la administración del Distrito; votar, en conformidad con las ordenanzas expedidas por las Asambleas, las contribuciones y gastos locales; llevar el movimiento anual de la población; formar el censo civil cuando lo determine la ley, y ejercer las demás funciones que le sean señaladas.

   (37) Artículo 201. El Departamento de Panamá está sometido a la autoridad directa del Gobierno, y será administrado con arreglo a leyes especiales.

   (38) Artículo 208. Cuando haya necesidad de hacer un gasto imprescindible, a juicio del Gobierno, estando en receso las Cámaras y no habiendo partida votada o siendo ésta insuficiente, podrá abrirse al respectivo ministerio un crédito suplemental o extraordinario.

   Estos créditos se abrirán por el Consejo de Ministros, instruyendo para ello expediente y previo dictamen del Consejo de Estado.

   Corresponde al Congreso legalizar estos créditos.

   El Gobierno puede solicitar del Congreso créditos adicionales al presupuesto de gastos.

(39) TITULO XXI
(Adicional).

Disposiciones transitorias

   Artículo a. El primer período presidencial principiará el día 7 de agosto del presente año.

   En la misma fecha comenzará el primer período constitucional del Vicepresidente de la República y del Designado.

   El día l° de septiembre comenzará el primer período constitucional de los Consejeros de Estado y del Procurador General de la Nación.

   Los nuevos Magistrados de la Corte Suprema Nacional tomarán posesión de sus empleos el día 1° de septiembre del año en curso.

   Artículo b. El primer Congreso constitucional se reunirá el día 20 de julio de 1888.

   Artículo c. Tan luego como sea sancionada la presente Constitución, el Consejo Nacional de Delegatarios, asumirá funciones legislativas y las que por la misma Constitución corresponden al Congreso, separadamente al Senado y a la Cámara de Representantes. Entre estas funciones ejercerá inmediatamente la que le atribuye el artículo 77.

   Artículo d. Antes de la fecha en que debe reunirse el primer Congreso constitucional volverá a ejercer las funciones legislativas el Consejo Nacional Constituyente, cuando sea convocado a reunión extraordinaria por el Gobierno.

   Artículo e. La elección de miembros del Consejo de Estado que corresponde al Senado y a la Cámara de Representantes se hará por el Consejo Nacional en dos actos distintos, votándose en cada uno de ellos por dos individuos. El que en cada acto tuviere mayor número de votos será declarado Consejero, con duración de cuatro años, y el que siga en votos, con duración de dos años. En cualquier caso de empate decidirá la suerte.

   Los dos Consejeros cuyo nombramiento corresponde al Gobierno, serán nombrados simultáneamente, y por sorteo se decidirá en seguida, ante el Consejo de Ministros, a quién corresponde la elección por cuatro años, y a quién por dos.

   Artículo f. Para dar cumplimiento a la atribución segunda del Consejo de Estado, éste podrá agregar a cada una de sus secciones una o dos personas letradas. Estos Consejeros adjuntos cesarán en sus funciones el día 20 de julio de 1888.

   Artículo g. Las rentas y contribuciones que tenían establecidas por ley los extinguidos Estados de la Unión serán las mismas de los respectivos Departamentos, mientras no se disponga otra cosa por el Poder Legislativo.

   Exceptúanse las rentas que por decretos del Poder Ejecutivo han sido destinadas últimamente al servicio de la Nación.

   Artículo h. Mientras el Poder Legislativo no disponga otra cosa, continuará rigiendo en cada Departamento la legislación del respectivo Estado.

   El Consejo Nacional Constituyente, una vez que asuma el carácter de Cuerpo Legislativo, se ocupará preferentemente en expedir una ley sobre adopción de Códigos y unificación de la Legislación Nacional.

   Artículo i. Las leyes de los extinguidos Estados que fueron denunciadas ante la Corte Suprema Federal y suspendidas por ella, y aquellas sobre las cuales no recayó resolución unánime de la misma Corte, serán pasadas al Consejo de Delegatarios, para que él decida sobre su validez o nulidad definitivas.

   Artículo j. Si antee de la expedición de la ley a que se refiere el artículo h. hubieren de ser juzgados algunos individuos como responsables de alguno o algunos de los delitos de que trata el artículo 29, los jueces aplicarán el Código del extinguido Estado de Cundinamarca, sancionado el 16 de octubre de 1858.

   Artículo k. Mientras no se expida la ley de imprenta, el Gobierno queda facultado para prevenir y reprimir los abusos de la prensa.

   Artículo l. Los actos de carácter legislativo expedidos por el Presidente de la República antes del día en que se sancione esta Constitución, continuarán en vigor, aunque sean contrarios a ella, mientras no sean expresamente derogados por el Cuerpo Legislativo o revocados por el Gobierno.

   Artículo m. El Presidente de la República nombrará libremente, la primera vez, los Magistrados de la Corte Suprema y de los Tribunales Superiores, y someterá los nombramientos a la aprobación del Consejo Nacional.

   Artículo n. Las faltas absolutas de los miembros del Consejo Nacional, desde que éste tome el carácter de Cuerpo Legislativo, se llenarán por designaciones hechas por los Gobernadores de los Departamentos.